Armand: La limosna infinita
Jorge Ferrer - 06/07/10Categoría: Invitados, Literatura

Pocas ocasiones más gratas que el recibo de un texto acabado de salir de las teclas que anotan, párrafo a párrafo, página tras página, la obra de mi estimado Octavio Armand (Guantánamo, 1946). Como suelen llegar acompañados de su generoso ofrecimiento a compartirlos con los lectores de ETDLV, el placer es aún mayor.
Porque compartir con ustedes un ensayo inédito de Armand es, créanme, un privilegio.
Concédanle su tiempo ―también del tiempo y sus hipostasis se ocupa este texto.
Conozco pocos escritores cubanos vivos que nos reciproquen esa donación con la munificencia que lo hace Armand.
Más sobre Octavio Armand, aquí y aquí.
La limosna infinita
Por Octavio Armand
1
En la oscuridad, mientras los demás duermen, todos excepto el lector del 23C y la insomne del 16B, recuerdas el caballo de Troya. Te rodean, devaluados por la comodidad y la rutina inclemente del turista, los héroes griegos. Sin épica ni tragedia, solo un improbable accidente y la certeza del jet lag amenazan las horas. El aburrimiento es el único troyano a vencer.
―¿Había salidas de emergencia en el caballo? ¿colchas? ¿almohadas? Las preguntas sugieren hacer apuestas, rodar dados, inventar juegos. Te levantas, te estiras, bostezas, decides pedir un trago.
Al desplazarte como un punto por el pasillo euclidiano hacia el bar, donde al pie de la cabina la diligente azafata prepara otros vuelos y aterrizajes, adviertes que tu asiento, vacío, va a una velocidad y tú a otra, mayor, siquiera mínimamente.
―¡Es cierto!, te dices al constatar con una satisfacción infantil pero discreta que la velocidad de tu ausencia, en el asiento vacío, es menor, siquiera mínimamente, que la tuya. Vas más rápido que el jet donde vas. Viajas dando pasos, aunque titubeantes y lentos, sobre la velocidad de la marcha.
Como un viejo marino, te orientas por cuatro tenues líneas de luz casi negra que a lo lejos trazan un rectángulo. Es la cortina que ocasionalmente aparta a la tripulación de los pasajeros. O la pantalla de un cine mudo y ciego. Y ahora, a medida que te acercas, un Rothko azul y negro que te regala el trasluz.
Al tacto desaparecen la pantalla y el Rothko; y la cortina, rígida, articulada, se convierte en un biombo. Abres como cenit la noche y como nadir el día. La luz destruye a la realidad. La oscuridad también. Vacilas entre ruinas.
La noche de los apagados a tu alrededor; el mediodía del 23C, cuyo sol se refleja en el creciente del libro; y la constelación 16B, dos huecos negros penetrantes que estuvieron al tanto de tu calistenia y tu bocanada, y que ahora seguramente atraviesan tu espalda, son tan frágiles como sueños. Quizá tú mismo, al trastabillar, entras en la duermevela de la viajera sin número que acabas de despertar bajo la guillotina de Sansón o entre los brazos de un amante casi olvidado, solo para entregarla a otro sueño, o al mismo, pero esta vez contigo, el ininterrumpido coqueteo afilado para ti, como un pulpo.
En su sueño, fantasmal Gallé o Marinot, la luz te rebana agua, te lamina corriente, traspasando el espesor reducido a burbuja; y de inmediato la sombra niega esa gota vacía, la sume en su abismo, negando la magia de las formas y colores opalescentes que bailan en la superficie.
Whisky en mano y dando tumbos, se complican las cosas cuando regresas a tu ausencia. Ahora vas desandando el turbulento camino de la velocidad. Tu paso es el mismo pero contrario a la dirección del vuelo. ¿Acaso vuelves más lento que el jet donde vas? ¿tanto que caes como un fósil en la memoria?
Súbitamente geológico, te bajas del 747 al tren que tomabas entre Penn Central y New Brunswick. Entonces la decisión de recibir o despedir el paisaje desde la ventanilla manchada de edificios y árboles y nubes dependía de tu estado de ánimo. Meditaciones del andén.
Casi siempre optabas por lo que iba quedando atrás, lo que retrocedía, la resaca del paisaje, como si eviscerado de colmos te vaciaras, pero sin jamás olvidar que ese espacio que dibujaba al pasado, y que no tenía fin, era parte, solo parte del varillaje del abanico de la velocidad, y que otro tanto, igualmente fugaz, vertiginoso, que preferías no confrontar, se te venía encima, traspasándote, como si fueras inmaterial, traslúcido, polvillo suspendido en la luz. Menos que un grano de arena o una burbuja. Un vacío en el vacío. Nada en la nada. Mucho menos.
