He tenido el enorme placer de escribir el prólogo al segundo volumen de las Emanaciones de Juan Abreu. Recoge las entradas del blog homónimo publicadas entre 2012 y 2015.
Me dispongo a escribir estas páginas cuando Juan Abreu está organizando su archivo personal y va compartiendo fotografías de sus primeros años en los EEUU después de escapar de Cuba hace cuatro décadas. Como tantas marcas del pasado, tantas señales del hombre que asoman de repente, estas fotos arrojan mucha luz sobre las páginas escritas. Todas muestran a un joven atractivo, con una sonrisa de oreja a oreja, un punto de saludable insolencia y una general satisfacción, la de haber escapado, la de poderse convertir en cualquiera de las cosas que elige para sí un hombre libre, siendo sólo una de ellas la de ser un artista. La labor de construcción de un artista, que en Juan fue aparejada a la de un hombre libre, está manifiesta en cada una de esas fotografías en solitario, junto a Reinaldo Arenas o cualquiera de los otros que integraron, llevados por una marea de éxodo, la Generación Mariel, una generación con nombre de puerto de partida y, a diferencia de Ítaca, sólo y nada más que de partida.
Las emanaciones se pueden leer sin reparar en esos antecedentes. Es decir, sin tomar en cuenta la metódica fabricación de uno mismo, el desarraigo voluntario, la voluntad de ser libre a toda costa. Y se lo leerá con provecho. Pero sabiendo quién es el hombre, de qué arcilla está hecho, qué mimbres han trenzado su carácter y, sobre todo, cómo ha llegado a una experiencia con la escritura que es a la vez fervor y desasimiento, pasión y conquista, se las lee mejor. He comprobado, no obstante, que aún sin esos precedentes, la nota de cata que resulta de su lectura es en todos los casos rica en matices intelectuales y organolépticos.
Emanaciones, un proyecto de escritura que Abreu inició en el año 2008, toma su nombre de las «emanaciones de una rutina» que aparecían en el título de Gimnasio, libro que publicó seis años antes. Emanaciones es la exposición en un río de tinta del transcurso del ánimo, la honda superficie de la vida: las pasiones y la desgana, las lecturas laboriosas y la contemplación serena, la rabia y el sosiego. Y es también el resultado de la voluntad de dejar escrita la vida, que es la principal pulsión de todo diario íntimo, porque escribirla es vivirla mejor, más hondamente, ponerla a prueba. Y es también la única garantía de exponerla y entregarla a la memoria. Dejarla a esa posteridad que Juan dice le importa un pito, pero que ronda a los hombres, aun a los más desasidos, como nos ronda la muerte de la que esa posteridad, en tanto extensión postiza de la existencia, sería la única salvación. ¿Cómo habrían sido las Emanaciones de haberlas escrito Abreu en su juventud? Distintas, pero con una viva conexión con estas. Porque la prosa de Juan, su humor, su capacidad para desdeñar lo ampuloso, huir de la pompa y desafiar las convenciones al uso (¡incluso las que vuelven al uso después de haber estado en desuso!), son las de un joven iconoclasta. Ese es su aliento y su ambición. Su prosa juvenil y saltarina con las desganas y las precauciones de un viejo.
Y no hay mejor espacio para ella que este. El diario registra perfectamente el vaivén de un hombre, la escritura movida a merced del ánimo, sin el corsé de la arquitectura de un libro ya previsto, sin la disciplina del plan, la tiranía del proyecto, les chemins de fer que llevan al escritor a cumplir lo trazado en un proyecto de libro. El blog es un espacio distinto. Es escritura continua sin más propósito que la inscripción del ánimo, la filia y la fobia. Mirar al olivo o verle las vergüenzas a un escritor asalariado, contar las lecturas, glosarlas, anotar ideas cogidas al vuelo mientras leemos a los otros, ideas que engrosarán la obra propia. O simplemente calentar la mano antes de escribir otra cosa, como hacen el tejedor o el médico forense. Hacer crujir los dedos, chasquearlos al paso del gato o la ardilla. Salpimentar el potaje y apurar una cucharadita después a ver si espesó lo debido.
Por eso el diario es el perfecto recipiente para inscribir la vida y sus últimos límites: el hastío, la repugnancia y la muerte. Precisamente, Arcadi Espada subrayaba la libertad y la rutina como las dos condiciones primeras e insoslayables de la escritura de Abreu en el prólogo al volumen I de esta edición, el que recoge lo emanado entre 2008 y 2011. Nada cambió en los años que recoge este segundo volumen: la preocupación por la libertad, la propia y la circundante, está en cada nota, declarada o sutilmente, casi siempre a gritos, las más de las veces con humor. Un clamor por la libertad reposado en la lánguida, pero a la vez urgente tiranía de la rutina: el Nulla dies sine linea como divisa. El 7Eleven que habita el diarista.
