Cubanos anónimos

- 26/12/11
Categoría: Exilio, Invitados, Literatura
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Mi predilecto amigo Octavio Armand (Guantánamo, 1946) me envía este texto en los últimos días del año. ¡Que vaya manera de cerrarlo!

Regalo mayúsculo de Armand, como otros tantos que me hace a veces para los lectores de este blog, yo el primero. (Rastreen otras presencias de Armand en ETDLV utilizando la casilla de búsqueda a la derecha.)

Octavio Armand es autor de los volúmenes de poesía Piel menos mía (1976), Cómo escribir con erizo (1978), Biografía para feacios (1980), Origami (1987) y Son de ausencia (1999), entre otros. Sus ensayos más recientes aparecen en sendos libros: El pez volador (1997) y El aliento del dragón (2005). Clinamen, su último libro de poesía fue presentado en Caracas, donde reside, el pasado 7 de diciembre. Armand fue director de la revista escandalar, uno de los proyectos editoriales más relevantes del exilio cubano.

 

Cubanos anónimos

Por Octavio Armand

—Soy cubano.

Debería confesarlo tal cual, con esa escueta frase.

Debería hacerlo, cabizbajo, melancólico, en una de esas reuniones casi mudas, como fiesta de deprimidos, donde quienes se atreven a reconocer el vicio que los somete y humilla toman la palabra con tal de no tomar otro trago; y otra vez convictos y confesos se levantan para resistir un día más la terrible tentación, apoyándose en la comprensión tácita, inmediata, ajena pero cómplice, autorizada por el idéntico mal.

Ser cubano es una manera de estar solo.

Ser cubano, como me ha tocado serlo, ha sido una vocación tan difícil como la poesía.

La cubanía es un saber lacerante.

Un saber de sacrificio y exilio.

Escrito es Cristo, he dicho.

Y he dicho: escaparse es caparse.

La separación de la palabra como biografía sucinta. De tantos. De tontos. De todos. El verbo, un espejo que nos taja. Somos azogue desparramado. Asomos de guillotina, seppuku.

Cada punto y seguido, un punto y aparte.

Quizá por eso, al cabo de dos exilios que suman más de medio siglo, me siento más guantanamero que cubano.

Al cabo de dos exilios que suman más de medio siglo resulta menos doloroso ser guantanamero que ser cubano.

Más que la patria insolente, o la patria indolente, prefiero recordar las calles de un pueblo, una playa, unos amigos. Un lugar que juega, que conversa, que ríe, que piensa, que siente. Que todavía sueña.

Juego a los escondidos en la infancia, que es un buen sitio para esconderse. Hasta para asilarse.

Machacaron mi niñez como un diente de ajo. Con mi asombro amolaron sus colmillos y adobaron su festín. ¡Buen provecho!

Yo fui su canción, como dice el Viejo Testamento.

Es desde aquel niño que fui que los maldigo. Yo quizá podré perdonarlos; él, ¡nunca!

A Céspedes le dan un golpe. Sin haber llegado al poder, se lo quitan. Un golpe de estado al embrionario estado en la manigua. Y seguramente fue un cubano, un práctico muy práctico, quien llevó a los españoles que lo mataron hasta la escondida ranchería de San Lorenzo.

Praxis ya habitual: a Martí lo remata un cubano.

Y en el 59 se derrota una dictadura para imponer otra.

Y en el 59 se regresa de un exilio para comenzar otro.

Y durante la insurrección se execra a los delatores — los chivatos, los 33.33, como se decía entonces –, solo para institucionalizar las delaciones a raíz del triunfo. Pues desde entonces ser patriota y revolucionario implica delatar. Es una obligación ser chivato. Hay que ser práctico. Hay que llegar a San Lorenzo. Hay que rematar a Martí.

