Un sueño fugaz: Rusia 25 años después de la desaparición de la URSS
Jorge Ferrer - 04/01/17Categoría: Poscomunismo, Rusia, Transición

Este pasado mes de diciembre se cumplió el XXV aniversario de la desaparición de la URSS. Por encargo de la redacción de la revista Letras Libres escribí este texto sobre el suceso, que pueden leer en la edición del mes de diciembre de la revista para iPad.
Pueden descargar la aplicación Letras libres desde iTunes por unos 3 euros u obtenerla gratis en la App Store. Ya dentro del número del mes de diciembre, han de abrir la sección Convivio y el acápite El derrumbe de la utopía.
La que publico aquí es una versión con bonus, porque es la original, no editada para ceñirme a los rigores del espacio que me concedieron allí. Es un regalo especial para los lectores de ETDLV, para ustedes. Es lectura breve, pero les garantizo que la agradecerán.
(Disclaimer: Hace meses que no publicaba aquí, mea culpa, y ahora WordPress no me permite subir imágenes. Les debo haberlo ilustrado, pues.)
Un sueño fugaz
Jorge Ferrer
Al hotel StandArt, un imponente edificio marcado con el número dos del Bulevar Strastnoi, en un lateral de la plaza Pushkin, se accede a través de un modesto lobby con la mesa de la recepción a la izquierda, el ascensor al fondo y un suelo que parecería el de un edificio bizantino, de no ser por las graciosas volutas art decó que lo adornan. Un ascensor exterior y con vistas al interior de la manzana, sube al huésped, o a quien acude a tomar una copa hasta el bar instalado en la azotea. Arriba lo esperan solícitos camareros y vistas privilegiadas a la plaza y la calle Tverskáya, la antigua calle Gorky, una de las arterias principales del lujo poscomunista de Moscú. Perfectamente insonorizados los estrechos y largos corredores retrofuturistas del StandArt, quien se mueva por el interior del suntuoso albergue que forma parte de la red Design Hotels –unos 250 establecimientos exclusivos en todo el mundo-, apenas percibirá ruido alguno, más allá de ese sordo cuchicheo que habita los pasillos de todos los hoteles del mundo.
Pero si el visitante estuviera avisado, si al entrar al elegante hotel StandArt, eficazmente dirigido por un español y en cuyos fogones pontifica divinamente el chef Ángel Pascual, cuyo antiguo restaurante en Prats de Lluçanès, Cataluña, ostentó alguna estrella Michelin, tal vez podría percibir el ensordecedor rugido del pasado reciente de ese edificio, el mismo que albergó la redacción del semanario Novedades de Moscú en la segunda mitad de la década de los ochenta, el mascarón de proa de la glasnost, el rompehielos que se erigió, bajo la batuta de Yegor Yákovlev, en el heraldo de la buena nueva del fin del comunismo en la URSS. Un emplazamiento ideal para la redacción del periódico de la glasnost: en la plaza Pushkin, donde se alza la formidable estatua de bronce del poeta ruso por antonomasia, se inauguraron, en el trepidante ocaso del comunismo y los locos años noventa, la primera cafetería MacDonalds, el emblemático casino Caro y las discotecas Utopía y Shangri-la, de cuyo bautizo, en pleno desmontaje del sistema soviético y en medio del caos de las privatizaciones, los oscuros negocios piramidales y la violencia mafiosa, parece haberse ocupado alguien con mucho sentido del humor.
Un pasagge muy moscovita el de ese edificio, un salto alegremente poscomunista. En los mismos salones donde un puñado de valientes redactores, un genuino pelotón de adelantados, protagonizó la gesta de abrir la prensa soviética a la discusión sobre el pasado, dar voz a los disidentes y los exiliados después de décadas de ostracismo y silencio, enseñar a millones de lectores el abecé del ejercicio de una democracia por la que clamaban a voces, se solaza hoy la Jet set moscovita e internacional. Entre los mismos muros que acogieron los encendidos debates que pusieron fin al Antiguo régimen, transcurre hoy la dolce vita de la nueva clase acomodada a la devaluación de la democracia practicada por Putin en sus diecisiete años gobernando el país, cuatro de ellos con Dmitri Medvedev haciendo las veces de presidente.