Buena parte de los afanes de recoger después en libro lo que alguna vez fue escritura cotidiana en un blog se ve condenado al fracaso. ¿Por qué no sucede eso en el caso de las Emanaciones? ¿Por qué recogidas en libro las diarias viñetas escritas online se juntan aquí en la argamasa de un buen libro, en tripa suculenta? Para mí es evidente: por mucho que las emanaciones se ocupen de lo cotidiano, lo circunstancial, lo contingente, su peso es el de la escritura de un hombre, un hombre que se escribe a sí mismo. Luego, cuando lees las emanaciones, lo que estás leyendo es la suerte y el destino de un hombre, la carne misma de la literatura.
Hay algo más en esa manera de operar, en esa esa fábrica en la que el obrero Abreu produce, es decir, emana, a diario. La geografía. La de Emanaciones es una fábrica de escritura en español mirando hacia dos lados de la lengua, hacia su origen y su thelos, dentro de la geografía del español que son Cuba y España. Y el autor es como el espectador de un partido de tenis, que mira sucesiva, espasmódicamente, a ambos lados de la cancha, ora dejándose ganar por el ritmo, ora mirando al suelo o el cielo con desgana ante jugadores con los brazos tan llenos de plomo. Un tedio consustancial a las materias que narra: la Cuba inmóvil y la España contumaz.
Y sobre todo Cuba. En este libro está escrito Juan, pero también está escrita Cuba. Y no «cierta» Cuba, como les gustaría decir a los del lindero y el cartabón. Cuba es también cada Cuba contada con fervor por un hombre a lo largo de sus años. A veces en un hombre hay más constancia que en la Cuba inconstante que narra. En la Cuba que Abreu observa ayudado de un catalejo, porque le queda lejos, pero con la lupa puesta sobre los fragmentos que de allá llegan, como señales casi siempre tumefactas, hasta el pie del olivo en Valldoreix.
Juan Abreu sabe bien que solo se ve bien, que se ve siempre mejor, desde el anti y el contra, el púlpito de la sorna y el desdén, la cátedra del ¡abajo! y el ¡fuera! Y la vida ha sido muy generosa con él: lo situó en la Cuba castrista, primero, en Miami, después, y por último en la España convulsa de estos años convulsos y en la más convulsa de sus regiones: la Cataluña envilecida por el nacionalismo, el etnicismo, la xenofobia. ¡Si ya te digo que es un hombre con suerte! Por eso Cuba y España son los dos pivotes geográficos, ¡no diré sentimentales!, sobre los que bascula Emanaciones. Hoy le toca turno a un castrista habanero y mañana a un xenófobo catalán. Vienen a ser lo mismo en más de un sentido: a ambos los une la incapacidad para vivir con gente distinta. Uno puede hacer cualquier cosa con esas experiencias vividas por Abreu y la mayoría de ellas acabarán dando temple a un hombre. Pero si ese hombre tiene la dicha y el talento de convertirse en un escritor, si arranca al tedio y al desespero la vocación de escribir, ¡eso es tener mucha suerte! Emanar es tener la generosidad de compartirla.
Emanaciones es también un libro del odio. Porque de odiar Abreu sabe. En Cuba lo odiaron lo suficiente como para echarlo. Y él mismo odió lo bastante como para largarse en cuanto pudo. Pero junto al odio hay en este libro, como en la vida que lo sustenta, toneladas de gozo. ¡Y cuánto gozo! El gozo recorre las emanaciones, queda inscrito en ellas, es su gasolina. El olivo y el Chablis, las palomas que vuelan al patio de la casa en Valldoreix, las ardillas que merodean nerviosas en torno a la piscina, los sabrosos embutidos salidos de una matanza y los amigos embutidos en los trajes de baño para celebrar la vida. El disfrute del sexo, de todo el sexo y los sexos todos.
Emanaciones es también un ejemplo magnífico de la escritura como pose. La pose entendida como una postura poco natural, incómoda, forzada: la pose a la que ese mismo mundo fuerza. Ejercer una pose es una necesidad, porque a un mundo demediado, envilecido, ¡pavoroso, dirá Abreu!, se lo enfrenta mejor con una pose bien construida. Comportarse ante él con naturalidad, tomárselo en serio por así decirlo, sería darle carta de naturaleza, aceptarlo. Y a ese mundo no hay que darle un instante de tregua. Emanaciones es, por fin, la cartilla de combates de un duelista. Porque es la vindicación de la necesidad del ejercicio permanente de la esgrima. Día tras día, lance tras lance. Sin pausa, sin desmayo. Porque dar tregua es capitular. Y la literatura y la vida, entendidas a la manera de Juan Abreu, son cualquier cosa menos hurtar el cuerpo, envainar la pluma, callar la boca. De hecho, son exactamente lo contrario.