Y de haber sobrevivido, los héroes que cayeron combatiendo una dictadura hubieran caído combatiendo la siguiente. Hubieran muerto para morir de nuevo. Una y otra vez. ¿Y cuántas veces, pregunto, cuántas veces tendrán que morir los mártires para que unos vivos levanten pesadillas sostenidas con el silencio de las tumbas y consignas y discursos cebados en huesos?

El cubanísimo sueño de la nieve en el trópico se cumplió con la sovietización de Cuba.

Losa fría, tanta nieve.

Muda y moda del poder, el más reciente opio de los pueblos: una utopía embutida como pobretona versión laica del Paraíso.

Y de la realidad, ¿qué?

Y de mis veinticuatro horas diarias, ¿qué?

Digo tierra que no piso
Digo pasado que no pasa
Digo patria
Nunca nada cero
Negaciones omisiones exclusiones

No solo vivo encaramado en un mapa, en el apurado retrato de la patria, nadando o paseando en sus toponímicos como si fueran ríos o jardines, sino que lo hago circunscrito a un tiempo específico, el pasado, la única y ya remota época en que fui territorialmente cubano. O sea, vivo atrapado entre las manecillas de un reloj que no funciona, un calendario que es una ruina, un pasado parado que en mi caso corresponde a la infancia y la temprana adolescencia. Difícil, amarga compensación la de este anclaje que redobla la exclusión, que excluye hasta de la exclusión; lo cual exige un esfuerzo sobrehumano para fechar los días, un esfuerzo verdaderamente prusiano al Proust criollo que pretenda la recuperación del tiempo perdido del espacio también perdido.

Fuera del territorio y por supuesto fuera de la historia, por lo menos de la que transcurre allá, floto en el paisaje ausente como en un saco amniótico.

Preguntas en la intemperie

Ante los demás:
—¿Estoy aquí?
Ante el espejo:
—¿Soy yo?

A mi padre lo enterramos bajo la nieve neoyorquina; mi madre fue incinerada en el trópico, sus cenizas luego pasadas de contrabando al norte y colocadas junto a los restos de mi padre. Vivo y moriré lejos de esas cenizas y de esos huesos, que son míos, y que han sido arrancados a quien de niño le prometieron la sombra de su linaje. En vano aprendida, una lección del pueblo: atender a los abuelos, cuidar a los antepasados, convivir con los muertos, visitarlos, mantener pulcras las sepulturas del cementerio San Rafael de Guantánamo. Blanquísimas sepulturas que quizá ya han sido vaciadas, para que también los muertos conozcan el destierro. Para que mueran otra vez, mártires de más muerte.

—Es como si me arrancaran el esqueleto, me digo impotente ante la dispersión de los restos, como si le faltaran a mi propio cuerpo. Luego recuerdo los términos crustáceos que alguna vez soñé para el exilio: los exilados somos cangrejos lanzados a la corriente de un río para que, al alejarse, alejen las enfermedades móviles que aquejan a nuestros pueblos.

Y eso extrañamente me sirve de consuelo: los huesos de mis padres, de mis abuelos, dispersos, distantes, me protegen. Es como si los llevara por fuera. Son mi horizonte, cada vez más vasto. Miembro de una nueva especie, he logrado desarrollar, en la más absoluta intemperie, un exoesqueleto.

El exilio como apo/geo: desprenderse, alejarse de la tierra.

Sol excéntrico: Martí. De orto en occidente y ocaso en oriente, pues la estrella que ilumina y mata — y se mata — nace en La Habana y muere en Dos Ríos. En el exilio, su apo/geo político; en la manigua, entre Playitas de Cajobabo y Boca de Dos Ríos, su apo/teosis. Diástole y sístole del corazón arrancado que todavía está entre nosotros.

Esponja, absorbe la naturaleza que lo rodea: colores, sabores, sonidos, aromas añorados durante décadas; también la bravura de quienes lo honran con su respetuoso cariño, héroes grandes o anónimos hasta que él los nombra.