2
El segundo, no el minuto. El minuto, no la hora. La hora, no el día. El día, no el mes. El mes, no el año. Lo humano es lo más breve.
Lo más humano es brevísimo. El instante, no el eón.
Y sin embargo, la memoria recoge al ayer como un fruto maduro y siempre verde, que siempre verde una y otra vez vuelve a madurar; lo exprime, siembra sus semillas, inventa sus sabores. Irresistibles tentaciones del pluscuamperfecto. Pretensiones geológicas. Fiebres de lo remoto.
Cuando no tiene que desempolvar sus archivos para recuperar algún recuerdo, y puede retomarlo en toda su frescura, como si fuera un paso que irreflexivamente lleva a otro, un peldaño que conduce a otro, más alto o más bajo, pero próximo, inminente, de secuencia inmediata, la memoria niega al tiempo, desmintiendo el curso de las aguas que van a dar a la mar con el puente que opone la fijeza al transcurso.
Creemos entonces que se trata de una mentira. Lamentablemente no es así. Y lo sabemos. El tiempo existe. Pasa. Nos humilla, nos ultraja, nos borra. Nunca lo ganamos. Ni siquiera lo perdemos. Porque no es nuestro. Nunca lo ha sido. Pero ¿cómo negar que también existen esos recuerdos que podemos clavar como estacas en su corazón vampiresco? Aunque el padre devorador permanezca ajeno y hostil, esos recuerdos nos afirman, acompañando a la mente que se desliza en las penumbras del pasado como la sombra que acompaña al cuerpo en la luz.
3
¿Cómo no concederle la razón a Nietzsche, de quien tanto se dice que la había perdido, cuando en el diálogo entre Zaratustra y el gnomo deja entrever que “toda verdad es torcida, el tiempo mismo es un círculo,” reiterando así lo que poco antes había llamado “el ansia del anillo?” Hay una eternidad a nuestras espaldas; y el instante, abierto como una puerta, se repite.
La historia no se escribe, ni siquiera se estrena, sin el mito. Quizá la ausencia de mitos compartidos condenó a Macedonio a escribir y reescribir una novela que apenas comienza recomienza y vuelve a comenzar. Versión extremada y apenas estrenada de la historia de nunca acabar, esta historia de nunca empezar, o siempre empezar, además de muchos prólogos y arranques en seco, consta nada menos que de tres tiempos matemáticos nuevos.
Pero el cuento sin acontecer, el tiempo no sometido a la medida del transcurso sino a la fijeza matemática, también tiene su historia. La empezó a relatar Zenón en el siglo V a.C. con sus célebres aporías. Desde entonces se han aportado nuevos capítulos, muy audaces algunos, todos o casi todos reñidos con el punto final; previsiblemente infinitos, esos capítulos descabellados y a veces decapitados siempre se quedan cortos ante la meta negada.
¿Quieres que te lo cuente otra vez?
Entre los precursores de Kafka figura uno de la antigüedad, Zenón; y entre los de Zenón, uno mítico, Tántalo. Este hijo mortal de Zeus, rey de Lidia, fue castigado en el Tártaro, lo más profundo del inframundo — el abismo del abismo, por así decirlo –, porque descuartizó a su hijo Pélope para ofrecerlo en un banquete a los dioses.
Resulta tan evidente como oscura la relación entre el descuartizado y el espacio infinitamente rebanado de Zenón; y entre el castigo de Tántalo y el permanente segundo lugar del veloz Aquiles en su carrera con la tortuga. La dinámica del tantalismo, que es la imposibilidad de alcanzar lo que su propia ansia aleja, definiendo con el hambre y la sed jamás saciadas lo inalcanzable, es el antecedente mítico de las matemáticas del eleata. El inútil afán de Tántalo se disfraza de números seccionados para negar el movimiento. Con flechazos y carreras Zenón paraliza la velocidad; astillando la unidad, quebrándola en un laberinto infinitesimal, afirma el Todo es Uno de Parménides.
Y sin embargo, a veces Aquiles alcanza a la tortuga. Excepcionalmente, casi milagrosamente. ¿Ejemplos? El tiempo recuperado por Proust al final de su odisea en la memoria; y la fusión del alma y Dios — Amada en el Amado transformada — durante la fase unitiva de la experiencia mística, luego de las difíciles fases previas, la purgativa y la iluminativa, representan dos coyunturas en que lo humano logra superar la tortuosa dinámica de Tántalo.
