Vano azogue

- 09/02/10
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Los lectores de ETDLV conocen de mi predilección por la obra de Octavio Armand (Guantánamo, 1946), de cuya amistad me precio.

A nadie sorprenderá, pues, que me haya llevado una gran alegría al recibir anoche este texto desde Caracas. Un fragmento, me dice Octavio, que pertenece al proyecto que lo ocupa ahora y ofrece a los lectores de esta página. Es una cortesía conmigo y ustedes que le agradezco.

Partiendo de un célebre trompe l’oeil del catalán Pere Borrell del Caso y asomándose con Vulcano al sexo desnudo de Venus en un cuadro de Tintoretto, Armand repasa aquí las trampas y el misterio de la representación.

¡Feliz lectura!

Más de/sobre Armand aquí y aquí.

Vano azogue

Por Octavio Armand

Pere Borrell del Caso: Escapando de la crítica, 1874

Pere Borrell del Caso: Escapando de la crítica, 1874

1

El espacio de la representación salta hacia el nuestro. Lo asalta. La aparente tridimensionalidad de la perspectiva invierte el signo, pasa de menos a más, sacando al engaño de las profundidades y el punto de fuga renacentista para fugarse hacia delante, hacia nosotros, hasta darle una tercera dimensión en la superficie, ésa que roza con la nuestra, la adula, la entretiene, confirmando su fuero por estar fuera, en la realidad pródiga, plena, que — cómodos, seguros — creíamos exclusivamente nuestra.

Simultáneamente el marco delimitante de ese espacio de representación también invierte el signo, pasando de más a menos, como succionado por la obra a la cual se suma para complicarla, como si se tratara de un Breguet o un Pathek Philippe que calibrase el transcurso al derecho y al revés, a diestra y siniestra, sumiéndonos desde el presente efímero en los horizontes del arqueólogo y el profeta, el pasado cada vez más remoto del futuro.

Para escapar de la crítica, Borrell escapa de sus marcos: los de la crítica pero también los suyos. Cómplices del engaño, los marcos no representan una transición entre dos espacios convergentes, sino que re/presentan la representación, irrumpiendo, ellos también, pero hacia dentro, hacia lo bidimensional. El engaño es doble. Y dual. Lo representado y lo representable parecen archivos intercambiantes de imágenes que oscilan en un límite precario.

El cuadro es teatral: se convierte en escena para que las imágenes actúen. La noción de teatro dentro del teatro implosiona en un abrir y cerrar de ojos, reverbera en el asombro
hasta dar al traste con la ilusión de la realidad y la realidad de la ilusión. Se vislumbra un teatro fuera del teatro: ¿la realidad?, como acaso uno momentáneamente supondría, la nuestra, ésa de la cual queríamos escapar a través del teatro, como Alicia escapa de la suya a través del espejo. Esta supuesta realidad, proyectada por lo teatral, se ha contaminado de simulación. Crece en su nulidad.

Es nuestro el asombro del niño que escapa de su ir/realidad hacia la nuestra; es nuestro el índice de la niña que nos señala, como nuestra es la risa cachetuda que, muy centrada en los labios y la mirada arqueada, parece burlarse de nosotros. Los espectadores entran y salen de la obra, pasan de la tridimensionalidad al plano que insiste en las tres dimensiones y en una cuarta, más arisca aún a la imagen, el tiempo. Pero aquí los espectadores están dentro de la obra. Fisgones del arte, coleccionistas, críticos sabihondos y teóricos de punta de la lengua, paralizados por un instante, sentimos que estamos pintados en la pared.

Como los espejos de la literatura fantástica, estos cuadros de Borrell están poblados. Las fechas ponen de manifiesto la evidente relación con Lewis Carroll: la primera edición de Alicia en el país de las maravillas es de 1865 y A través del espejo fue publicado en 1871; Escapando de la crítica es de 1874 y Dos niñas que ríen de 1876. Los personajes de Borrell, como la de Carroll, son niños. La inocencia les permite entrar y salir de los espejos y los cuadros, túneles y pozos del tiempo, como la madriguera del emperifollado Conejo Blanco.

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Donde y cuando no hay inocencia, son otras, sombrías, oclusivas, las funciones de los espejos y los cuadros. Dorian Gray vive, siempre joven, en la supuesta realidad; y cada vez más envejecido, en su imagen. Lo mismo sucede en un extraño óleo de Tintoretto: Venus, Vulcano y Marte. El herrero cojo asoma en dos tiempos, aunque siempre viejo, como Gray en su imagen, pues se trata de lapsos muy breves, de apenas instantes, sucesivos en la trama, simultáneos en la pintura. En ese relampagueante intersticio que asombra desde 1555, Vulcano se acerca a nosotros de frente, en primer plano; en el fondo, de espaldas en el espejo que lo refleja, pareciera alejarse de nosotros y del cuadro mismo donde está retratado, como si inconscientemente huyera de la imagen que provoca, metiéndose en el vano azogue, acaso deseoso de otra muerte, como la de Narciso.