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El acto que consagró la disolución de la URSS no tuvo lugar en la capital del imperio soviético. No fue en un suntuoso palacio de Moscú o San Petersburgo donde se echó el cierre al país que se ufanaba de ocupar la sexta parte de la tierra firme del planeta. Tampoco en flamantes oficinas de jerarcas del partido o el gobierno, en salones ministeriales, cuarteles generales o, puestos a dotar el acto de la mayor solemnidad, en las salas de San Jorge o San Andrés, del palacio del Kremlin. Bien al contrario, el acto que Vladimir Putin ha llamado «la mayor catástrofe geopolítica del siglo» tuvo lugar en un pabellón de caza ubicado en los confines del país, a escasos kilómetros de la frontera con Polonia por la que, según las malas lenguas, los conjurados pensaban escapar si corrían a arrestarlos. En medio de un bosque milenario, Bélaya Vezha o Bialowieza, habitado por urogallos y los últimos bisontes europeos y bajo la coqueta linterna que remata la estructura clásica del pabellón de caza, el 8 de diciembre de 1991 se consumó la implosión del sistema político soviético, se declaró el fin de un imperio que, según un viejo chiste de los años de Brezhnev, funcionaba al revés, pues en lugar de ser la metrópoli la que saqueaba las riquezas de sus colonias, eran estas quienes vivían esquilmando a la metrópoli. Han transcurrido 25 años desde entonces.
En el pintoresco paisaje del poscomunismo ruso, el líder de la banda de moteros más famosa de Rusia, Los lobos de la noche, es amigo del presidente, recibe condecoraciones otorgadas por este y sirve de ariete al nacionalismo. Fue a ese personaje, conocido como El cirujano, a quien Putin, que con los años ha abandonado el perfil de funcionario huraño y tímido para vestirse con un traje de pensador amateur que no le sienta del todo mal, dijo la frase que mejor describe la manera en que los rusos, desde su máxima autoridad hasta el último de los mozos de equipaje del Transiberiano, trasiegan con el pasado soviético: «Quien no sienta pena por la desintegración de la URSS carece de corazón, pero quien anhele la restauración de la URSS tal como era lo que no tiene es seso».
Esa frase me vino muchas veces a la mente mientras leía el último libro de Svetlana Aleksiévich, en la minuciosa lectura que hago cada vez que me dispongo a traducir una obra. Me divirtió imaginarla en la faja, decenas de veces repetida en las mesas de novedades, sirviendo de acicate y gancho. Putin vendiendo libros. Putin vendiendo el mayor fresco que se ha escrito jamás de este cuarto de siglo de poscomunismo en Rusia. Después vinieron el Nóbel y una polémica cuyos ecos aún no se han agotado. Un comentario despectivo que le dedicó Tatiana Tolstaya a Aleksiévich en su perfil de Facebook hace poco inflamó a los numerosos seguidores de la primera que dejaron cientos de comentarios a cual más vitriólico. Sangran por muchas heridas. Los irrita que Aleksiévich no sea una escritora rusa –nació en Bielorrusia y ahora ha vuelto a vivir en ese país- pero gane el Nóbel por una obra escrita en esa lengua. Los irrita que no sea una escritora «pura», una vedette del mundillo literario y que haya ascendido a la cima de la República de las letras en el funicular de lo que juzgan mero periodismo. Les irrita, por fin, que Aleksiévich se reivindique a sí misma como una criatura soviética y, lo que es peor, que les eche en cara su propia condición de postsoviéticos y, por ende, de soviéticos, a los rusos instalados en el poscomunismo. Nadie parece sentirse completamente cómodo en la Rusia de hoy, pero ya se sabe que un país no es un sofá. (Por cierto, en Moscú hay tres enormes tiendas de Ikea, apenas una menos que en Berlín o en Londres.)