La reseña del libro Paisajes del comunismo, de Owen Hatherley, se publicó en la revista La Lectura, suplemento del diario El Mundo, el 9 de mayo de 2022.
De la mucha nostalgia que produjo el colapso del socialismo soviético, una de las más curiosas es la nostalgia prestada. No hay en ella el asiento de la experiencia en el mundo que latía del lado más sombrío del Muro de Berlín o el recuerdo de un lema coreado en una manifestación de Bucarest o Moscú. La nostalgia prestada, un fenómeno que se da en las nuevas generaciones de los países del Este de Europa, donde los milenials heredan la memoria de la infancia de sus padres, se ve también en espacios geográficos y políticos donde no se vivió la realidad de las llamadas “democracias populares”.
Y ocurre que a veces produce loables artefactos que indagan en el pasado. Es lo que sucede con este libro de Owen Hatherley (Southampton, 1981), cuyo combustible es precisamente esa nostalgia y un exhaustivo deambular por las ruinas de un mundo sin ideología, pero con edificios. Un libro que se mueve en varios registros y en casi todos con el aliento de una enorme autenticidad.
Paisajes del comunismo, que en la edición original llevaba el subtítulo de A History Through Buildings, es a la vez un libro de viajes, un manual y un tratado de arquitectura y urbanismo. También una invitación a tratar a las urbes del Este de Europa como una caja de herramientas mnemotécnica que sirvan lo mismo para pensar en la manera en que la utopía “marxista-leninista” construyó ciudades en las que acomodar y, a veces, martirizar a sus habitantes, que para enfrentarnos con la gestión del patrimonio de un mundo que un buen día pareció haber dejado de existir, salvo por la tenacidad de dos elementos distintos, pero igualmente amigos de perdurar: el hormigón y la memoria.
Hatherley, que es a un tiempo turista y académico, y a tiempo completo también simpatizante del mundo que narra, sigue un itinerario que no deja nada de lado. Su recorrido cabal comienza por las avenidas, las Magistrale, el espacio de las marchas y los desfiles, los de la épica militar convertida en ejercicio civil: la Kreschatik de Kiev, la Karl-Marx-Allee en Berlín o la calle Tverskáia de Moscú, donde Pushkin te ve marchar a la Plaza Roja. Después, desparrama su prosa por los microdistritos, los complejos de viviendas donde transcurría la vida socialista. Nowa Huta, la perversa extensión de Cracovia, donde se contrapuso la modernidad socialista a la elegancia gótica, o barrios como Poruba, a las afueras de Ostrava, o el distrito Avtozavod, en Nizhni Nóvgorod, diseñado por norteamericanos como si de una extensión de Detroit con sabor soviético se tratara.
Hatherley, por cierto, escribe este libro desde la periferia del sur de Varsovia, mirando por la ventana lo que teclea con inteligencia y una mirada sobre el proceso de construcción de la ciudad socialista que junta un buen manejo de las fuentes y unas dotes extraordinarias para la observación y la recuperación de la experiencia. Los condensadores sociales, espacios donde se fabricaba al hombre nuevo rodeado de una nueva sociabilidad -clubes, comedores colectivos, centros de ocio- son otro espacio crucial. Hatherley tampoco se olvida de los rascacielos o los memoriales, como no deja de lado la reconstrucción de las ciudades históricas que arquitectos y burócratas emprendieron tras el paso de la Segunda Guerra Mundial o en el Berlín reunificado y el resto de espacios urbanos poscomunistas, aplicando estrategias que recuerdan el adhocismo postmodernista.
Hatherley comienza evocando a sus abuelos comunistas y lo termina pasmado ante el pabellón de la República Bolivariana de Venezuela en la Expo de Shanghái de 2010. En el arco que dibujan esos dos extremos se mueve un libro donde el sesgo es acariciado con mano suave, pero también sometido al esmeril de la crítica. Sobran el prólogo y Caracas. Admira la mirada sobre el pasado del Este
Un lugar especial del libro, una suerte de opúsculo dentro de la obra, es la sección dedicada a los sistemas de transporte público y a su estandarte más célebre. “Cuando me dispuse por fin a escribir este libro”, anota Hatherley, “sabía que habría un capítulo en concreto por el que me acusarían de hacer apología”. Es este, donde el metro de Moscú es recorrido en sus salones y en la prosa con la pasión del turista y el candor del fanático.
