Acabo de leer el discurso que Raúl Castro pronunció ayer [1]. Seis mil setecientas ochenta y siete palabras entre el «compañeras» y el «gracias» que los titulares reducen a lo de «o rectificamos o nos hundimos». Un Raúl Castro en puesto de mando de buque que atraviesa una tormenta. Trasunto de los capitanes Ahab o Nemo. Aunque más bien quepa evocar a los contrabandistas de Enrique Serpa, dada la materia que lo ocupa.
Discurso —en términos tanto retóricos como ideológicos— y programa que comienzan a consagrar a Raúl Castro como el sujeto de una de las paradojas más sofisticadas de una futura historia de la revolución cubana y de las revoluciones en general.
Gris hermano de un dictador omnímodo, Raúl Castro sugiere que dedicará sus últimos años de vida a enmendar los desvaríos de su hermano, mientras: 1) el dictador aún vive; 2) sostiene que toda enmienda parte de los discursos previos del dictador enmendado; y 3) jura que las enmiendas buscan afianzar el desastre, a la vez rentabilizándolo y haciéndolo rentable. ¡Vaya variables de una ecuación!
En un capítulo de Mad Men, Don Draper se ve arrastrado a un local del Village donde una performer perpetra un numerito muy propio del lugar y la época. Narra cómo soñó que Fidel Castro le arrancaba la ropa al grito de «¡Viva la revolución!», mientras Nikita Jruschov observaba la escena desde una ventana.
En shakespeareano, a la vez que hollywoodesco movimiento, el Raúl Castro post-castrista es ahora el exaltado revolucionario, la ropa se la pondrá y quitará «cada cual según su capacidad» y su hermano Fidel es el Jruschov que asiste a los gritos de ¡Viva la revolución! desde la ventana que es la pantalla de un televisor.