Con El fin del homo sovieticus (Acantilado, 2015), Svetlana Aleksiévich, hija de un imperio que se desvaneció de golpe, ha buscado construir una narrativa que recoja, como en un espejo, la desolación, la nostalgia y la rabia generadas por la transición rusa. Sus libros son actas notariales del fin del imperio soviético. Aleksiévich buscó «una lengua nueva» que le sirviera para narrar la transición de Rusia al poscomunismo. Distinguiéndola, la Academia sueca premió una literatura que se pasea por las fronteras de varios géneros, que incursiona en ellos en avances y retiradas, que vindica, por fin, la entrevista, la crónica y el ensayo. Una literatura híbrida armada a partir de una polifonía vecina de la que Mijaíl Bajtín vio en Dostoyevski, porque recoge el concierto de voces que se manifiestan a gritos en las calles y también las que se escuchan en el espacio privado de las cocinas, el lugar donde se han fraguado todos los discursos críticos contra el poder en Rusia. Ese concierto de voces, el sordo rumor de la historia en el instante mismo en que ha sido herida de muerte e inyectada de vida, convierte la lectura de los libros de Aleksiévich en una experiencia demoledora. La autenticidad y la violencia de ese clamor mantienen al traductor, como a todo lector secuestrado, en un estado que es, a la vez, de estupor y vigilia, de claridad y desasosiego.
A la abundante historia de las víctimas del comunismo que fue engordada con munificencia mientras el edificio de la censura era desmontado y se entreabrían, con tacañería, los archivos de los órganos que administraban el terror, Aleksiévich le ha añadido ahora una importante adenda. Una que parte de aquélla y la incluye: la historia de las figuritas que pueblan el poscomunismo. O, más bien, sus historias.
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Pero al margen de esas historias personales, en Rusia, ahora, el asunto es la Historia. Más precisamente, la manera en que los rusos del siglo XXI administran la memoria de los dos siglos anteriores, el cómo integran en una serie virtuosa al zarismo, los horrores del estalinismo, los años del estancamiento y la Guerra fría y el desplome final del imperio soviético. La construcción del país nuevo que el primer presidente de Rusia, Borís Yeltsin, creyó dejar encarrilada en aquella célebre alocución televisiva del 31 de diciembre de 1999 en la que despidió a la vez el siglo, el milenio y se despidió él mismo dando paso a Vladimir Putin, todavía hoy carece del ingeniero que la lleve a cabo. Cuando el sujeto poscomunista despertó, el mausoleo todavía estaba ahí.
El pasado 30 de abril, la maestra de historia Liudmila Kornílova fue reconocida como Heroína del Trabajo en una solemne ceremonia celebrada en el Kremlin. La acompañaban otros cuatro laureados: un experto en misiles balísticos, un ganadero que ve crecer su manada en la distante Buriatia, donde Siberia acaricia a Mongolia, el gerente de una importante petrolera regional y el popular cantante Iosif Kobzon, conocido como el «Frank Sinatra ruso», por su popularidad como crooner, pero también por sus presuntas conexiones con grupos mafiosos en la década de los noventa. Kornílova recibió la condecoración, que es un calco de la medalla de oro que se entregaba a los Héroes del trabajo en la Unión soviética, con patriótica emoción que parecía también salida de otro tiempo y dirigió a Vladimir Putin, allí presente, unas palabras que resumen muy bien la manera en que los rusos se sienten hoy confrontados con la interpretación de su pasado: «La enseñanza de la historia se ha convertido en un asunto muy complejo, porque muchos de los acontecimientos cruciales de nuestra historia están siendo puestos en cuestión», dijo. Y añadió: «Es por ello que los maestros le estamos tan agradecidos por la dignidad con que usted representa a nuestro país y nos ayuda a educar a los patriotas de nuestra gran nación rusa». La condecorada maestra se refería, evidentemente, a los debates en torno a la Gran Guerra Patria, el rol jugado por la URSS en la derrota de la Alemania nazi y el sitio que ocupan Stalin y el terror rojo en la historia de Rusia. Los mitos asociados a la Gran Guerra Patria, que es como se conocía en la URSS y ahora en la Rusia poscomunista a la parte de la Segunda guerra mundial que les tocó librar, fueron un puntal básico de una paz social construida con la argamasa de la autoestima. Es