2

Caemos en el primero como en una telaraña. Luego retumbamos entre uno y otro, ecos, reflejos, espejismos en la tela que absorbe a quienes se detienen frente a ella y sin darse cuenta ya están posando para ella; hasta que, tarde, muy tarde, quedan atrapados entre los reyes decapitados por el lejano azogue o detrás de la diosa embellecida por el culo pero afeada por el rostro ajeno que lo admira. Espejo dentro del espejo, telaraña, planta carnívora, flor caníbal, laberinto, manto de la Verónica que atrapa imágenes incautas, cautivadas, alternantes, recientes, inminentes, siempre húmedas.

En sus espejos Velázquez vela y revela a sus personajes; y también, con mayor ironía aún, y oblicuamente, a sus espectadores, quienes en algún momento, irreflexivos narcisos,
atraviesan el pasillo del tiempo para posar borrosos junto a los reyes en una sala de palacio. Ciegos palaciegos, áulicos casi hidráulicos, atraídos por la corriente inmóvil de la representación, caemos en un intersticio: acaso el relampagueante y may/estático este occidental de Góngora, el es y no es y el estar y no estar contrarreformistas que socavan la disyuntiva de Hamlet. Espejo dentro del espejo, espejo y esponja: sístole, diástole, que nos dilata y contrae; imperiosa mirada de 360 grados que nos deforma en el espacio y el tiempo; paja en el propio ojo ajeno; este occidental que son las Indias, las ínsulas extrañas, nosotros, colonizados, satelizados por la córnea astigmática.

3

Espejos del ciego instinto que año tras año reanuda a la vida y del brillo extinto que en millones de años luz repite a la muerte. Antes y después. Titilan las anguilas al atravesar el hielo. Y desovan las constelaciones en el observatorio de piedra al dejar sus huellas cada vez más remotas. Aquéllas, ahora plateadas, reflejan la traslación de los astros; y éstos, ocultos en la luz durante el día, como si ésa fuera su noche, su otra noche, reflejan la migración de las anguilas. La traslación y la migración, en la correspondencia del centelleo, invierten las profundidades del mar y la noche. Antes y después.

Espejos para esconderse en el cuerpo y manifestarse en la ausencia. Mimetismo tautológico: el cuerpo que se parece tanto, y tan exclusivamente, a sí mismo, que desaparece fuera de posibles comparaciones o contrastes.

La huella que no deja huella. Dios, el cero, el no.

Lo visceral en lo epidérmico. La superficie por dentro. La profundidad por fuera.

El dermografismo.

Nostalgia de lo desconocido. El paisaje rezagado y el destierro. El laberinto como puente de cera entre Creta y Sicilia.

¿Hilo de Ariadna o cinta de Moebio? Teseo entra y sale del laberinto, la hormiga se asoma por el ápice del tritón arrastrando la luz como un hilo de oro.

Espejos diacrónicos: no se trata de distorsionar la imagen en el espacio sino en el tiempo, aplicando la convexidad o la concavidad deformantes al transcurso. No necesariamente ha de ser secuencial, como tan sugestivamente lo hace Tintoretto en Venus, Vulcano y Marte. Ni consecuencial, como proyección de la imagen por sus sombras en un antes y después, fijándose/reflejándose en el captado inmovilismo supuestas causas y efectos. La profundidad como espejo de la superficie, o viceversa; pero buscando la función, no la dimensión que rige entre ellas.

Proyectar en el plano las tres dimensiones; proyectar en el instante la secuencia.

Prepararse para el pasado. Preverlo. El psicoanálisis es una arqueología de la ausencia. Sentir vivo el pasado, más vivo que el presente, a tal punto que no hay que buscarlo ni excavarlo. Más bien tendríamos que buscarnos en él, donde estamos sumidos, o enterrados. El pasado como espejo que no nos devuelve una imagen sino el azogue: no somos la mitad de un parecido sino el parecer. Así, el francés, italiano, portugués, rumano o español, no nos arrastrarían por el río de las etimologías hasta llegar como Manrique a una lengua muerta, sino que despertarían, como vivas, futuras ruinas del latín, coliseos, templos, acueductos en la punta de la lengua. Aún lo que callas, o lo que estás por decir, son anticipados vestigios. Siempre repetirás lo que nunca has dicho. Lo que jamás dirás. Vetustos neologismos.

Espejos de ausencia: solo se refleja lo que no está. Intersticios, vacíos, vanos.

4

Envés del revés: la descomposición prismática de la luz y la factorización matemática, o sea la descomposición de un número o un polinomio en el producto de otros más pequeños, que, multiplicados, equivalen al original. El espacio descompuesto en la luz y el tiempo repuesto en el número reseñan una equivalencia con el original ausente.