Esponja, se vacía. Y prueba como un fruto más el fuego, la batalla. Exaltado por todo y por todos — o casi todos –, asume gozoso el marti/ rio. Domingo de Ramos y Viernes Santo, un solo día. Del 11 de abril al 19 de mayo del 95, un solo día. Un instante.

Es la patria es ara, es sé desaparecer, es téchcatl. ¿Acaso se formó, preguntamos, no en la lectura de los clásicos españoles, sino en un clásico japonés, El código del guerrero? Como un samurai, quien pide guerra sin odio tiene que mostrarse capaz del autosacrificio. Harakiri, sepukku, sepulcro, sepultura, versos nada sencillos. Nada libres.

Lección de geografía: todos estamos presos en la isla, unos dentro, otros fuera. El mar lo llevamos en la sangre, la tierra en el pellejo, como una piel de zapa. Mar/ tierra, Martí erra. Regresa en el 95 como a una tumba. Se entierra él mismo. En sí mismo. En la manigua. En un jarrito de café. En la mirada de otro condenado a muerte, el negro Masabó.

Lo carcelario, como las monedas, tiene dos caras. Una geográfica: dentro/ fuera del territorio; otra, histórica: antes/ durante el presente negado.

Cárcel en el espacio, cárcel en el tiempo.

Cara o cruz, igual perdemos. Pero nunca la partida, que es lo único que se juega. Que se gana.

¿Pero acaso es posible huir en el tiempo? ¿Asilarse en alguna época pasada o futura, y que siempre resulta ajena? Así solo se acentúa la desterritorialización.

La nostalgia es una contracción del ánimo. Apuesta a ser compensatoria y no lo es.

Precariedad del presente: buscarse en Nueva York, o Caracas, en sabores, parajes, acentos, que no devuelven la imagen. Que la secuestran. Todos vivimos enterrados o insepultos en espejos rotos o empañados, espejismos, semejanzas engañosas, distorsiones.

Los de fuera, condenados al pasado, reos de la nostalgia; los de dentro, condenados al futuro, reos de la utopía.
Un tiempo ya caduco, que pasó; y otro que por definición no existe. Y que jamás existirá.

Todos vivimos o sobrevivimos el presente como desamparo. El tiempo como contracción. La intemporalidad como intemperie.

Hay una excepción, por supuesto. Un ser excepcional. Pasado, presente y futuro le pertenecen exclusivamente a él, que ha venido desde la diestra a juzgar a vivos y muertos con su calendario reescrito a la medida.

El neonato, el momificado, el viviente.

El simultáneo. El ubicuo.

—¡Solo a mí!, repite. ¡Ni a Céspedes! ¡Ni a Martí! ¡Solo a mí! ¡A mí! ¡Y a mí mismo! ¡La historia no absolverá a nadie más! ¡A nadie más!

Implacable, la escribe. Para sobrevivirla. Para cerciorarse de la absolución. Pero también la dicta, por si acaso.

—¡Otros cincuenta años de pasado para ti!

—Y tú no te rías, ¡idiota! ¡Otros cincuenta de futuro para ti!

Y adentro, afuera, siempre, la sentencia se cumple.

¿Nunca habrá indulto? ¿Nunca perdón? ¿Nunca justicia?

Nuestras revoluciones son como borracheras. Lo único que dejan es una resaca; la última ha durado más de cincuenta años.

Y nuestra historia ya parece una parodia del Apocalipsis de Juan.

Ni Céspedes, ni el Apóstol, ni el Titán de Bronce, la escriben.

Ni la suma de fracciones de héroes, ni la tabla de multiplicación de mártires, ni los encarcelados, ni los exilados, ni los guajiros, ni los estudiantes, la escriben.

Ni tú ni yo la escribimos.

La sangre es nuestra pero la pluma es de Kafka.

Y no se escribe: se borra.

Y no absuelve a nadie. Ni a los niños.