decir, con la certeza de haber vencido por sí mismos a la Alemania de Hitler, sin la ayuda de unos aliados que, en mayor o menor grado, siempre fueron vistos con el teleológico catalejo del discurso de Churchill en Fulton, el kilómetro cero de todos los caminos narrativos de la Guerra fría. No ha de sorprender, pues, que Vladimir Medinski, el atildado ministro de cultura del gobierno ruso, sea autor de una popular serie de obras que se mofan de los mitos sobre Rusia creados, según la doctrina en boga, por toda suerte de falsificadores de la historia, monederos falsos que persiguen el descrédito de Rusia. Menos sorprenderá que uno de sus opúsculos más populares sea el dedicado a la Gran Guerra Patria, La guerra: Mitos de la URSS (1939-1945) (Olma Media Grup, 2011), donde Medinski no se corta un pelo a la hora de ridiculizar a los aliados, minimizar su participación en la guerra y denunciar los aviesos cálculos que habrían perseguido para desangrar a Rusia y apoderarse de ella después. La narrativa de la Rusia enfrentada en solitario al fascismo sirve ahora también para justificar la guerra contra Ucrania y la anexión de Crimea, que son presentadas en los medios controlados por el Kremlin, que son todos menos un menguante puñado, como la continuación natural del enfrentamiento a los partidarios de Stepán Bandera, el conspicuo líder nacionalista que vio en la invasión alemana de la Ucrania soviética una oportunidad para escapar del dominio comunista, intuición que acabaría pagando muy cara a manos de las SS, primero, y de una bala del KGB, después. La memoria selectiva del poscomunismo ruso elige sus héroes y demonios en un nada sofisticado laboratorio de ideas. Basta visitar la céntrica librería moscovita La casa del libro y pasear entre sus anaqueles llenos a rebosar de libros que revisan la revisión del pasado que siguió al desplome del comunismo, en un divertido, a la vez que agotador, revisionismo del revisionismo.
Tampoco Stalin ha faltado a la cita con Rusia, a punto de cumplirse el primer cuarto de siglo de existencia postsoviética. El instituto de estudios de opinión que lleva el nombre de Yuri Levada, un eminente sociólogo represaliado en tiempos de Brézhnev, no ha dejado de preguntar a los rusos por Stalin a lo largo de los últimos años. Los resultados de esas encuestas muestran que Koba gana enteros en la estima de una población que recela de la corrupción, anhela un férreo orden social y cubre sus vergüenzas con la mullida manta de una Rusia grande y fuerte, una gran potencia que se disputaba el mundo con los EEUU y cuyas esporas ideológicas habían dado frutos –es un decir, porque nunca se anduvo bien de comestibles por esos lares– en lugares tan distantes como Ciudad Ho Chi Minh, La Habana y Luanda. Aproximadamente, lo que fue la URSS.
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El 6 de marzo de 2009 Hillary Clinton acudió a una reunión en Ginebra con el ministro de exteriores ruso portando un botón con la leyenda Reset, en inglés, y lo que suponía era su traducción al ruso, peregruzka. Divertido y displicente, el ministro le aclaró que esa palabra rusa significa en realidad sobrecarga y no reinicio, como querían en Washington. El lapsus es elocuente de las dificultades que entraña la relación con la potencia poscomunista que ha vuelto por sus fueros imperiales con arrojo de fiera herida. Una fiera, el oso del estereotipo, que se ha zampado Crimea y desestabilizado Ucrania, que se ha enfrentado a Europa y los EEUU en una guerra de sanciones que la magulla aún más y que, por fin, lleva a cabo una política exterior expansiva, también en América latina, que viene acompañada por herramientas de propaganda como la plataforma audiovisual RT, antes Russia Today, y el portal digital Sputnik. Ambos dejan en pañales a la agencia de noticias TASS y las revistas en cuatricromía de los años soviéticos con su información «alternativa», un hilo de noticias que no ofrece más alternativa que la emanada del Kremlin y la cancillería de la plaza Smolénsakaya, sazonado con intervenciones via Skype de toda suerte de conspirólogos y freaks, cuyo único nexo de unión es un antiamericanismo primario que habría hecho ruborizar a aquel Gromyko, ministro de Brézhnev, que en Occidente conocían jocosamente como Mister Niet. No obstante, el alcance de RT es inmenso y su presencia en las pantallas de televisión del planeta no deja de crecer.