Al referirse a la memoria, San Agustín menciona lo que quizá constituya el paso inicial para la posible recuperación del tiempo perdido: uno recuerda que ha olvidado. El trabajo para convertir el recuerdo olvidado en olvido recordado, que implica abrir la memoria como archivo, suele ser arduo, pues muchos y casi insuperables obstáculos entorpecen el camino. Entre ellos el inconsciente, la represión, la culpa, los complejos reseñados por un discípulo a largo plazo de Agustín de Hipona: el nada santo Sigmund Freud.
Que el sueño sea uno de los instrumentos útiles para emprender la arqueología del yo y acceder al palimpsesto de la intimidad, a su oscuro libro de las revelaciones, sugiere cuánto hay de azaroso en el empeño. Solo el fortuito zigzag de un relámpago permite jalonar eslabones perdidos y reunir fragmentos dispersos. A ese fugaz imán lo tendríamos que llamar milagro al referirlo al yo místico y su encuentro con la divinidad.
¿Quieres que te lo cuente otra vez?
Podemos suponer versiones eufóricas del tantalismo, o de lo eleático, que nos ahorrarían la impotencia del rey castigado y la frustración del héroe. No se trataría de resolver siempre en vano ecuaciones lineales, de una causalidad regida por ineficaces estirones y fracciones agonizantes, sino de un movimiento gozoso rendido al azar o a una causalidad estrenada paso a paso por su propio impulso.
En vez de estar bajo el yugo de un punto de partida y una meta, en vez de la caricaturizada competencia olímpica de rivales contrastados y velocidad comparada, trazaríamos mil puntos en una órbita variable, cada uno centro de circunferencias alternantes, y enlazaríamos como parejas danzantes a Aquiles y la tortuga, a Tántalo y la fruta o el sorbo de agua; abarcaríamos las fronteras con la estética del horizonte de Emerson y el pathos de las distancias de Nietzsche; en tempo rubato y no a merced del metrónomo, amaneceríamos en un salón de danza, como aquella antesala del laberinto en el palacio de Cnosos cuyo mosaico incitaba al remolino, o nos filtraríamos con la luz a través de las cortinas de Proust, quien gracias a los celos supo traducir las aporías en emociones contradictorias y opresivas.
Y en suma — damos una vuelta por El mundo de Guermantes –, si es verdad que, en general, la dificultad de alcanzar el objeto de un deseo aumenta éste (la dificultad, no la imposibilidad, pues esta última lo suprime), sin embargo, para un deseo enteramente físico, la certeza de que ha de ser realizado en un momento próximo y determinado es apenas menos exaltante que la incertidumbre; casi tanto como la duda ansiosa, la ausencia de duda torna intolerable la espera del placer infalible, ya que hace de esa espera una realización innumerable y, merced a la frecuencia de las representaciones anticipadas, divide el tiempo en cortes tan menudos como lo haría la angustia.
Lo eleático es elástico. Geometrías a la deriva, laberintos psicodélicos, lo infinito y lo infinitesimal como matemáticas de una frustración y el movimiento frenético como stasis, son caras de una misma moneda, falsa según unos pero sucesivamente admirable, casi hipnótica en manos de prestidigitadores.
Escher y Kafka, con sus rompecabezas y pesadillas, que elastizan el espacio o el tiempo, pero también Carroll y Borges, inventores de espejos penetrables y alephs que caricaturizan las dimensiones, colocando circunferencias en el centro y lapsos en el instante, han poblado la imaginación con paradojas visuales y narrativas que recuerdan a Zenón.
¿Quieres que te lo cuente otra vez?
Al final de la novela el autor desautorizado refiere lo primero que hubiera hecho si se le hubiese dado siquiera el tiempo suficiente para realizar su obra, ésa que acabamos de leer. Tentativo, tentacular entramado de laberinto y celosía, Proust es prosa de Tántalo y Zenón hasta que, recuperado el tiempo luego de múltiples yos sucesivos — yuxtapuestos pero distintos, dice –, alcanza el Uno de Parménides. Las últimas líneas vuelven a ser las primeras. Idem: Paradiso. Solo entonces — sosiego del ritmo hesicástico, giro del palíndromo de oro que se alcanza a sí mismo — podemos empezar.
4
En el Tercer Libro de las Odas Horacio dibuja el creciente mapa de Roma con una sorprendente imagen de contracción: “Al caer los pilotes los peces sintieron cómo se empequeñecía el océano.” Con la navegación y las legiones se desorbitaba el imperio que colocaba su centro en todas partes, desbordando constantemente los límites alguna vez trazados por Remo para construir los muros de la ciudad. A toda vela, a marcha forzada, el centro se multiplicaba en una geometría a la deriva, crecía desplazándose como confín sin fin. Horacio, poeta oficial, celebra a César, pero en la extrañeza de la imagen parece sostener en vilo una premonición. Los caballos blancos con que Neptuno cabalga las olas, el propio dios, en aquellas velas hinchadas que tropiezan con nuevas realidades y las conquistan, midiéndolas, censándolas para someterlas al dominio romano, quedan como dentro de una pecera en el nuevo y riguroso orden trazado por compás.