Caracas, 22 de noviembre 2011

(Ilustración: Luis Cruz Azaceta, The Crossing, 1991)

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Armand: La limosna infinita

- 06/07/10
Categoría: Invitados, Literatura
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Pocas ocasiones más gratas que el recibo de un texto acabado de salir de las teclas que anotan, párrafo a párrafo, página tras página, la obra de mi estimado Octavio Armand (Guantánamo, 1946). Como suelen llegar acompañados de su generoso ofrecimiento a compartirlos con los lectores de ETDLV, el placer es aún mayor.

Porque compartir con ustedes un ensayo inédito de Armand es, créanme, un privilegio.

Concédanle su tiempo ―también del tiempo y sus hipostasis se ocupa este texto.

Conozco pocos escritores cubanos vivos que nos reciproquen esa donación con la munificencia que lo hace Armand.

Más sobre Octavio Armand, aquí y aquí.

La limosna infinita

Por Octavio Armand

1

En la oscuridad, mientras los demás duermen, todos excepto el lector del 23C y la insomne del 16B, recuerdas el caballo de Troya. Te rodean, devaluados por la comodidad y la rutina inclemente del turista, los héroes griegos. Sin épica ni tragedia, solo un improbable accidente y la certeza del jet lag amenazan las horas. El aburrimiento es el único troyano a vencer.

―¿Había salidas de emergencia en el caballo? ¿colchas? ¿almohadas? Las preguntas sugieren hacer apuestas, rodar dados, inventar juegos. Te levantas, te estiras, bostezas, decides pedir un trago.

Al desplazarte como un punto por el pasillo euclidiano hacia el bar, donde al pie de la cabina la diligente azafata prepara otros vuelos y aterrizajes, adviertes que tu asiento, vacío, va a una velocidad y tú a otra, mayor, siquiera mínimamente.

―¡Es cierto!, te dices al constatar con una satisfacción infantil pero discreta que la velocidad de tu ausencia, en el asiento vacío, es menor, siquiera mínimamente, que la tuya. Vas más rápido que el jet donde vas. Viajas dando pasos, aunque titubeantes y lentos, sobre la velocidad de la marcha.

Como un viejo marino, te orientas por cuatro tenues líneas de luz casi negra que a lo lejos trazan un rectángulo. Es la cortina que ocasionalmente aparta a la tripulación de los pasajeros. O la pantalla de un cine mudo y ciego. Y ahora, a medida que te acercas, un Rothko azul y negro que te regala el trasluz.

Al tacto desaparecen la pantalla y el Rothko; y la cortina, rígida, articulada, se convierte en un biombo. Abres como cenit la noche y como nadir el día. La luz destruye a la realidad. La oscuridad también. Vacilas entre ruinas.

La noche de los apagados a tu alrededor; el mediodía del 23C, cuyo sol se refleja en el creciente del libro; y la constelación 16B, dos huecos negros penetrantes que estuvieron al tanto de tu calistenia y tu bocanada, y que ahora seguramente atraviesan tu espalda, son tan frágiles como sueños. Quizá tú mismo, al trastabillar, entras en la duermevela de la viajera sin número que acabas de despertar bajo la guillotina de Sansón o entre los brazos de un amante casi olvidado, solo para entregarla a otro sueño, o al mismo, pero esta vez contigo, el ininterrumpido coqueteo afilado para ti, como un pulpo.

En su sueño, fantasmal Gallé o Marinot, la luz te rebana agua, te lamina corriente, traspasando el espesor reducido a burbuja; y de inmediato la sombra niega esa gota vacía, la sume en su abismo, negando la magia de las formas y colores opalescentes que bailan en la superficie.

Whisky en mano y dando tumbos, se complican las cosas cuando regresas a tu ausencia. Ahora vas desandando el turbulento camino de la velocidad. Tu paso es el mismo pero contrario a la dirección del vuelo. ¿Acaso vuelves más lento que el jet donde vas? ¿tanto que caes como un fósil en la memoria?

