Jorge Ferrer - 12/09/13
Categoría: En El Nuevo Herald, Letra impresa
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España y Cataluña: senderos que (a ratos) se bifurcan
Por Jorge Ferrer
Por la llamada “zona alta” de Barcelona, cruzando sinuosa el elegante barrio de San Gervasio, transcurre una calle inscrita en el nomenclátor de la ciudad con el nombre de Vía Augusta. No me consta que alguien haya disputado esa inscripción, como sí le sucede a la Ronda del General Mitre con la que esta se cruza dibujando una descoyuntada equis, y que aparece denunciada en minoritarios foros del secesionismo catalán por llevar nombre de argentino en lugar de rememorar las glorias de algún prócer local.
La Vía Augusta, prolongación en la península ibérica de la Vía Domitia, fue construida por los romanos antes de que Cristo partiera en dos la historia de Occidente y unía La Junquera, al norte de Cataluña, con dos de las hoy capitales provinciales catalanas, Gerona y Tarragona, para continuar hasta la hermosa y otrora pujante Cádiz, o “Cai”, si la prefieren cantada por Niña Pastori en delicioso dialecto andaluz. Todavía hoy importantes carreteras españolas y la Autopista del Mediterráneo siguen su trazado.
Muy distinta fue la inspiración de la “Vía Catalana” que ayer sacó a la calle en esta comunidad autónoma española a cientos de miles de ciudadanos para formar una “cadena humana” en favor de la secesión. El gesto carece de originalidad, aunque tal vez no de consecuencias: se trata de una emulación de la Vía Báltica, la “cadena humana” que recorrió los países bálticos en agosto de 1989 reclamando, ellos sí con razón, la independencia. Lituania, Letonia y Estonia habían sido anexionados a la URSS mediante el tristemente célebre pacto entre los soviéticos y los alemanes que antecedió a la guerra. Pocas décadas más tarde y adelantándose a la inminente desaparición de la URSS, esos tres países reclamaban soberanía e independencia. ¿Acaso hay alguna semejanza entre la situación de la Cataluña española y la de los países bálticos arrojados en brazos del totalitarismo soviético por la Alemania de Hitler? La respuesta correcta es que no.
Larga es la historia común de Europa y de las naciones que la componen. Siglos de cultura compartida y dividida, de conflictos territoriales y fronteras serpeando sobre los mapas, de identidades en liza, de guerras dinásticas y crueles contiendas modernas. Compleja es también la historia de España, herida por guerras, la pérdida de su grandeza imperial, asonadas militares, dictaduras, la tensión entre el orden monárquico y el republicano… En definitiva, abundantes fuentes de agravios que estas últimas décadas de ejemplaridad democrática parecían haber resuelto en una virtuosa dinámica económica. A eso el común de la gente le llama historia y lo vive e incorpora a una identidad que en este mundo construido a golpe de identidades superpuestas, contiguas y siempre enriquecedoras, solo unos pocos convierten en estrategia de disrupción, perpetuo encono y, en ocasiones, odio racista. Lo hemos visto con olor a pólvora en los Balcanes y con detestable hedor antidemocrático y excluyente en las decenas de movimientos nacionalistas de la Europa de hoy: en Italia, en Francia, en Hungría u Holanda…
España tiene muchos problemas y uno de ellos, uno importante, es Cataluña. Su obligación, como Estado, es conseguir que el déficit fiscal catalán encuentre una solución que, sin ser en extremo onerosa para el resto de los españoles, de La Junquera a Cádiz, alivie el descontento de muchos ciudadanos de esta próspera región del país. Cataluña también tiene muchos problemas que comparte con España, pero su mayor problema es ella misma. Pocas, si acaso alguna, regiones de un Estado moderno gozan de un mayor margen de autonomía, con prácticamente todas las competencias administrativas transferidas a su exclusivo control, con una capacidad legislativa y normativa enorme.
Que el gobierno autonómico se dedique a incentivar ansias tribales –lo hace por todos los medios a su alcance: adoctrinamiento victimista desde la escuela, subsidios a entidades ferozmente separatistas, cerco a la lengua española en los espacios públicos y audiovisuales, engaño sobre las verdaderas y terribles consecuencias que traería la secesión…– explica que no sea “Augusta” la “vía” que hemos visto hoy. Ni siquiera es “catalana” en verdad, porque Cataluña, la Cataluña y la Barcelona de sus gentes, son mucho, mucho, más que el tóxico “sujeta aquí tu banderita” que preconiza el separatismo.