Siglos antes, cuando se estableció el dominio de Macedonia, esa misma imagen mediterránea pudo haber expresado una premonición griega. Bucéfalo ya no le temía a su sombra y las conquistas de Alejandro dilataban los límites del mundo, pero el saber se distanciaba de la imaginación, la realidad de la ficción. En Atenas la idea sustentada en abstracciones y mitos cedía al análisis y la clasificación. Aristóteles sustituía a Platón, el inventario a la inventiva.
Momentos así, que al repetirse y sedimentarse obligan a aprovechar el día o proclaman que todo tiempo pasado fue mejor, están signados por la desesperanza o la nostalgia, sobre todo para quienes presienten agallas al ahogarse lentamente en la nueva dimensión. Durante el siglo V los renuentes a aceptar agallas, adornos de la sumisión, resistieron a Tales y la ciencia del siglo VI con invenciones que avanzaban de espaldas o a contracorriente en la novedad. Una respuesta implícita, acaso inconsciente, y que ya entonces reivindicaba a lo antiguo. Quizá a esa renuencia debemos la tragedia y las aporías.
5
En el último tercio del siglo XIX Nietzsche advierte que la tiranía de la ciencia y la verdad podría alzar el valor de la mentira. La advertencia será retomada poco después en un sorprendente diagnóstico de Wilde acerca de la literatura de aquella época, cuya banalidad se debería precisamente a la decadencia de la mentira como arte. De ahí el postulado que fue también su apostolado: la vida imita al arte. “¡Cuánto aborrezco esta propensión a lo verdadero — aquí el filósofo como eco anticipado del dandy –, a la realidad, a lo que no es sólo aparente, a la certeza!”
Al espolear el espíritu crítico, imprescindible para las negaciones que abrirán paso hacia fronteras aún desconocidas, en La gaya ciencia se vinculan los errores necesarios del pasado con verdades vigentes que los han superado dadas las exigencias de una nueva vida. Hay sin embargo un dejo irónico, melancólico en la afirmación: “tal vez entonces, cuando eras otro — siempre eres otro — aquel error te era tan necesario como las verdades actuales.” Estas, colegimos, acaso muy pronto caducarán, perderán su actualidad, engrosando la lista de sucesivas pifias de ese otro que siempre has sido y serás.
Una patología o un error del cuerpo explicarían la inspiración de los filósofos como disfraz inconsciente de las necesidades fisiológicas. El yo es otro — visionario en Rimbaud, permanente, casi fatídico en Nietzsche — queda atrapado entre la realidad, siempre aparente, y el miedo a la realidad. Al refugiarse en el idealismo, ese otro yo parece decir: la realidad a mí no me engaña; salida ésta que implica, según el filósofo, un engaño y un desengaño. “La filosofía griega — así contrapone a Tucídides con Platón — es la decadencia del instinto griego.”
6
Tras heredar la ciencia de Tales el nuevo siglo anticipa un anticlímax teutón en la melancolía de las cosas acabadas o la náusea de los postres. La física incipiente, que se apoya en la regularidad de la naturaleza para establecer el fundamento de los fenómenos observados, vaticina el ocaso de los dioses.
La intuible obsolescencia del aparato mítico, razonable para algunos pero seguramente alarmante para muchos, cava una zanja entre el conocimiento y las creencias. Una fosa común para el sentido común preponderante. El hombre se siente disminuido y más solo, atrapado entre la necesidad, cuyas leyes aún desconoce, y el azar que antes podía atribuir a las pasiones o los caprichos de los dioses.
Es entonces cuando algo del instinto griego se reafirma. Lo hace en la aporía, donde lo inexorable colinda con lo imposible como si lo imposible fuera realidad. Y lo hace en la tragedia al expresar una añoranza de la moira, un destino humano pero superior a lo humano y cumplido por designio divino. Inexorable como las fuerzas
naturales mas ajeno a ellas, el destino revela una naturaleza exaltada de leyes enigmáticas pero exclusivas, enaltecedoras.
Sófocles es un gemelo inverosímil de Zenón. Mise-en-scène de la aporía, la tragedia; y tragedia de números sin sosiego y ecuaciones sin salida, la aporía. Un laberinto matemático. Una tragedia en miniatura. Ambas excepciones de la regularidad reflejan y representan las trampas del destino. El error de ser. Colmo y cero de la razón.