Súbitamente geológico, te bajas del 747 al tren que tomabas entre Penn Central y New Brunswick. Entonces la decisión de recibir o despedir el paisaje desde la ventanilla manchada de edificios y árboles y nubes dependía de tu estado de ánimo. Meditaciones del andén.

Casi siempre optabas por lo que iba quedando atrás, lo que retrocedía, la resaca del paisaje, como si eviscerado de colmos te vaciaras, pero sin jamás olvidar que ese espacio que dibujaba al pasado, y que no tenía fin, era parte, solo parte del varillaje del abanico de la velocidad, y que otro tanto, igualmente fugaz, vertiginoso, que preferías no confrontar, se te venía encima, traspasándote, como si fueras inmaterial, traslúcido, polvillo suspendido en la luz. Menos que un grano de arena o una burbuja. Un vacío en el vacío. Nada en la nada. Mucho menos.

2

El segundo, no el minuto. El minuto, no la hora. La hora, no el día. El día, no el mes. El mes, no el año. Lo humano es lo más breve.

Lo más humano es brevísimo. El instante, no el eón.

Y sin embargo, la memoria recoge al ayer como un fruto maduro y siempre verde, que siempre verde una y otra vez vuelve a madurar; lo exprime, siembra sus semillas, inventa sus sabores. Irresistibles tentaciones del pluscuamperfecto. Pretensiones geológicas. Fiebres de lo remoto.

Cuando no tiene que desempolvar sus archivos para recuperar algún recuerdo, y puede retomarlo en toda su frescura, como si fuera un paso que irreflexivamente lleva a otro, un peldaño que conduce a otro, más alto o más bajo, pero próximo, inminente, de secuencia inmediata, la memoria niega al tiempo, desmintiendo el curso de las aguas que van a dar a la mar con el puente que opone la fijeza al transcurso.

Creemos entonces que se trata de una mentira. Lamentablemente no es así. Y lo sabemos. El tiempo existe. Pasa. Nos humilla, nos ultraja, nos borra. Nunca lo ganamos. Ni siquiera lo perdemos. Porque no es nuestro. Nunca lo ha sido. Pero ¿cómo negar que también existen esos recuerdos que podemos clavar como estacas en su corazón vampiresco? Aunque el padre devorador permanezca ajeno y hostil, esos recuerdos nos afirman, acompañando a la mente que se desliza en las penumbras del pasado como la sombra que acompaña al cuerpo en la luz.

3

¿Cómo no concederle la razón a Nietzsche, de quien tanto se dice que la había perdido, cuando en el diálogo entre Zaratustra y el gnomo deja entrever que “toda verdad es torcida, el tiempo mismo es un círculo,” reiterando así lo que poco antes había llamado “el ansia del anillo?” Hay una eternidad a nuestras espaldas; y el instante, abierto como una puerta, se repite. Continúe leyendo… »

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Médicos cubanos exiliados ante el terremoto en Haití

- 20/01/10
Categoría: Invitados | Etiquetas:
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Estos días las cámaras nos traen la desolación de los haitianos y el paisaje del desastre en ese país.

También los esfuerzos de rescatistas y médicos que intentan ayudar a una población desesperada y hambrienta. Sobre el terreno y desde las sedes de muchas organizaciones no gubernamentales se preguntan si acudir ya a Haití o esperar a que los dispositivos militares y policiales pongan orden en el país. Entretanto, la situación empeora.

Por eso me impresionó la iniciativa de Ana Zilma Miranda, una doctora cubana residente en la República Dominicana, quien organizó una pequeña expedición a Haití por su cuenta y riesgo.

Ana Zilma ha tenido la gentileza de escribir esta breve crónica de su viaje para los lectores de El Tono de la Voz, gesto que le agradezco.

