El apocalipsis de nuestro tiempo, por fin en español
Jorge Ferrer - 23/10/17Categoría: Letra impresa, Libros, Literatura, Rusia, Traducciones

Vasili Rózanov es, sin dudas, uno de los escritores rusos más auténticos y singulares. Una condición difícil de ostentar cuando se forma parte de un corpus literario mayúsculo, tal vez el mayor que conoce la literatura universal.
Y aun así, Rózanov permanecía inédito en español. Durante años intenté corregir esa incomprensible falta y en una ocasión rocé el éxito. Solo ahora, y gracias al editor Jaume Vallcorba, de feliz memoria, quien conocía y apreciaba la obra de Rózanov, aparece por fin un libro suyo en español, uno de los que prefiero.
El Apocalipsis de nuestro tiempo es el libro de un hombre vencido que atisba ya la inminencia de una muerte, la propia, que avanza a la par que la de Rusia, el imperio muerto a manos de la Revolución. Junto a los diarios de Iván Bunin y Zinaida Hippius escritos en los mismos años, este opúsculo de Rózanov muestra con una claridad rotunda y desoladora el final de un mundo y el nacimiento de una tragedia. La que conduciría al horror del estalinismo y a la crisis de la cultura rusa, acaso aun no superada.
Deberían leer este libro los interesados en las revoluciones y en la religión, en la literatura y la historia, en la búsqueda de un estilo literario y el pesimismo radical, en el pensamiento reaccionario, la intolerancia y la desesperanza.
Comparto con ustedes este fragmento, a modo de botón de muestra.
El Apocalipsis de nuestro tiempo de Vasili Rózanov está a la venta en Amazon.com, Amazon.es y demás librerías online o en las calles del mundo.
¿Cuál es la razón última de la imposibilidad de organizar pogromos contra los judíos?
Fragmento de Vasili Rózanov, El Apocalipsis de nuestro tiempo (traducción de Jorge Ferrer), Acantilado, Barcelona, 2017
La posición de los judíos en nuestra revolución resulta enormemente «ambigua». Como ambiguo y confuso es el papel de los judíos en todos los rincones de la civilización europea. Pero dejemos a Europa a un lado. Lo que nos importa es lo que nos está sucediendo a «nosotros». Repárese en el temblor que los judíos experimentan ante la revolución. No se la toman demasiado en serio ni le hacen ascos, pero tiemblan. Por lo tanto, saben que nada bueno promete para sus «negocios». De hecho, promete muy malos augurios. ¿Cómo explicar el miedo que experimentan? Hace poco le eché un vistazo a una revista ilustrada donde aparecía un retrato de Najamkis y al comparar su rostro con la repugnante faz de Lenin me dije: «¡Vaya empaque que muestra!» (Me gustaría encontrármelo un día y verlo al natural.)
Sin dudas, su arenga contra el Gran Duque Mijaíl Alexándrovich fue insolente. Pero ya se sabe que los judíos son siempre insolentes. En Europa, por ejemplo, se muestran incapaces de hablar como lo hacen los europeos, es decir, halagando, insinuando, disimulando; en definitiva, no son nada corteses. En cambio, hablan a gritos, como en Asia; ya se sabe que tanto la grosería como la insolencia están grabadas en la esencia misma de los asiáticos. Son profetas vocingleros, como los definí ya alguna vez. Montan encendidas peroratas en los mercados para vender un mísero pollo. «Te doy un efa de esto por un efa de lo otro», «¿por qué no te llevas un efa entero?», «¿qué pasa con esta balanza que no es justa?» (A Isaías o tal vez a algún otro lo timaron así un día.) Con todo, es evidente que acabó «postrándose» ante el soberano con tal de convertirse en un «Steklov». Pero jamás mintió. Lo que sucedió fue que, como el Najamkis que era, «pegó un puntapié» al gran duque Mijaíl Alexándrovich y contra todo el que pudo… Odiaba la Rusia vetusta, la Rusia «dura y reseca».
Los judíos. Detesto su vínculo con la revolución, aunque, por otra parte, se trata de un vínculo positivo, porque esa relación de los judíos con la revolución y el hecho de que estén fagocitándola harán que esta se destiña, acabe en una sucesión de pogromos y la revolución se diluya en la nada. Resulta demasiado evidente que «ni los soldados ni los campesinos rusos se avendrán a servir a los judíos»… Quiero subrayar el hecho igualmente evidente de que si la generalidad de los magnates del judaísmo tiene el propósito «de gobernar la Rusia futura» se encontrarán siempre a mucho judío pobretón que no cederá en resistencia a los (idealizados) campesinos rusos, a los artesanos y a los huérfanos (igualmente idealizados). Los judíos son sentimentalistas, más bien tontorrones y gustan de la exageración. El típico campesino ruso simplón los supera siempre en fiereza y desvergüenza. Sobre todo en desvergüenza. «Todavía no nos hemos aclarado muy bien aquí con los judíos.» El judío es el hombre más cultivado de una Europa que es vulgar, sosa e incapaz de superar la noción de socialismo cuando se trata de pensar en «la humanidad». El judío, en cambio, ha conocido los suspiros de Jahvé, las cancioncillas de Ruth, los cánticos de Débora y la hermana de Moisés:
—Te has precipitado en el mar, oh, Faraón. Y tus caballos se han ahogado. Ya lo ves, Faraón: no eres nadie tú.