7
Decides correr frente al espejo, hacia el espejo, contra el espejo, para comprobar tu propia versión, aun más desesperante y extrema, del rey castigado. La mirada como enfrentamiento del ser con la semejanza en el matemático signo de igualdad que es la superficie azogada. Pero en la embestida del cuerpo contra su imagen uno no se alcanza a sí mismo, ni siquiera cuando las partes, mitades irreconciliables, se precipitan al encuentro como dos caballeros en una implacable justa medieval. Dualidad en duelo.
Impaciente como un número non, llegas al igual a. Estás casi incrustado en ti mismo. En tu imagen como corteza. Doble, duro, macizo tu yo crustáceo. Puedes tocar la superficie del espejo, lamerla, restregarte contra ella, pero nunca alcanzarla, pues acoge el espacio que has dejado atrás a medida que lo vas dejando atrás; y lo profundiza, lo elastiza, advirtiéndote que el recorrido recomienza crecido, multiplicado, infinito.
Te balanceas como un equilibrista en la ecuación, te arrastras por un cateto contiguo como por el filo de un cuchillo, caminas de punta a punta la hipotenusa, corres una sucesión indefinida y continua de puntos sin dimensión de una sola dimensión, vuelas sobre los incesantes decimales del logaritmo neperiano, del pi, del casero 10 entre 3 o la indómita raíz cuadrada del 17. No sales del laberinto. Ni de tu asombro.
El cuerpo y la imagen nunca se funden. Esta es apenas una sombra más precisa, casi exacta, de aquél. Vacilas entre ambos, como si te hubieras escapado del carapacho y ya no fueras ni ésta ni aquél. Hay contacto poro a poro entre la piel y el vidrio. Pero la imagen no queda atravesada por el peso y el volumen que se acercan hasta pegarse allí donde recuerdan haberse ahogado alguna vez. El cuerpo no cae en la imagen. No hay caída. No hay abismo excepto en la superficie. Entre las superficies. Igual a = igual a. Vives la imagen como pesadilla. Como castigo. Un narcisismo de ida y vuelta. Una identidad frustrada.
8
De un castillo a otro: el laberíntico derrotero de los colaboracionistas franceses del 44 queda resumido en este título de Louis Ferdinand Céline que alude a otro, anterior, de un autor cuyo renombre lo ha convertido en adjetivo. Solo que lo kafkiano no remite a fracaso o derrota tanto como a frustración. La mise-en-abyme de Kafka para K y para quienes nos hemos tenido que identificar mil veces con K, es el desandar de muro en muro, de puerta en puerta, de centinela en centinela, haciendo antesala para secretarios, jueces y burócratas, como Tántalo casi a punto de saciar la sed y el hambre, o como Aquiles condenado a una milimétrica, nanométrica, infinitesimal separación. Un casi inalcanzable. La tortuga como tortura. Pesadillas de la postergación.
Mientras haya hombres en la tierra — reza la lógica de Zenón en El escudo de la ciudad –, habrá también el fuerte deseo de construir la Torre. En consecuencia, no debe preocuparnos el porvenir. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando, dentro de cien años el trabajo para el que hoy precisamos un año se hará quizás en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿a qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si valiera la esperanza de que la Torre quedara terminada en el tiempo de una generación. Esa esperanza era imposible. Lo probable era que la nueva generación, con sus conocimientos superiores, condenara el trabajo de la generación precedente y derribase todo lo construido, para recomenzar. Semejantes pensamientos paralizaron las energías…
En pocas líneas pasamos del mito a la filosofía, de Tántalo a Zenón, y quedamos atrapados en una cinta de Moebio o en un grabado de Escher. Subimos hacia abajo y avanzamos hacia atrás. El tiempo y el espacio se comprimen, o se multiplican, con un saldo inevitable: la parálisis. O la desaparición.
Hay una teoría de la ausencia en las entrelíneas capaz de anularnos casi imperceptiblemente, familiarizándonos poco a poco con el cero. El sistema decimal se presta para esta aproximación a la nada, ofreciendo irónicamente, como un reloj cada vez más acelerado, medidas para la ausencia.
El reloj se adelanta cien años para subrayar la creciente velocidad que justifica la también creciente parálisis. En ese siglo que se nos viene encima bastarán unos meses para cumplir la faena de un año. Hemos caído ya en el infinito fraccionamiento de Zenón. Le hemos dado una ventaja de cien años, o cien leguas, o cien metros, a la tortuga que en este caso es la Torre de Babel, aparentemente confiando en que tarde o temprano esa ventaja se borrará. No así. Nunca se construirá la Torre. Nunca ganaremos la carrera de obstáculos cuyas vallas somos nosotros mismos y una lógica tan absurda como irrefutable.
