No sé si lo he contado antes aquí. Lo traigo a propósito de ese barco norcoreano cargado con viejos aviones y coheticos soviéticos llevados desde La Habana a Pyongyang e interceptados hoy en el Canal de Panamá [1].
Es noticia que veo circular. Y es noticia mayúscula, aunque todavía a estas horas no se sepa muy bien qué hacer con ella.
Mi historia la roza muy tangencialmente.
Fue en 1992 o tal vez 1993. En uno de esos cuatro años que viví en Cuba entre mis ocho en Rusia y el día en que me largué, que fue uno de junio y 1994. Conducía yo una tarde el coche de mi padre y me embistió por detrás otro con matrícula diplomática. Golpe recio. ¡PUM! Y mis cervicales sufrieron su ay.
Me apeo, rodeo el carro y detrás un coche de la Embajada de Corea del Norte. El cabrón con su sello de Kim Il Sung en la solapa y los ojos y la moral igualmente rasgadas: borracho como un perro el hijoputa.
Soy un tipo moderado, ¡no se ría nadie!, y cuando vi al del embiste y su borrachera lo saludé en coreano. Pocos años antes había pasado cinco semanas en Pyongyang y recordaba lo que se me olvida ahora. El cómo se le dice hola a uno allá.
No le dije que pondría denuncia, porque de nada me habría servido. Pero sí le dije: «Estás borracho, comemierda». Y que me debía el arreglo y que me lo tenía que pagar. Me dio su tarjeta y concertamos cita para el día siguiente.
No recuerdo qué cargo ocupaba el tipo en la Embajada de Corea del Norte, pero sí la casona en Kohly. No era cargo baladí, a juzgar por el casón. Entré, criada mulata, cincuentona, y su qué desea el señor, yo que güisquisito, que siempre me he cuidado como gallo fino, y el tipo, ya sobrio, que qué pena, que cómo lo arreglamos, que quede entre nosotros, camarada, y que busque usted el taller y yo le pago la chapistería –que sabe ahora Dios, Kim, cómo me explicó eso el puto coreano. El güisqui es una metáfora y una eficaz herramienta de traducción, ya se sabe.
No recuerdo por qué bajamos al garaje. Nenas, nenes: ¡en ese garaje había más pacotilla que en la cueva de Alí Babá!
Y había el maná que necesitaba el carro de papá tanto como yo meterme un buen plato de cadne’e’puelco en aquellos años de hambre: una hilera de neumáticos nuevecitos, ¿treinta?, ¿cuarenta?
«Dame cuatro gomas (así le llamamos los cubanos a los neumáticos) y me olvido de esto ahora mismo», le dije. Vale anotar que el tipo me creía alguien importante: 23-24 años y con coche en la Cuba castrista de entonces, había estado en Corea del Norte, discernía en aquella Cuba entre marcas de güisqui y sabía elegir la mejor sin titubear.
A la mañana siguiente, una furgoneta dejó en mi casa cuatro neumáticos nuevos y dos botellas de Chivas Regal, por cortesía de la Embajada de Corea del Norte.
Fin.
Y no, no sé ahora cómo cerrar este post que busca reunir aquella vieja historia y la del tráfico de coheticos cubanos a Corea del Norte vía Panamá.
Pero en ambas, no lo duden, hubo güisquisito y componenda amistosa y un saldemos cuentas, camarada.