Los judíos son el pueblo más refinado de Europa. Tan solo la estupidez y la ingenuidad les hicieron descender hasta el fondo plano de la revolución, cuando su lugar está en otra parte bien distinta: al pie de las grandes potencias (es así que se comportan los viejos judíos auténticos, quienes al declarar «somos tus esclavos» con nobleza muestran respeto por todo aquello que es verdaderamente grande. «Engrandece mi alma al Señor»: he ahí una idea siempre presente entre los judíos que muestra su permanente respeto a todo lo que es grande y noble en su historia). Oh, tengo la certeza de que también Najamkis habría convenido conmigo en esto. Pero la no-«grandeza» pudo más en él y se apartó, rencoroso como un judío, para sumarse a «la bohemia». «¡A por todas con la revolución!» «¡Lo demás no importa!» He ahí al judío; al pequeño judío y su impaciencia.
Examinemos de cerca a uno de estos pequeños judíos. La de burlas que tiene que aguantar. Pero él continúa aferrado a su címbalo. ¡Cuánta mofa, cuántas anécdotas picantes corren sobre él! Y él no deja de mirar a los rusos a los ojos y cantarles sus canciones en jerga: cancioncillas de la región del Dniepr, de Ucrania, de Podolia, de la Volinia, del Cáucaso y puede que hasta alguna de Siria y Palestina o de Babilonia y la China (¡¡¡he oído decir que hay judíos chinos que gastan trenzas!!!) Judíos hay por doquier: el «judío errante», ya se sabe. Pero no creáis que tal desparrame esté relacionado con la práctica de sus «negocios»: —Dios nos privó de nuestra tierra por nuestros pecados y desde entonces erramos por el mundo —se lee en nuestra Crónica.
Y a todos lados llevan su noble y sagrada idea del «pecado» (yo lloro) sin la que no hay religión que valga y la humanidad acabaría destrozada (por la justicia celestial), si no hubiera aprendido «de los propios judíos» a tremolar y a orar por la remisión de sus pecados. Fueron ellos, ellos, ellos, quienes nos legaron esa idea. Fueron ellos quienes les secaron los mocos a aquella civilización europea tan pagada de sí misma y le puso en las manos un libro de plegarias: «Toma, tonto, reza». Les dieron los salmos. Y una Virgen Admirable, ella también judía. ¿Qué seríamos los europeos, cuán salvajes no seríamos, de no ser por los judíos? Pero ellos acudieron a pasear sus tristes canciones entre nosotros mirándonos de frente (con esos ojos permanentemente tristes que tienen). En una ocasión le escuché a una judía cantar esto (y lloré en silencio sentado en el puente del barco en que navegábamos): «Cómprame quince kopeks de ácido acético para bebérmelo y morir, porque él ha traicionado nuestro amor». Cantaba una niña judía de unos catorce años; su hermano, de unos doce, la acompañaba al violín. Estaba impertérrita la pequeña judía. ¡Vaya si lo estaba! Mi alma se echó a llorar. Pensé en la manera honrada en que se ganaban unos cuartos con que pagarse el viaje. Los pobres rusos, en cambio, siempre viajan de balde, es decir, a costa del Estado, o escondidos bajo los bancos, igualmente gratis.
Cantaban como Débora, tan bien como ella. ¿Por qué lo iba a hacer peor? Como en «Los ríos de Babilonia»: «Oh, arrojaremos a tus hijos contra las piedras, hija de Babilonia». Ahí se anuncia ya Najamkis, quien reclamó a gritos: «¿Por qué se me priva del derecho a apellidarse Steklov, de convertirme en el noble ciudadano ruso Steklov?» Y entonces la tomó con toda furia contra Mijaíl Alexándrovich, con el mismo ímpetu con que aquellas mujeres judías querían (y apenas querían y así lo proclamaban en jerga babilonia) «tomar y estrellar a los niños contra las peñas de Babilonia».
Es la cólera. Es el furor. Precisamente esa cólera, ese furor, mantienen con vida a los judíos; les impiden morir. Los judíos no mueren de tan ardientes que son.
¡Sé ardiente, judío! ¡Muestra tu furor! Oh, actúa como Rózanov, es decir, sin dormirte ni un instante en los laurales, sin enfriarte jamás. Si te amodorras, el mundo fenecerá. El mundo está vivo y despierto mientras hay un judío que «tiene puestos en Él sus atentos ojos». «¿A cuánto sale hoy la avena?» Ocúpate del comercio, judío, ¡comercia!, pero jamás se te ocurra ofender a los rusos. No los ofendas, querido. Tienes talento para el comercio y hasta eres genial practicándolo (el peso de los siglos, el nexo con los fenicios). Déjanos también a los rusos meter baza, haznos sitio al menos en «el comercio de especialidades farmacológicas», en las boticas, enséñanos a organizar «sindicatos», y, anda, permítenos participar de tu negocio aunque sea en un siete o un ocho por ciento, quedándote tú con el cien. Los rusos tendrán que aceptarlo, porque bien es sabido que carecen de inventiva. Dale a los judíos, dale a los judíos: ellos son los creadores, ellos lo han inventado, sí. Pero después dale algo también al ruso. ¡Por Dios!: al ruso que vive en la miseria.
Mas basta ya de toda esta «suma menesterosa», de esta indigencia cristiana que no hace más que mostrar cómo asoman tantos ojillos llenos de envidia. Dejémoslo, de veras. Y volvamos a las tristes canciones de Israel.
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