En Avatares de la tortuga Borges recoge la versión habitual de la segunda paradoja de Zenón. En ella la lógica diezmada se disfraza con el sistema decimal:
10 + 1 + 1/10 + 1/100 + 1/1000 + 1/10000…
Aquiles — recuerda el eleata porteño — corre diez veces más rápido que la tortuga. Por lo tanto, al cubrir los diez metros de ventaja que le ha dado, tiene que correr el metro adicional que ésta ha corrido en ese lapso, después el decímetro cubierto por ella a medida que él avanza ese otro metro, y luego el centímetro que prolonga su decímetro, amén del milímetro …
Lewis Carroll nos coloca de lleno en esta lógica paralizante hasta convertirnos en la velocidad en sí, como una polea frenética pero fija que no va a ninguna parte. Los lectores estamos en el segundo capítulo de A través del espejo y Alicia sobre un segundo escaque de un tablero de ajedrez.
Le encantaría jugar, ser siquiera un peón, aunque por supuesto — lo confiesa — preferiría ser reina. Dicho y hecho. O casi. La Reina Roja le sugiere correr hasta llegar al octavo escaque y coronarse. Así empieza la carrera.
―¡Más rápido! ¡Más rápido!, insiste a cada rato la Reina Roja. Ni trates de hablar. Solo corre.
Cuando, agotada, pregunta si ya casi han llegado a la meta, la reina le responde con un eco sarcástico.
―¡Casi llegamos! ¡Hace diez minutos la pasamos!
En la inflexión exclamativa el absurdo se revela como un Luis XVI en potencia. Tras el yo despótico, moi/ra en contracción, se vislumbran
posibles diluvios y probables guillotinas
―¡Más rápido! ¡Más rápido!
Y Alicia vuela o flota en el viento hasta que, exhausta, cae al piso que ya apenas tocaba con los pies. Solo entonces se le permite
descansar un momento. Perpleja, se da cuenta que ha permanecido bajo el mismo árbol, en el mismo sitio, a pesar del corre,corre.
―Aquí tienes que correr a toda velocidad para permanecer en el mismo sitio.
Alicia decide abandonar la carrera y confiesa que está muerta de sed. Entonces la Reina adivina lo que quiere y le da una galleta muy reseca que aumenta su sed. El mito de Tántalo y la paradoja de Zenón pasan así a la literatura infantil como por arte de espejo.
9
Sahrazad es la Alicia de Las mil y una noches.
Noche tras noche tiene que inventar cuentos para la noche del sultán. Cada cuento es un sueño y cada sueño suscita otro. Sacudiendo fantasías al borde del abismo, la odalisca inmóvil, ella también, a su manera, logra permanecer in situ. Así es como hay que contar aquí para no perder la cabeza, bien pudiera decir de su ejercicio, pues el sultán, como la Reina de Corazones que no tiene corazón, es amigo de las decapitaciones.
El incesante “Off with their heads!” atemoriza a Alicia. Sin embargo, en el llamado al degüello hay una oblicua solicitación del inconsciente, que induce a desprenderse de la lógica, de la razón, para participar de lleno en los juegos del extrañísimo país de las maravillas. Una invocación chamánica le mueve el piso, cambiándolo por un tablero de ajedrez, por ejemplo, y altera el sentido hasta el sinsentido, barajando lo habitual con lo insólito, trastocando proporciones y funciones, colocando lo alto abajo o en el medio y a las palabras en un improvisado diccionario de arbitrariedades.
En Las mil y una noches la amenaza cumple un papel similar. Destapa la imaginación, sustituyendo el acontecer cotidiano con fábulas que parecen sueños, que los provocan, los anticipan. Amenazada, la cabeza se suelta, rueda como un par de dados sobre las diarias y dóciles sumas de la tasación que seguramente aburren al sultán, y le regalan el infinito.
Con el 1001 los árabes atraviesan el espejo y le dan una noche interminable a sus noches. No deshojan margaritas, desgranan el desierto. Cuento incontable, los números se suman a las letras como sinónimo de infinito. El libro como celosía. 10 (mientras más ceros, más nada entre los unos, mayor y menor la distancia entre ellos) 01. Siempre idéntico, siempre otro, el tenaz capicúa cuenta las hechizantes decapitaciones que ponen las cartas sobre la mesa, o sobre una nube, y abren el juego.
Un matemático inglés, Charles Lutwidge Dodgson, supo leer el 1001 como aran los bueyes, de un uno a otro, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, descifrándolo en cosecha propia. Que lo haya hecho en un ejercicio titulado Lo que la tortuga le dijo a Aquiles nos ahorra el subrayar lo evidente. Carroll es una sombra de Zenón. El nonsense, una versión de las aporías.