Por ambiciosa que fuera la utopía, el nivel de la vida cotidiana necesitaba un topos, un lugar donde amar, comer y soñar con el huidizo porvenir. Avenidas, monumentos y casas de cultura servían para que el hombre del socialismo, también él, un solitario que se sabía indemne ante el poder del Estado, encontrara la alegría de la convivencia y la participación, esas palancas del entusiasmo. Hatherley, con su nostalgia prestada y un rigor cartográfico, ha hecho un favor impagable a la memoria de aquel mundo con tonos de gris habitado antaño por los soldaditos de la ilusión.
Cuando Alejo Carpentier (1904-1980) se sentó a escribir La música en Cuba no escuchaba el pasado, pero tarareaba el futuro. No era aún el novelista mayúsculo que con libros como Los pasos perdidos y El reino de este mundo fabricaría prosa barroca a partir de la historia de América, del Orinoco a la revolución haitiana, y se convertiría en una de las figuras más conspicuas de la novelística latinoamericana que iba de camino al boom, su milla de oro impreso.
Lo cierto es que el cubano, que era también un poco ruso y francés, cuarterón de todos los censos de la sensibilidad, y repartido también entre la música, el periodismo y la novela, dio a luz con este libro al primer compendio de lo que la música cubana era y sería: un artefacto cultural deslumbrante, ritmo e industria, materia prima de exportación y cadencia. Una colección de los materiales primarios que convirtieron a Cuba, a todas las Cubas sucesivas, en una fiesta del ritmo.
El volumen le fue encargado en un viaje a México, donde apareció la primera edición en 1946. El propósito era contar la historia de la música hecha en Cuba, desde los orígenes de la colonización española hasta la madurez republicana, un momento en que los sones cubanos pugnaban por las salas de baile de Occidente. Nadie había emprendido esa aventura antes, más allá de tientos parciales que aquí se mencionan con desdén. Y mucho menos lo había hecho un investigador acucioso como lo era Carpentier, musicólogo de patio de butacas y redacción de periódico, cuya colección de artículos sobre música, que desparramó por diarios y revistas durante décadas, llevaría el más preciso de los títulos: Ese músico que llevo dentro.
Durante meses, Carpentier buscó en los archivos partituras y registros documentales de la música como espacio de la emoción y la identidad, y también de la construcción de una nación. El saldo tiene el peso y el brillo de un tesoro. Este viaje por la historia de la música en Cuba no omite una sola nota. Es sinfonía y ópera, es baile de salón y recorrido por los solares donde cantan los ñáñigos, bañando de sudor el cuero terso de los tambores.
Va desde Esteban Salas, el primer compositor cubano, hasta el prodigio que fue Julián Orbón, pasando por el Son de la Má Teodora y el nacionalismo de Manuel Saumell o el teatro bufo cubano, que fue la expresión criolla del teatro ligero español. Rastrea el surgimiento de una identidad cubana, ese “ritmo nuestro” que el crítico Buenaventura Pascual Ferrer detectó en la contradanza que se bailaba en Cuba en el alba del siglo XIX. Una cubanidad que encontrará momentos de singular concreción en Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla.
Se ocupa también el autor del danzón, “el baile nacional” hasta la tercera década del siglo XX. Y de los ritmos “más nuevos”. Hay que leer al adusto Carpentier previniendo de las fusiones falaces, “productos híbridos despojados de savia popular y autenticidad” entre los que nombra con los pelos de punta a la “rumba-Fox, el capricho afro, la conga-Fox o la rumba musulmana, que se escuchan por todas partes”.
Buena parte de la narración se ocupa de la tensión entre el folclore y el canon culto. «El músico del Nuevo Mundo acaba por liberarse del folclore…, hallando en su propia sensibilidad las razones de su idiosincrasia», escribe. La música en Cuba se hizo sobre la base de la música culta llevada a la isla por compañías europeas, pero sobre todo con el impacto crucial de los ritmos aportados por los africanos arrastrados al Caribe por la esclavitud. Tal vez en la decisiva manera en que Carpentier subraya la virtud de todos esos afluentes, los ritmos y cadencias que pusieron a bailar a un pueblo y a la humanidad con él, esté el mérito inmarcesible de esta indagación que ya es arqueología.
Cabe imaginar a Carpentier pasmado hoy ante la centralidad que el Caribe cubano, boricua y dominicano sigue representando para la música comercial con sus bases rítmicas y el Auto-Tune, con su poesía efímera y peleona, epicentro de una revolución nada silenciosa: la de Bad Bunny, la música urbana, el reguetón más procaz. Viendo a “la música de Cuba” habitar un mundo que vino después de Cuba.