La idea de que estamos ante una reedición de la Guerra fría se ha hecho moneda común durante los últimos años. El Reset que ansiaba la Sra. Clinton fue barrido por una nueva concepción de la política exterior rusa y por algunas de sus expresiones prácticas. Pero por debajo del estruendo de las piezas de artillería en el este de Ucrania o las bombas arrojadas sobre Siria por los aviones rusos, hay una trama que recuerda, por sus armas, sus escenarios, sus personajes, sus sorpresas, el imaginario de la Guerra fría, poblado de agentes siniestros y, ocasionalmente, hermosas espías. Una trama llena de azares que no lo parecen y de sustos que parecen fruto del azar, como en toda novela de espías.
Borís Yeltsin cedió su poder a Putin pocos minutos antes de que comenzase el nuevo milenio. Seis años más tarde el exagente del KGB Alexander Litvinenko era envenenado con unas gotas del isótopo radioactivo polonio-210 en el londinense hotel Millenium. Uno de los patólogos que se encargaron del cuerpo de Litvinenko declaró el año pasado a la Comisión que investigó los pormenores del caso, que su autopsia «fue probablemente la más peligrosa celebrada jamás en el mundo». Los novelescos detalles del envenenamiento del exagente crítico con el Kremlin rivalizan con el episodio vivido cuatro años más tarde cuando diez personas fueron acusadas de actuar como agentes rusos en los EEUU sin haberse registrado como tales, según establece la ley. De una de las personas detenidas, una rutilante pelirroja que respondía por Anna Chapman, se supo más que del resto, pues su marido, un ciudadano británico, vendió a la prensa información que la convirtió en una suerte de espía de novela. Chapman, nèe Kúschenko, y los otros nueve espías fueron intercambiados por cuatro personas detenidas en Rusia en una operación exprés. Todos volaron desde Nueva York a Viena en un vuelo de una compañía, cuya flota contaba con tan pocos aparatos que se los podía contar con lo dedos de una mano. Cuesta creer que fuera elegida al azar, cuando sabemos que se llamaba Vision Airlines. El 10 de abril de 2010 se produjo el intercambio en las pistas del aeropuerto de Viena, una suerte de epicentro de la Guerra fría en los años de su apogeo. Los agentes siguieron viaje a Moscú, donde Chapman se convirtió en un personaje popular, ingresó en las juventudes del partido de Putin, condujo un programa de televisión y emprendió una carrera como diseñadora de moda. Otra de las agentes deportadas, la peruana Vicky Peláez, trabaja ahora como columnista del portal Sputnik, en un salto más literario: del espionaje, donde la verdad se convierte en microfilme y nanolectura, a la propaganda, donde se la infla llenándole los carrillos de proteína ideológica. Por último, el escenario elegido por el magnate crítico del Kremlin Mijaíl Jodorkovsky para su primera presentación en público después de diez años en las cárceles rusas no pudo ser más propicio para devolvernos a la Guerra fría. Después de volar en una avioneta hasta Berlín, tras haberle sido condonada la pena de prisión gracias a los buenos oficios del exministro de exteriores alemán Hans-Dietrich Genscher, él mismo uno de los artífices del fin de la Guerra fría y la reunificación de Alemania, Jodorkovsky convocó a la prensa en el museo del Checkpoint Charlie, quintaesencia simbólica y cinematográfica del Muro de Berlín. Por último, la serie de televisión The Americans, renovada hace poco hasta su séptima temporada, donde un matrimonio de agentes soviéticos se mimetiza con sus vecinos en un área suburbana norteamericana que parece un escenario para John Cheever o Todd Solondz, ayuda al revival de la Guerra fría tanto como se beneficia de él.