Este diálogo acerca de la primera proposición de Euclides reproduce la célebre carrera mediante una perversa argumentación silogística. Aún no hay final a la vista. Ni por foto finish. La tortuga todavía le gana al guerrero. Pero ahora, además de racionada, la ventaja es razonada.
En su cuaderno el pobre Aquiles va anotando los pasos de la argumentación, que ya llegan a la inacabable cifra árabe que conocemos.
―Have you got that last step written down?, pregunta la tortuga. Unless I’ve lost count, that makes a thousand and one. There are several millions more to come…
Aquiles ni cuenta se da. Pierde y seguirá perdiendo siempre. Por una cabeza, como dice el tango. Lástima que no esté más dispuesto a perderla.
10
Narciso no vivió para contarlo. Alicia, sí.
La identidad que devasta, disuelve, aniquila; la que renuncia a los plácemes de la isometría y sume en la vertiginosa extrañeza del sueño o la imaginación; la identidad milimétricamente negada al rasero afán de mimetismo.
Alicia no llega a coronarse. Sin salto en zigzag, ni diagonal, ni recta frontal o lateral, escapa al cero, cayendo en su escaque, humilde trono de peón. Pese a su trajín, se desploma geométricamente en el punto de partida, lugar ajeno a las dimensiones, como toda utopía. La suya es una metamorfosis frustrada. A su manera vive el deseo de ser piel roja; y corre como caballo, torre, alfil, como el viento mismo, aunque no se disuelva sioux o apache en la velocidad, cumplido el capricho en demasía. Es una prefiguración de la teoría kafkiana de la ausencia, cuyo elenco comparten, además de muchos lectores de K y el evanescente piel roja, el artista del hambre, la mendiga de una anécdota narrada en carta a Milena de enero de 1922 recogida como parábola en las obras completas y el ratón de
Una pequeña fábula.
―¡Ay! ―decía el ratón―. El mundo se vuelve cada día más pequeño. Primero era tan ancho que yo tenía miedo, seguía adelante y me sentía feliz al ver en la lejanía, a derecha e izquierda, algunos muros, pero esos largos muros se precipitan tan velozmente unos contra los otros, que ya estoy en el último cuarto, y allí, en el rincón, está la trampa hacia la cual voy.
―Solo tienes que cambiar la dirección de tu marcha ―dijo el gato, y se lo comió.
El ratón desaparece en el hambre ajena como el artista del hambre desaparece en la propia. Al ratón le falla el instinto, que es la lógica animal. El artista del hambre, abandonado por el público como el volatinero de Nietzsche y luego olvidado por todos, se esqueletiza implosionando, moderno estilita, en su rara artesanía. Desbastado, el cuerpo se reduce a su oculto mármol hasta perderse como una escultura del olvido.
Hay algo de Houdini en Kafka. Coetáneos y complementarios, ambos dejan como legado perdurable sus metamorfosis y asombran por sus
desapariciones. Ciertamente éstas son de signos contrarios. Presagian una aterradora disyuntiva — lo abierto/lo cerrado, la libertad/el encierro — que durante el pasado siglo se expresó en episodios tan dramáticos como el muro de Berlín, Auschwitz y los gulags. K se esfuma en la pesadilla espiral del laberinto y el callejón sin salida; y H, como la hache muda, en escapes. Uno nunca tiene escapatoria, el otro siempre burla esposas, cadenas, candados, cuerdas, baúles, bolsas, hasta camisas de fuerza y ataúdes.
Quizá podamos aprender algo de ausencia por solo diez centavos. Un truco de prestidigitación de K, muy suyo por cierto, conmovedoramente suyo.
Una vez, cuando era muy pequeño, había conseguido una moneda de diez centavos y tenía muchos deseos de dársela a una mendiga que solía apostarse entre las dos plazas. Ahora bien, me parecía una cantidad inmensa de dinero, una suma que probablemente ningún mendigo había recibido jamás, y por lo tanto me avergonzaba hacer algo tan extravagante ante la mendiga. Pero de todos modos tenía que darle el dinero: cambié la moneda, le di un centavo a la vieja, y luego di la vuelta entera a la manzana de la Municipalidad y de la arcada, volví a aparecer como un nuevo benefactor por la izquierda, volví a darle un centavo a la mendiga, me eché nuevamente a correr y repetí diez veces la maniobra. (O tal vez menos, porque creo que en cierto momento la mendiga perdió la paciencia y desapareció.)
