Una despedida

- 20/09/13
Categoría: Urbanas
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Afuera, desparramados sobre la acera, muebles de cocina desmontados deprisa y con cierta violencia, un par de colchonetas, otros muebles decrépitos, piezas de vajilla, trapos que alguna vez fueron ropas. La puerta del vestíbulo está abierta de par en par, guardada por una viejecita que apoya las dos manos, y se apoya casi toda ella, sobre un bastón. No la reconocí.

Un hombre de más de setenta años, tal vez frisando ya los ochenta, está de pie en medio del vestíbulo. Espera. No me cuesta comprender que está esperando que baje el ascensor cargado con más desechos. Están vaciando un apartamento de mi edificio. El hombre, esbelto para sus años y con aires de quien está habituado a mandar, se disculpa conmigo: «Tardará un poco, porque acaba de subir», nos dice. «Esperaremos», le digo. Y me explico: «A Bruno le cuesta subir las escaleras». El hombre mira a Bruno. «No parece viejo», dice. «Pero las patas cortas casan mal con las contrahuellas altas», le aclaro. Asiente. Sabe lo que significa la voz «contrahuella» y yo siempre me fío de quien conoce palabras de escaso uso. «Tampoco tenemos prisa», añado. Porque no la tenemos.

La figura sentada junto a la puerta suspira. El hombre tuerce el gesto. Entonces reconozco a la anciana. Apenas una semana atrás era la elegante vecina del tercero primera. Una mujer en los setenta, maquillada siempre, olorosa a perfumes de fragancia bien distinta de esa suerte de formol adelantado con que se bañan otros viejos de mi edificio y todos los edificios del mundo. Espigada, sonriente, imbuida de una dignidad transparente, solía subir a taxis que la esperaban en la puerta. Reparo ahora en que en los siete años que hemos compartido escalera, jamás la vi acompañada.

«¿Hace mucho que vive aquí?», me pregunta el hombre. Le digo. «Yo compré en el sesenta y dos, cuando lo construyeron», explica. «¿Por qué lo está vaciando? ¿Lo vende?», pregunto. «Sí… Aunque ya nada vale la pena, ni tener, ni alquilar, ni vender, ni nada…», dice con menos pena que indiferencia. Yo asiento, sin saber por qué, pero ya puesto en guardia. «Ya ve cómo está todo esto», añade y subraya la presunta decadencia ambiente trazando un círculo con la mano derecha. Pudo referirse a la ciudad de Barcelona, a España o al mundo.

Miro a la anciana. Tiene los ojos clavados en el suelo. Pero adivino que sigue nuestra conversación. Veo de repente lo que no he sabido ver antes. A esa mujer que ahora va camino de un asilo o, lo que es lo mismo, de una convivencia que pondrá fin a sus afeites y sonrisas, su paso elegante y su solitario bienestar. Me pregunto qué parentesco la une a ese hombre adusto, pero franco y hasta afable, que le está echando el cierre a su vida. ¿Fue su mujer y juntos compraron ese apartamento en el lejano sesenta y dos? ¿Será su hermana, a la que cedió el apartamento hasta que decidió, ahora, venderlo, pòr mucho que ya nada valga la pena? ¿Qué drama terrible se vive en ese vestíbulo iluminado por luces fluorescentes y, valga la expresión, azulejado de beige?

Se abre la puerta del ascensor y, sin molestarse en saludar o excusarse, un sujeto contrahecho, maloliente y de rostro simiesco me avisa de que tardará en vaciarlo. En efecto, viene lleno hasta los topes. El anciano, su patrón, lo mira con desprecio y lo apremia. Parece saber que la elección de empleado tan miserable, en semblante y gesto, descubre la sordidez de un acto que su prestancia buscaba, y casi conseguía, disimular.

Bruno y yo nos apartamos. Reculamos hacia el rincón que ocupa la anciana. Esta levanta los ojos apenas lo suficiente para encontrar los de Bruno y lo acaricia con una mano que parece haberse arrugado tanto la víspera como no lo hizo en el lustro anterior. Bruno se la lame y ella se deja. Bruno sabe, porque no hay inteligencia como la de los perros, si acaso solo comparable a la de los ancianos que se ven en el trance de abandonar su mundo, antes de que les toque abandonar el de todos.