Un ejemplo: Apis, dios solar de la fertilidad, se convierte en dios de los muertos. La asombrosa metáfora no lo esteriliza. Domesticado, castrado para la faena de la siembra, el toro cuyos cuernos sostienen al disco solar y que representa la fogosidad, la potencia, la creación permanente, pasa de dios a bestia, de arriba a abajo, de lo estelar a lo enterrado, de lo fecundante a lo funerario, pero conservando en la semilla vegetal que se dispersa a las orillas del Nilo las virtudes seminales.

En cada surco, el hijo de Isis como vaca fecundada por un rayo de sol colma la vagina de Pasifae. Germinarán las semillas y saldrán de las entrañas de la tierra millones de brotes que disimulan el torcido parentesco con el padre: su majestad, el buey. Minotauros: los granos, el pan, la cerveza.

Nostalgia de dioses humillados: el pan, la cerveza; o la hostia y el vino que son cuerpo y sangre. La metáfora que lanza los orígenes de un reino a otro, de lo animal a lo vegetal, se repite al revés en el falo de sicomoro que completa al desmembrado cuerpo de Osiris. Con los collares o el peto de testículos de toro, que se confunden con tetas, Artemisa se viste del animal que ha dejado de ser dios. Que la agricultura ha reducido a buey y adorno sangriento. Pero el macho sacrificado, el macho sin testículos, anuncia como Cristo la muerte de la muerte, la resurrección. Testimonio que será confirmado por la próxima cosecha. Con El buey desollado Rembrandt pinta ese Cristo para Artemisa. Metáforas de la nostalgia.

Tintoretto: Venus, Vulcano y Marte, ca. 1555

Tintoretto: Venus, Vulcano y Marte, ca. 1555

Otro ejemplo. En Venus, Vulcano y Marte se inventa el cine: aún más que la intriga, intriga el espejo que empalma, como fotogramas, dos dramáticos instantes consecutivos. Quizá la diferencia de edad entre Vulcano y Venus se insinúa maliciosamente en la asincronía de estas imágenes que retratan al viejo cornudo. En ambas está como arrodillado para revelar el pubis nada angelical, el monte caramelo que otros, tantos otros han disfrutado. Arrodillado y arrodillado a medias, ni toro ni buey, el espacio lo refleja en la sorpresiva secuencia, móvil, casi fílmica, que supone aquello rigurosamente opuesto a la stasis de la representación: el tiempo. Paradoja: el espejo recoge el segundo instante de la secuencia. Pero está en el fondo. La imagen que ahí vemos está más distante en el espacio pero más próxima en el tiempo.

Al no con/fundirse, la imagen del espejo y el espejo de la imagen nos confunden. En el espejismo de la representación, el espejo dentro del cuadro rompe al espejo que es el cuadro, mostrándonos en consecutivos pasos los celos que se arriman a su doloroso cenit. Pasamos del espacio al tiempo. Así podemos disfrutar, con anticipación, el siguiente paso: la canosa barba de Vulcano, a quien vemos montándose en el lecho doblemente ajeno, es un guiño al ensortijado y seguramente tupido pero todavía tapado monte de Venus.

Desnudo y descubierto: Cupido; en ropa escasa, la impar pareja: ella, impúdica, desnuda y apenas cubierta, facilita el escrutinio, casi de ginecólogo; él lo acomete cauteloso, para no despertar a la diosa ni borrar las húmedas y odiosas huellas; bajo la cama, y por lo visto vestido de pies a cabeza, por cierto tocada con el incongruente casco de bronce, Marte parece una inmensa tortuga. Bajo el mullido carapacho que ahora es su irónica armadura, asoman los brazos y la cabeza. Observa la escena donde celebró su reciente batalla, como si esperase la partida, invencible quelonio, para dejar atrás al veloz Aquiles.

Ver, ser visto. El grado de desnudez corresponde inversamente a la vista: mientras más abiertos los ojos, más ropaje. Para ver, se nos dice en la tela, hay que esconderse en telas. Irónicamente esa misma tela, que es la totalidad de lo visto, representa la desnudez de la representación en sí.

Veamos qué vemos y sobre todo veamos qué vemos en fotogramas implícitos dentro y fuera del cuadro, antes y después de la secuencia. Fulge en su lecho luminoso la Estrella de la Mañana; el rojizo Marte, apenas visible en su nadir, se esconde en el abismo oscuro. Entre ellos gira Vulcano, a quien de una vez vemos dos veces y a dos luces. Iluminado y en penumbra; de espaldas, como lo ve Marte; y de frente, como lo verían Venus y Cupido si abriesen los ojos. Cupido es una figura lunar. Celestial hijo de puta, brilla con la luz de la madre, como si compartiera su sueño, ajeno totalmente a la vigilia del padre, que por supuesto es el otro.