La columna España y Cataluña: senderos que (a ratos) se bifurcan aparece en la edición de hoy, 12 de septiembre, del diario El Nuevo Herald.
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Jorge Ferrer - 30/08/13
Categoría: En El Nuevo Herald, Letra impresa
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Es agosto el mes más cruel
Por Jorge Ferrer
T. S. Eliot explayó las razones de su angustia, la de todos, al pie del verso que ha hecho fortuna: “ April is the cruellest month”. Ya se sabe, la promesa que trae cada vez la primavera antes de que verano, otoño e invierno la traicionen a golpe de bochorno, lluvia y ventisca. Abril es mes cruel por lo que promete con escasas garantías, sí, pero en verdad es agosto el mes más cruel. Que en agosto, de garantías, ni una.
Lo es con certeza en esta Barcelona que se convierte de repente en un gigantesco resort donde los vecinos obligados a permanecer en la ciudad nos movemos por las calles del centro con paso y mueca de zombies. Me he habituado a esa condición tras años en los que mis obligaciones profesionales me mantienen clavado al asfalto todo el estío. Y busco vías de escape, hurtándole cuerpo y sombra al mes que más castiga al primero y lo hace más menesteroso de la segunda.
Busco cada vez una estrategia distinta. Este verano decidí irme al cine a gozar del fin del mundo. Tres fueron las películas de temática apocalíptica que se estrenaron este agosto en España, y yo acudí a cada una de las citas con entusiasmo: Guerra Mundial Z, de Marc Forster; Pacific Rim, de Guillermo del Toro, y Elysium, del joven Neill Blomkamp. Espaciados los estrenos en las salas de otros países, a España llegaron todas juntas en un solo agosto, sumándole grados al calor estival con su espectacularidad olorosa a sangre y azufre.
Tal vez lo que más nos atraiga del cine de inspiración apocalíptica provenga del miedo a la muerte y el absurdo convencimiento de que la civilización humana va a peor y acabará consumiéndose en su propia destrucción. Una angustia metafísica y una sociopolítica de domingo que parece alimentar el paisaje que dejamos fuera de la sala de cine y engordan los titulares de los diarios y la cháchara inane en torno a la crisis. El género apocalíptico ha buscado siempre llevarnos al huerto por medio de nuestra lectura negativa de la realidad. Por añadidura, suele asegurarnos que ni huertos habrá. Eso cuando no nos asusta con campos sembrados de cultivos transgénicos, claro.
Las tres catástrofes que me entretuvieron este agosto se inspiraron, cómo no, en la incesante kermesse apocalíptica que transcurre en diarios y canales de noticias. En World War Z, la historia de zombies sobre el paisaje de un virus tiene su origen en las tropas norteamericanas destacadas en Oriente Medio. Pacific Rim transcurre por otros derroteros. Unos inmensos monstruos invaden la tierra y amenazan con destruir a una civilización que no encuentra mejor estrategia de defensa que disputarles el planeta a puñetazos mediante unas inmensas máquinas humanoides y la construcción de un muro en torno a las costas. Un muro contra aliens, ya me entienden. El espectáculo imaginado y dirigido por el gran mexicano maravilla. Recaudó más de 300 millones de dólares en las taquillas en apenas unas semanas. Elysium va todavía más allá. O más acá. Todos los periódicos están en ella, como todas las angustias que siguieron a la Primera Guerra encontraron asiento en The Wasted Land. Una Tierra reducida a inmensa favela por la polución y el calentamiento global observa desde su miseria a una Shangri-La que flota en lo alto habitada por el “1%”. Allá arriba se goza de un sistema de salud exclusivo para ricos, mientras los pobres enfermos que ni siquiera gozan del status de ciudadanos mueren sin seguro médico que los ampare. Un deficiente guión culmina con un grupo de hackers que establecen un sistema de salud universal y conceden a todos los hombres el status de ciudadanos. ¿Les suena?