Pequeño texto para demasiadas emociones

Por Ana Zilma Miranda

La decisión fue repentina; cosas así no hay tiempo de pensarlas. Al otro lado de la frontera Haití se hundía en su más absoluta miseria. No contaba en ese momento con medios, ni siquiera con la estructura necesaria para el desplazamiento hacia Puerto Príncipe. Sólo podía unirme a alguno de los grupos que salían desde Santo Domingo. Después de llamar a muchas instituciones, ONGs y embajadas, encontré la solución en la Cámara de Comercio Dominico Haitiana. A través de ellos podría conseguir traslado y me sugirieron crear una brigada de médicos. Apenas contaba con ocho horas para preparar todo el equipo. Saldríamos a las 9:00 AM desde la sede de la Defensa Civil.

No era sencillo convencer a cualquier persona para sumarse al grupo: las condiciones en la región y la premura de la convocatoria no me ayudaban. No obstante, pude reunir a dos médicos más: Ernesto García, cubano, e Ingrid Camargo, colombiana. En calidad de paramédico nos asistiría Mauricio Torres, esposo de Ingrid y colombiano también. Viajaríamos por vía terrestre hasta la frontera dominico-haitiana en un convoy con unos 20 bomberos dominicanos, Aldeas infantiles SOS y un grupo de rescatistas españoles o Topos. Bajo nuestra custodia llevábamos dos camiones y un furgón repletos de ayuda humanitaria recogida gracias a las donaciones hechas por dominicanos.

Salimos finalmente a las dos de la tarde y al llegar a la fortaleza militar de Jimaní nos encontramos los primeros anuncios del caos imperante en la región. La MINUSTAH (Misión de Naciones Unidas para la estabilización en Haití) no ofrecía protección y los asaltos a los convoyes ya estaban a la orden del día. El responsable del grupo de rescatistas españoles me comunica que ese día habían matado a tres cooperantes y que ellos habían decidido no entrar a Haití con todo el equipo: solamente irían los más entrenados.

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Tenía que tomar la decisión correcta, no sólo por mí que soy madre y dejaba en casa a mi hija esperando mi regreso, sino porque era la responsable del grupo que me acompañaba. No voy a negar que por largos minutos titubee, pero el apoyo que recibimos de Rafael Hernández, un haitiano-canadiense, y su expresión de máxima angustia fue el detonador para seguir adelante. Esa noche dormimos en el suelo de un hotel en Jimaní, esperando la apertura del puesto fronterizo.

Finalmente salimos, aunque en grupo reducido, los médicos, algunos bomberos y los camiones. Nuestra zona de trabajo era la comunidad Saint Marie en Canape Vert donde nos esperaban miles de damnificados que sólo contaban con la ayuda de una enfermera y unas pocas medicinas. En el camino pudimos comprobar que Puerto Príncipe había sido reducido a escombros y que las pocas edificaciones que quedaban en pie estaban maltrechas e infinitamente inseguras. Cientos y cientos de personas se congregaban en los espacios abiertos por el temor a las réplicas que aún continuaban repitiéndose y tratando igualmente de apartarse del hedor de los cuerpos en descomposición, algo que les resultaba prácticamente imposible.

Llegamos extenuados después de un viaje tan accidentado y de inmediato improvisamos un área de cuidados médicos. No puedo recordar a cuántas personas asistimos, tanto niños como ancianos. Las heridas abiertas, la infección esperada luego de tres días de no haber recibido atención. El hambre, la desesperación de la gente por no poder rescatar los cuerpos de sus muertos, la escasez de agua y la vida que se paralizó totalmente en un país que de por sí ya estaba parcialmente paralizado, era el panorama reinante. No veíamos labores de rescate y las tropas norteamericanas concentraban sus efectivos en la custodia del aeropuerto ―el cual decidieron manejar a su antojo― y de su propia embajada. Muchos de los cooperantes internacionales decidieron retirarse por la falta de garantías para su seguridad.

Brindamos todo nuestro esfuerzo, en la medida en que pudimos, pero dejamos atrás un país desolado y con muy pocas posibilidades de recuperación. A cambio nos llevamos miles de sonrisas y un insistente Merci, Merci, Merci.

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