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Corea del Norte, el arte y la hospitalidad del comunismo

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Leo (via Tersites Domilo [2] en Facebook), que el gobierno de Corea del Norte ha decidido cerrar las universidades por un período de diez meses [3]. Se disponen a enviar a todos los estudiantes a reforzar fábricas y granjas agrícolas para “reconstruir” el país.

Uno tiene que sofocar la carcajada, porque hay millones de jóvenes en ese país a los que la idea no les arranca ni puñetera sonrisa.

Hace más tiempo del que me gustaría, tuve la oportunidad de pasar cinco semanas en Pyongyang. Alguna vez me he referido aquí a ese viaje, la última en este post [4], donde pedía misil al cogote de Kim Jong Il.

No he conocido jamás otro lugar, aun cuando viajé asiduamente por los países de Europa del Este antes de la caída del Muro de Berlín y he vivido en Cuba y la URSS, donde el totalitarismo fuera una marca tan visible y por lo mismo odiosa.

Les anoto cómo transcurrió la única de las visitas que pude hacer en aquellas semanas de acuerdo al protocolo establecido por el gobierno coreano.

Regía entonces allá, hablo de 1987, una norma que nada me hace pensar que haya sido revocada. A saber, todo visitante extranjero debía comunicar por escrito al Ministerio de Asuntos Exteriores los lugares que deseaba visitar. Recibida la lista, las autoridades la aprobaban o no y enviaban las invitaciones con día y hora para las mismas.

Confeccioné con la ayuda de mis anfitriones allí la lista de marras. Esta incluía una docena de museos, lugares históricos y, cómo no, el paso fronterizo de Panmunjom, ese monumento vivo a la Guerra fría.

Días más tarde recibí la «invitación» a visitar el primero de los lugares: el Museo de la Revolución coreana, o algo semejante.

Allí me presenté a la hora señalada y me esperaba una hermosa joven que hablaba un español impecable. Era la guía que me acompañaría durante la visita. Antes de comenzarla, me invitó a pasar a un hermoso salón dentro del recinto del museo, donde bebimos té, comimos sofisticadas pastas e intercambiamos las frases propias de situaciones semejantes. A una pregunta mía, la joven respondió que había aprendido español en una de las magníficas universidades de Corea del Norte y me aseguró que el Gran Líder Kim Il Sung, todavía vivo, sentía un desvelo particular porque los jóvenes coreanos conocieran todas las lenguas y culturas del mundo. A ello siguió un cuarto de hora de ensalzamiento del padre de todos los coreanos, hombre noble y generoso, sabio y sensible, etc.

Comenzamos la visita. Aquello como pueden imaginar era un templo del culto a la personalidad del déspota. Enormes cuadros llenaban salones y más salones con estampas de la vida y obra del Gran Líder. Mi cicerone me iba explicando las escenas una a una con la voz rota por una emoción que me parecía tan falsa como todo aquello.

Una hora más tarde, ahíto de la grandeza y el heroísmo de Kim Il Sung, creí llegado el momento de hacer alguna pregunta. Y transcurrió un breve intercambio más o menos como el que sigue, ya despidiéndonos. Y créanme, no exagero ni un ápice. No anoto los nombres de los pintores, porque no los recuerdo.

—Me llama la atención —le dije— la homogeneidad de la pintura coreana. Apenas se advierte influencia alguna de la pintura occidental. ¿Acaso los pintores coreanos no se interesan por las artes fuera de Corea del norte?

—Nuestros pintores al servicio del pueblo, fieles seguidores de la inspiración de nuestro Gran Líder Kim Il Sung, sienten un profundo desprecio por el repugnante arte del imperialismo norteamericano y el militarismo japonés.

—Pero a alguno lo habrá tentado alguna vez ensayar algunos de los modos en que se concibe el arte pictórico fuera de Corea, incluso en otros países socialistas.

—El desprecio que siente todo artista coreano por el imperialismo norteamericano y el militarismo japonés alcanza también a las víboras que empuñan sus pinceles para servir al mercado capitalista del arte.

—No quiero pensar que sea porque no conocen el arte del siglo XX —insinué.

—Los artistas coreanos conocen todas las manifestaciones artísticas universales que están al servicio de la paz y la coexistencia pacífica entre los pueblos.

—Pero, ¿hay exposiciones de arte internacional en Pyongyang?

—La capital de la República Democrática Popular de Corea acoge numerosas exposiciones de los artistas internacionales más importantes. Por ejemplo, este quinquenio hemos visto retrospectivas del pintor cubano X, el pintor argelino Y y el pintor ecuatoriano Z.

—Eso no me parece mucho precisamente —le dije. Y le pedí—: Pero dime tú en confianza, ¿qué artistas extranjeros del siglo XX te parecen más interesantes? No sé: ¿Duchamp, Picasso, Dalí?

—Me he sentido muy conmovida con la obra del pintor cubano X, el pintor argelino Y y el pintor ecuatoriano Z. ¿A usted que le parecen, camarada?

—No los he oído mencionar en mi vida —admití.

—Pues, ya ve —me dijo con cierta condescendencia—. Aquí tenemos un conocimiento mucho mayor del arte mundial que el que tiene usted viviendo fuera de la República Popular Democrática de Corea.

Nos despedimos fríamente.

Jamás volví a ser convocado por las autoridades coreanas a otra de aquellas visitas, previamente aprobadas. Desgraciadamente, me quedé sin ver Panmunjom.

Y leyendo ahora la noticia del cierre de las universidades, recordé a aquella muchacha, una privilegiada dentro del sistema de terror de Corea del Norte y aun así una pobre víctima que repetía estupideces, como quien junta sellos de correo.

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