¡Ah, esa “realidad” que tanto gusta a guionistas que van del tablet a la escaleta! Pero ni el cruel agosto me impide salir cada vez del cine tarareando aquello de R.E.M.: “ It’s the End of the World as We Know It (And I Feel Fine)”.
La columna “Es agosto el mes más cruel” aparece en la edición de hoy del periódico El nuevo Herald.
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Jorge Ferrer - 15/08/13
Categoría: En El Nuevo Herald, Letra impresa, Transición
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Otra vía, otra más
Por Jorge Ferrer
Ya lo conté una vez en esta página. Un colega viajó a Myanmar hace un par de años y a su regreso le pregunté qué había oído decir allá de Aung San Suu Kyi, la líder opositora birmana. Me dijo haber constatado que la adoraban todos: el funcionario de la Junta en liquidación y el taxista, el académico y el barquero. La antigua Birmania se embarcaba por entonces en un proceso de transición que ha continuado profundizándose a lo largo de estos meses. Poco que ver con el ominoso “poco a poco” de Raúl Castro, ese general que vive en una Habana a la que el Trópico de Cáncer le sirve de boina, mientras a Rangún, al otro lado del mundo, le hace las veces de sombrero de copa a Thein Sein, quien renunció en 2010 a su rango de general para liderar la transición y abrir su país al mundo, sin Wojtyla que se lo pidiera. Lo reclamaba una oposición prestigiada en todo el mundo y sobre todo allá. Lo pedía a gritos la memoria de los sucesivos levantamientos estudiantiles contra la Junta y, muy especialmente, la de los millares de muertos en las protestas de agosto de 1988. Altos funcionarios del gobierno asistieron hace unos días a los actos por el 25 aniversario de aquella matanza, por cierto.
La transición en Myanmar vio a Hilton y Coca Cola aplaudiendo la buena nueva, como lo hicieron las multinacionales de la energía y las telecomunicaciones, todas con los ojos apuntando a ese enclave del Sudeste asiático, un país inmenso que pasa a formar parte de este mundo tras medio siglo de cerrazón y ostracismo bajo un régimen militar. La licitación en junio pasado de dos licencias de telecomunicaciones que ganaron la noruega Telenor y la qatarí Ooredoo fue elogiada por todos los consultores y empresas involucrados como un proceso de transparencia (casi) ejemplar.
Por otra parte, las visitas de Barack Obama a Rangún y de Thein Sein a la Casa Blanca, tanto como el viaje de Suu Kyi a Londres, Washington y Oslo, donde recibió por fin el Premio Nobel que le fuera concedido en 1991, han sido muestras espectaculares de que el proceso va en serio. No obstante, es dentro del país, con sus sesenta millones de habitantes, sus explosivos conflictos étnico-religiosos y un subsuelo rico en recursos naturales apetecidos por todos y con especial interés por la China que se juega una buena partida de mahjong con Occidente de invitado que vuela desde lejos a operar en tablero limítrofe, que se decidirá la suerte de un país que abandona a Corea del Norte y a Cuba en la escasa nómina de tiranosaurios dibujados sobre el mapamundi.
Tal vez pocos gestos sean más elocuentes del ambiente de reconciliación que las declaraciones que hizo el pasado mes de abril U Soe Thane, antiguo militar de alto rango y hoy ministro encargado del desarrollo de la economía en el período de transición, al Financial Times: “Aung San Suu Kyi es un icono democrático y Thein Sein es un icono de las reformas”. Así, tejida de esos mimbres se está construyendo la Myanmar del mañana, donde gobierno y oposición comparten un mismo propósito: encauzar al país por la senda de la economía globalizada, aspirar a un crecimiento económico notable suspendido el embargo, ganar la paz social desde la concordia democrática.
La Cuba de Raúl Castro podría mirar a Myanmar, y seguramente lo está haciendo de soslayo, al tiempo que se mira en el espejo de Vietnam, Rusia o China, cuya suerte ansía. Hay una salida birmana. Pero La Habana que se ha visto reunida con Corea del Norte en los titulares estos días no elegirá la vía rápida hacia la Coca Cola. Ya se vio en el Canal de Panamá que lo suyo es derramar guarapo hasta el fin de los días.
La columna “Otra vía, otra más” aparece publicada en la edición de hoy del diario El Nuevo Herald.
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