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(Va de China y Barcelona): Hoy me tomé un café…

- 24/07/13
Categoría: Urbanas
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Hoy me tomé un café en el bar L’Escorial, en la calle del mismo nombre, al noreste del barrio de Gràcia, Barcelona, y fui muy bien atendido por sus nuevos dueños chinos. Son, todo sea dicho, mucho más simpáticos que los chinos que se hicieron antes con el bar Calderón, cruzando Pi i Margall, justo al lado de una frutería y al frente de una zapatería igualmente regentadas por chinos. Todo en un perímetro que no rebasa los trescientos metros tomando a mi casa como epicentro. El mismo perímetro donde cabe lo que sigue. Todo en un período de tiempo cuyos meses se contarían con los dedos de mis manos.

Después crucé la calle Escorial y compré una planta, mustia pero barata, tres euritos, y salvable, que uno se aplica con la flora, en la tienda que llevan dos chinas graciosas al lado de la simpar La Bellota, donde todavía venden jamones espléndidos y unas morcillas llegadas de Burgos que no tienen igual en Barcelona, por calidad, por precio y por la bilingüe gracia de las vendedoras. Ojalá les dure.

Donde compré la planta antes había un negocio de electrodomésticos que quebró. Se anunciaba con BOSCH, que sería onomatopeya de su fracaso.

Antes de subir a casa, en la misma Escorial y a sesenta metros de esta segunda tienda y a setenta del bar de marras, ya en la esquina con Sant Lluis, entré al supermercado que han abierto unos chinos enjutos y silenciosos, y compré una cajita de cerezas a buen precio. 谢谢, nenes.

De haber querido que me cortaran el pelo, podría haber traspasado la puerta del negocio que hay al lado, una peluquería llevada por media docena de chinas pizpiretas y muy maquilladas, y allí mismo me podrían haber hecho un masaje (los anuncian a €25 la hora) y con toda certeza (que no cereza) también una buena paja, no sé si incluida en la tarifa. Lo preguntaré, que las tardes lo cogen a uno muy estresado a veces.

Pero no entré a la peluquería porque no necesito corte de pelo y me dan escrúpulos los servicios adicionales que le adivino a esa cueva guardada por muchachas de piernas muy curvas y uñas muy largas. Bueno, no me dan escrúpulos los servicios en sí ni ese doble muy: ¡es que no me fío de los guantes de látex fabricados en la China popular!

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Puta Barcelona

- 26/04/12
Categoría: Agua corriente, Urbanas
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Esta noche le robaron al “paqui” de abajo de casa -en realidad, es un joven que vino a Barcelona desde Bangladesh. Lo supe cuando acababa de suceder y yo entraba a comprar unas cervezas en el descanso del partido entre el Real Madrid y el Bayern. Me crucé con los ladrones, iban riendo, sin saber que lo eran.

Entraron cuatro personas a la tienda simulando ser clientes distintos, lo distrajeron, uno preguntaba que si esto cuánto vale, el otro que si tenía de aquello, etc., y se llevaron los 224 euros que tenía en la caja.

Vi llegar a ese muchacho al barrio, montar su negocio; lo escucho a diario quejarse de lo mal que le va todo, lo difícil que lo tiene a sus veintiocho años para encontrar mujer en su pueblo y traerla. Porque el dinero, en estos dos años, no le ha dado para volver a su país. Abre cada mañana a las diez y cierra a las once de la noche. De lunes a domingo. ¡De lunes a domingo, nenes! No lo veo sonreír hace meses. ¡Y mira que sonreía hace un año o dos!

“It doesn’t make sense, Jorgy”, me dijo, lloroso y con la caja vacía, robada.

Me pregunté qué habría podido hacer yo si me hubiera encontrado en su tienda cinco minutos antes, mientras le robaban.

Y sí, oigan, creo que es hora de hacerme con una pistola. A la plomiza Barcelona le está haciendo falta que también nosotros le demos plomo.

Esta ciudad sobrevalorada, esta ciudad patética, esta ciudad de plástico que tanto gusta a los forasteros, está pidiendo a gritos que la llenemos de agujeros.

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