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Alan Gross y la “gross negligence”

Gross y la “gross negligence”
Por Jorge Ferrer

Hace unas semanas visité en San Petersburgo un peculiar museo. La planta noble de un elegante palacete acoge un muestrario de la historia de la policía política de Rusia y la URSS en los siglos XIX y XX. El escaso espacio junta revólveres de los nihilistas que poblaron las páginas de Dostoyevski, un uniforme de oficial de la NKVD del que se consigna –con siniestra precisión– que fue utilizado en 1937, imágenes que muestran a agentes de la CIA operando en Moscú, manuscritos disidentes incautados por el KGB y el teléfono presidencial requisado en Kabul.

Tres ancianas custodian todo ese recuento de siglo y medio de “inteligencia”. Una de ellas, vivaracha y locuaz, me sirvió de guía con orgullo que se desinfló cuando le pregunté cuántos visitantes había atendido aquel día. “Usted es el primero… y parece que el último”, admitió.

Evoco aquí esa visita en ocasión del giro que toma el affaire Alan Gross cumplidos tres años de su detención. Un caso que se ha convertido ya en una suerte de espejo cóncavo en el que se reflejan los más abundantes tópicos del diferendo que separa, y junta, a EEUU y Cuba desde hace medio siglo.

Alan Gross fue detenido en La Habana en una operación a là John Le Carré. Cuba se cobraba en él pieza cuyo valor había calculado con esmero. Cabe imaginar la escena: la estupefacción del “contratista” a quien esperaba cena en Maryland abandonados los sudores de La Habana; la ufana circunspección del coronel de la DSE que sabía estar haciendo historia.

Nada fue entonces casual y nada de lo que se juega ahora es sino un estudiado bucle con tórrido ambiente de Guerra Fría. Cinco agentes cubanos fueron juzgados en EEUU y cumplen sus condenas. Trabajaban para los servicios de inteligencia de Cuba y se infiltraron con el propósito de servir a la dictadura que les pagaba, siquiera con el token del heroísmo. Alan Gross entró a esa fiesta sin más invitación que la de un contrato más con el que pagar sus facturas y alimentar su fondo de pensiones. Son seis historias individuales que se vieron de pronto atrapadas por el jaque de un ajedrez superior, cuya historia es pródiga en escaques.

Los Gross han presentado una querella por lo que denominan gross negligence, que parece retruécano. Gross negligence –negligencia crasa–, que no podría tratarse de una menor si su sujeto es esa Cuba excepcional. Gross y gross negligence: demasiada grosseur, ¿no? Alegan que a Alan no le habrían avisado de los riesgos que se corre en Cuba cuando se viaja allá en el marco de un programa destinado a subvertir el inicuo régimen de la isla, ni le habrían entrenado para enfrentarlos. Bah, ¿quién no sabe lo amargo que siempre puede acabar siendo el dulce?

Cierto es que en todo diálogo sobre Gross Cuba buscará impugnar el apoyo del gobierno de EEUU a la disidencia y la sociedad civil en la isla. Cierto es también que a algunos les podrá parecer improcedente que la situación de un Alan Gross cualquiera pueda socavar la armazón de tamaño diferendo. Demasiada poca cosa un solo hombre, pensarán. No menos cierto es que ver a alguno de los cinco espías formando parte de la ecuación nos molesta a unos cuantos. Con todo, se me ocurre que vale la pena tomar a Alan Gross como una oportunidad de conmover y conmovernos, siquiera por razón tan elemental como que se lo debemos. La historia, oigan, no las regala.

Dentro de veinte años, otras tres ancianas pasearán al visitante del museo de la “represión política” en una Cuba poscomunista por salas desiertas. Ojalá encuentre ahí una fotografía de Alan Gross reuniéndose con Judy antes de que la sinrazón del castrismo y la falta de imaginación de Washington lo conviertan en cadáver convirtiéndonos en reos de otra “ gross negligence”.

La columna Gross y la “gross negligence” aparece publicada en la edición de hoy del diario El Nuevo Herald [1].

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