He estado tres días en Moscú, Rusia, en extraordinario viaje difícil de clasificar, gustosísimo de masticar y, sin dudas, más de rumiar.
Creo recordar que fue cuando viajó a Londres a los funerales de Stephen Spender que Joseph Brodsky se encontró ante la disyuntiva de qué responder al oficial de inmigración que le hizo la tópica pregunta por la razón de su viaje: Business or pleasure? Un cerco demasiado estrecho, por extremo, para definir las razones de un viaje. También para este.
Seguramente volveré aquí sobre estos tres días trepidantes en los que he hablado con mucha gente, me he reencontrado con amigos muy queridos y he conocido a unas pocas personas que justifican, por sí solas, que supere de vez en cuando la aprensión que le tengo a vagar por los aeropuertos con mi hostil cara de inmigrante ilegal, traficante de poca monta, o Public Enemy Nº algo entre el millar y el millar y medio.
Entre otros momentos memorables, tuve el privilegio de asistir a la gala de entrega del premio “Turandot de Cristal”, que en su vigésima edición, reunió en el Teatro Vajtangov y en el banquete en el restaurante Venezia que siguió a la gala a lo más excelso de la escena teatral rusa de los últimos 50 años (y algo más en algunos casos). De los brindis pronunciados allí saldría todo un tratado sobre la relación entre la cultura y el poscomunismo. Va confesión por delante: en muy pocas ocasiones he experimentado emociones más intensas cuando de pensar esa materia se trata.
Por lo pronto, recién bajado del estribo, subo aquí para los lectores amantes de la gastronomía de vanguardia, el menú de la cena a la que tuve la dicha de asistir anoche en el Barvikha Hotel & Spa [1]. En su primera visita a Rusia, Ferran Adrià preparó junto a Anatoly Komm [2] una cena en la que hubo un plato, al menos, que recordaré siempre.
De contra:
Mis adorables compañeras de mesa.