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Explicar Rusia es difícil. Mucho más explicar la Rusia poscomunista que todavía se revuelve ante nosotros a sus veinticinco años de nacida. Ya lo dice el célebre verso de Tiutchev: «Умом Россию не понять». (No hay quien comprenda a Rusia usando la razón.) Un país capaz de producir a un Eduard Limónov (que no es una invención de Emmanuel Carrère), pero también al huraño matemático Grigori Perelman, merecedor de una medalla Fields por sus trabajos en la conjetura de Poincaré. El país que nos ha legado dos voces en cierto modo antagónicas: sputnik y pogromo.
Aleksiévich con su acercamiento al «homo sovieticus» es, probablemente, quien ha conseguido ofrecer el retrato más vívido. Pero hay otros libros notables que se asoman desde perspectivas diversas a estos años y sus protagonistas. Uno es El futuro de la nostalgia (Antonio Machado libros, 2015), de Svetlana Boym, un sofisticado acercamiento a la cultura rusa de los años soviéticos, el exilio y el poscomunismo desde las fronteras de la nostalgia y la reinvención postcomunista. Boym rastrea las huellas de la nostalgia y la idea de Rusia en la obra de Nabokov, Brodsky e Ilya Kabakov. Su libro es un artefacto eficaz para manejarse con los fundamentos de la cultura y el arte postsoviéticos
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Desde otra perspectiva aborda el paisaje postcomunista Peter Pomerantsev en Nothing Is True and Everything Is Possible: The Surreal Heart of the New Russia (PublicAffairs, 2015), un libro tan inteligente como divertido. Pomerantsev, que es productor de televisión, vivió durante una década en Moscú y define al régimen de Putin como una dictadura posmoderna en la que los jerarcas del Kremlin pueden «hablar como liberales y modernizadores en las mañanas y como fanáticos religiosos por las noches».
Por último, en El hombre sin rostro. El sorprendente ascenso de Vladimir Putin (Debate, 2012), Masha Gessen narra la extraordinaria, y diríase que inverosímil, historia de la conversión de un oscuro agente del KGB destinado a una oficina marginal de la red de espionaje soviético en el amo y señor de la Rusia poscomunista. Gessen que, como Boym y Pomerantsev es hija de exiliados soviéticos, volvió a Rusia a vivir y narrar la transición postcomunista. Activista de los derechos de los homosexuales, Gessen se marchó de Moscú hace pocos años ante el peligro de que el Estado ruso se atreviera a limitar la patria potestad de los padres homosexuales. Su lectura de la historia reciente de Rusia es inmisericorde. Es el relato de la progresiva conversión del infantil sueño de muchos en la senil pesadilla de unos pocos.