Primero, desaparece a la moneda, multiplicándola por 10. Apela pues al sistema decimal para prolongar la carrera, para alejar la meta, esa elusiva frontera que es otra meta/morfosis0 — en este caso, la cuenta, no el cuento, brevísimo y revelador. Al multiplicar la moneda — esa cantidad inmensa de dinero — dividiéndola por 10, K padece casi imperceptiblemente varias transformaciones. El magnate se convierte en pequeño filántropo; y éste, tras su aparición inicial, pasa a ser un nuevo benefactor. Con cada fulgurante reaparición, suponemos, el dadivoso se vuelve irreconocible.
Empieza entonces la persecución. En este avatar la tortuga es una mendiga. No se mueve de su puesto entre dos plazas, fija como el centro de un círculo que gira frenéticamente a su alrededor. Por la derecha, luego por la izquierda, una, dos, tres, acaso diez veces (o menos, seguramente menos, pues se pierde la paciencia), el insistente filántropo entrega uno a uno los centavos. Esa limosna, aunque K no lo supiera, la daba Zenón.
Caracas, 18 de junio 2010
Ferrer: hay un tipo que se llama Guillermo Farinhas que muere por tu culpa mientras tu comes mierda con estas zanacadas. Es bueno que lo sepas
Me aburrí antes de llegar al número 2
Puff., o yo soy muy bruto o es demasiada la cultura que desborda, pero la leer “la limosna infinita” me produce malestar incomprensible . Es algo de locos. ¡Si alguien comprende que lo diga!
Que prodigos somos los Cubanos, somos mas los escritores que Cubanos habemos. Todos somos escritores.
este ensayo, interesante por cierto, es lo que llamo un pataleo literario. es el drama de la ignorancia queriendo derrotarse a si misma. y en efecto no hay meta aunque querramos alcanzarla y acabemos por morir mucho antes, porque el sentido común poco tiene que ver con el funcionamiento del mundo. nuestra moneda de cambio es un estrecho y ambiguo sentido común, la realidad nos devuelve otra historia bien distinta que nos deja estupefactos. como resultado inventamos toda una sarta de discursos incongruentes como el que nos ofrece el autor. pero no lo demerito porque no le queda otra que “enturbiar las aguas para que parezcan profundas”. la física NO “vaticina el ocaso de los dioses” sino el de la ignorancia y las aporías (“el instinto griego”, según el autor) habitaron y habitarán el alma de los filósofos porque el tiempo de los hombres es finito. en cambio para el tiempo de la existencia humana la ignorancia es tan “eterna” como el conocimiento, no hay dioses. por suerte, aunque algunos crean que por desgracia, nos he dada una “limosna infinita” al penetrar el por qué de las cosas.
saludos
Alguien sabe si este señor ha publicado en algún otro lugar descontando el periódico de Guantánamo y el blog de Ferrer?
Fidel, ahí viene el coco, como dice el abuelito para que el nene se porte bien; habla del fin del mundial y ya estamos claros que no está confundido sobre el fin del mundo, me puedo quitar el sombrero con su astucia en la política, el asunto es por donde le entra el agua al coco, claro al coco fariñas.
Resolución de la ONU, movimiento de tropas, solo falta la opinión publica para créele, a no ser que en Irán sean locos de verdad y no cara de palos como todos lo fanáticos, en este caso es verdad que viene el coco, y se muere el Coco también, los dos.
….no te merecen jorge…tratas de llevar algo de cultura a estos animalitos de la creacion y mira con lo que te salen…pero tu tambien tienes parte de culpa porque la cultura no tiene porque ser tan aburrida…el ladrillo ese que te envio tu amigo y que tu con tanto entusiasmo publicaste le gana de a calle a la famosa contadera de ovejas para combatir la falta de sueño…
de donde coño habré sacado ese “he”? si HDR me agarra!
Estimado ENCICLOPEDISTA, tu seudónimo explica tu sed bibliográfica. Si tu pregunta iba en serio, la respuesta que buscas es la siguiente: Armand ha pulicado libros en Venezuela, México, España, EEUU y Argentina, en editoriales como Pre-Textos, Monte Ávila, Lumen Books, etc. Hay planes de publicarlo artesanalmente en La Habana por iniciativa de jóvenes poetas que admiran su obra. Ha despertado el interés crítico de Octavio Paz, Severo Sarduy, Cabrera Infante, Lorenzo García Vega, Stefen Baciu, entre otros.
No es extraño que su escritura suscite tanta desazón, su obra repite el fuego de Alejandría y amenaza con devorar nuestros más sedimentados hábitos lectores. Transcribo un poema suyo para invitarte a concer su obra, pero te advierto que ella enturbiará productivamente todo conocimiento “enciclopédico”.
CARACOL
Te acuestas en mi piel
Mi piel Sueña
Bailas en mi lengua
Mi lengua canta
Te desnudas en mi oído
Oigo el fondo del mar
(1995)
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