Como un eclipse, Vulcano obstruye la vista del otro. Pero no la nuestra, que lo capta todo; y sobre todo a él, obturador inoportuno, a quien vemos en sus dos fases, o en su doble fase, cuando aún está por ver lo que quiere y no quiere ver. La mujer y el niño duermen: tienen los ojos cerrados; Marte solo ve, primero, las espaldas de Vulcano; luego, cuando éste se inclina, su trasero. Sorprendemos a Marte escondido bajo el lecho de Vulcano y en el espejo vemos lo que él ve. Es la perspectiva del engaño y la traición. Vemos también lo que verán Venus y Cupido al abrir bien los ojos. Vemos por ellos. Velamos por ellos.

Inclinado en los cuarenta y cinco grados de su patético homenaje venéreo, Vulcano le ofrece a Marte un panorama vergonzoso y una perspectiva insólita: el círculo del trasero y el centro de esa carnosa pero descarnada geometría, el ano. En el punto de máxima concentración, arrodillado para cerciorarse del posible daño como un meticuloso corredor de seguros, el herrero al rojo vivo se reduce a ojo de cerradura. Entonces, en un sincronizado abrir y cerrar de ojos, la mirada adulterada del guerrero trazará un isósceles en el divino triángulo amoroso. Un lado parte de sus ojos; atraviesa el ano volcánico y los turbulentos zigzags intestinales; luego, y como para darle mayor ímpetu a la mirada cornuda, sale por ese vistazo ya seguramente desorbitado; y, tras completarse la base suspendida sobre el monte de Venus, el tercer lado expectante reconfirma el verlo para creerlo revirtiéndose al tomasino adúltero.

Probable consuelo de Vulcano: la inicial que tiene en común con Venus es una ingle mayúscula. Por lo menos literalmente están perfectamente acoplados. Con esa única certeza se acerca cautelosamente a la V invertida de la perniabierta, blanco pliegue de algodón de por medio, como la impecable rejilla de un confesionario, para asomarse al pubis, casi como para oír la confesión de la concha acústica en un cuadro de Botticelli; mientras abajo en el infierno de la felix culpa, aguantando la respiración, acaso temeroso de un alarmante ladrido, el épico mira al perrito sato, custodio de la infidelidad. Nada parpadea. Ni los ojos del cojo, ni los de Marte, ni los nuestros. Ni las ventanas cerosas que reiteran en ambarino blanco la luz y el pupilaje. Ni el mosaico del piso repleto de enormes pupilas, casi tan grandes como la del espejo, pero múltiples, impasibles, como ocelos de un ojo artrópodo. La habitación, donde se celebraron mieles, tiene algo de colmena. El celoso está respaldado por esa celosía.

Aunque asociado al fuego, Vulcano desluce. Burlado, literalmente anticlimático, es una víctima pasiva: no fragua nada. Se acaba de despertar, como un sol sin fuerza; y se levanta sólo para percatarse de que lo han engañado y traicionado una vez más. Y en su propia alcoba. En sus narices. En sus barbas. Con visible y subrayada ironía se traza su desfalleciente órbita, via crucis de relampagueante brevedad, tanto en tiempo como en espacio, que dejará una marca indeleble. Vulcano está a punto de descubrir el cráter del volcán, la raja divina. Quiere verla y quiéralo o no está a punto de mostrárnosla. Pero de hecho la raja está implícita en todo: la escena es de por sí un tajo, una herida que el cuadro perpetúa como colorida cicatriz.

Caracas, 30 de enero 2010

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7 Comentarios en “Vano azogue”

  1. 1 Ethnic Watch dijo a las 6:42 pm el 09/02/2010:

    Felicidades a Ferrer por haber descubierto al único guantanamero profundo. Lo malo es que el tipo es DEMASIADO profundo.

  2. 2 F.Hebra dijo a las 8:22 pm el 09/02/2010:

    Muy bueno.Solamente alguien demasiado trivial puede encontrar el escrito demasiado profundo.

  3. 3 Dougles dijo a las 10:12 pm el 11/02/2010:

    I have already seen it somethere…
    Dougles

  4. 4 Fashion Merchandising dijo a las 9:43 am el 04/10/2010:

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    After a year in therapy, my psychiatrist said to me, ‘Maybe life isn’t for everyone.’ lol!

  6. 6 El comegofio dijo a las 10:51 am el 10/04/2011:

    Lulu, “Maybe life isn’t for your psychiatrist” hit the road! and smoke a hemp…

  7. 7 Yo mismo dijo a las 8:35 pm el 10/04/2011:

    Magnifico post para disfrutar en domingo; sin duda una feliz lectura, gracias a los dos.


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