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Llego a Moscú invitado a una partida de caza. Vuelo desde Barcelona en un avión de Aeroflot, la línea aérea de bandera que de la época soviética conserva algo más que el nombre, pero no los aviones. Hoces y martillos adornan los uniformes de la tripulación. Adornadas con esa simbología del pasado y maquilladas como para una fiesta en la fábrica celebrando el cumplimiento del plan quinquenal, las esbeltas azafatas parecen devolvernos a los tiempos del Komsomol. En Rusia, los símbolos de los años soviéticos cohabitan perfectamente con la recuperada simbología zarista. Las águilas bicéfalas, las cruces ortodoxas, las hoces y los martillos conviven en armonía, por fin. Mi anfitrión y su hijo adolescente me recogen en el aeropuerto y tomamos el camino hacia el noroeste, a la región de Tver. Su chófer conduce a una velocidad de vértigo por unas carreteras tan destartaladas que no parecen haber conocido ninguna de las bondades del poscomunismo, las reales o las presuntas, salvo la modernización del parque automovilístico. En Rusia es moneda común afirmar que en cuanto uno sale del perímetro delimitado por la carretera de circunvalación de Moscú, se adentra en el territorio del pasado. Dos horas más tarde cambiamos de vehículo para internarnos en el bosque. Otra media hora de camino pegando tumbos nos deja en la orilla del Volga. Es casi medianoche. La luna, casi llena, colorea el agua de blanco. En la otra orilla hay luz. Se trata del pabellón de caza donde nos esperan. Hacemos señales con los faros del jeep, nos responden con otra señal y a los pocos minutos intuimos y después vemos la barca que envían en nuestra búsqueda. Cargados con los fusiles y las enormes mochilas, proyectamos unas siniestras sombras sobre la arena. Parecemos, en el paisaje espectral, personajes de una película de espías huyendo en medio de la noche. Lo digo. Nos reímos. Unos instantes más tarde nos traga la oscuridad y nos hiela el frío que sube del agua. A ambos lados del río, la alta hilera de pinos dibuja lo que parecen ser verticales acantilados de piedra. El pabellón de caza es una mancha de luz que se va agrandando a medida que nos acercamos. Ya distinguimos voces. Un brindis. Un golpe de viento agita con fuerza las copas de los árboles y se lleva mi gorra. Me doy la vuelta a mirar cómo se aleja de la barca, arrastrada por la corriente. Me sobrecoge una extraña nostalgia por un tiempo ido, repetido. «Esto más bien parece una película de Tarkovski, tío Jorge», me corrige el adolescente, como si adivinara mis pensamientos, y me alarga su gorra.
Apenas tres horas más tarde, antes de las primeras luces del alba, el jefe de la partida de caza nos recita la cartilla, antes de proceder a repartirnos por nuestros puestos y dar la orden de avance a los voceadores –alcoholizados campesinos de los alrededores, habituados a ganarse unos rublos sirviendo a los señores de Moscú– para que batan el bosque ahuyentando a las fieras hacia nuestras bocas de fuego. Somos unos quince tiradores: ejecutivos y médicos llegados de Moscú, un jefe de la policía de una importante región que viene acompañado por un tópico trío de solícitos subalternos, dos tipos que se presentan como dueños de salas de ocio en una capital de provincia, en cuyas maneras se adivina sin esfuerzo la frecuentación de la violencia, y un perro verde, o sea, yo, a quien el jefe de policía bautiza inmediatamente, y con arbitrariedad pareja a la que le supongo en el ejercicio de su cargo, como «el italiano».
El bosque donde caza esta variopinta reunión de rusos, más el «italiano» accidental, se asemeja bastante a aquel donde se firmó la disolución de la URSS el 8 de diciembre de 1991. Y mientras espero a las fieras, apostado tras un arbusto, con sendos tiradores a unos cien metros de mí, uno a cada lado, ambos invisibles en la espesura, ambos perfectos desconocidos hasta un par de horas antes, pero ahora ya unidos a mí y yo a ellos por la fraternidad y la responsabilidad que entraña compartir una partida de caza, pienso en cuánto –hasta lo irreconocible, en tantos aspectos– y en cuán poco –la pervivencia del país de señores y cocheros que describe toda su literatura– ha cambiado Rusia en estos veinticinco años. También a mí me domina a veces la nostalgia. Tampoco yo sé qué ha pasado exactamente y, como algunos personajes de Svetlana Aleksiévich, miro el paisaje poscomunista con perplejidad y anhelo, alegría y decepción, confianza y estupor.
Puede que algún día recordemos el primer cuarto de siglo de este poscomunismo ruso a la vez dopado y vacío como los primeros años del itinerario de un sueño fugaz, el sueño de una Rusia despojada de su ancestral excepcionalidad.
Welcome back, Jorgito.
Ostras, qué bueno!!