Jorge Ferrer - 10/02/22
Categoría: Lecturas compartidas, Letra impresa, Libros, Literatura, Rusia, Traducciones, Uncategorized | Etiquetas: Literatura rusa, Pushkin, traducciones
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Hace unos meses compartí aquí una traducción de un relato de Pushkin, “La señorita campesina”.
Comparto ahora un segundo cuento del gran autor ruso que traduje: La tempestad.
Ambos textos fueron publicados por la barcelonesa editorial Alma. Allí publican unos libros ilustrados estupendos y admira que encarguen traducciones nuevas de los clásicos rusos para ellos. En el caso de estos cuentos de Pushkin que traduje, los incluyeron en sendas Antologías de relatos románticos. Una de amores “apasionados”. Otra, de amores “tormentosos”.
Mi traducción de “La tempestad” cupo en la segunda, cuya cubierta copio abajo.
Los libros de Alma están a la venta en librerías online y a pie de calle. El catálogo completo se puede consultar en el sitio de la editorial.

La tempestad
Aleksandr Pushkin
Corren los caballos por las colinas,
Hollando la nieve honda…
Mientras una casa de Dios a la vera
Se alza solitaria.
……
De repente la ventisca se levanta
Caen los copos sin parar;
Y un cuervo negro de alas sibilantes,
Revolotea sobre los trineos.
¡Su pesado lamento anuncia pesar!
Y los caballos veloces
Escrutan la penumbra distante,
Erizadas las crines.
Zhukovski
A finales de 1811, en una época de grata memoria para nosotros, habitaba en su hacienda de Nienarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich R**. Célebre en toda la comarca por su hospitalidad y bonhomía, los vecinos no paraban de tomar el camino de su casa para comer, beber, jugar al Boston con su mujer a cinco kópeks la partida, y algunos también para echarle el ojo a María Gavrílovna, la hija de ambos, una joven pálida y esbelta que, a sus diecisiete años, muchos codiciaban para sí mismos o para sus hijos.
María Gavrílovna había sido educada en la lectura de novelas francesas y, por lo tanto, estaba enamorada. El objeto de su amor era un pobre alférez del ejército, que pasaba las vacaciones en su pueblo. Es de suyo evidente que el joven alimentaba una pasión pareja por la joven y que los padres de su amada, conscientes de las inclinaciones de ambos, le habían prohibido a su hija ponerlo en sus mientes siquiera, mientras que a él lo recibían con menos ceremonias que a un funcionario jubilado.
Los amantes de nuestra historia mantenían correspondencia y cada día se veían a solas en un bosque de pinos o junto a una vieja capilla. Allí se prometían amor eterno, se lamentaban de su suerte y daban rienda suelta a su imaginación. Escribiéndose y conversando de tal guisa fue natural que ambos llegaran a la siguiente conclusión: si no podemos respirar uno sin el otro y la voluntad de nuestros padres se interpone entre nosotros y nuestra felicidad, ¿acaso no haríamos mejor ignorándola? Como se comprenderá, esta feliz idea se le ocurrió primero al joven y cautivó enseguida a la romántica imaginación de María Gavrílovna.
Con la llegada del invierno, los encuentros se interrumpieron, pero la correspondencia se hizo aún más frecuente. En cada una de sus misivas, Vladimir Nikoláyevich le imploraba que se entregara a él para contraer matrimonio en secreto y después de ocultarse un tiempo se prostraran ante los padres de ella, quienes, naturalmente, se sentirían emocionados por la heroica fidelidad y la infelicidad de los amantes y exclamarían emocionados: «¡Venid a nuestros brazos, hijos!»
A María Gavrílovna no la abandonaban las dudas y muchos de los planes de fuga fueron desechados. Finalmente, se mostró de acuerdo con uno: el día señalado rechazaría la cena y se encerraría en su dormitorio con la excusa de una jaqueca. Más tarde, junto a su doncella, también consciente del plan, ambas debían salir al jardín por la puerta trasera, encontrar allí el trineo que las estaría aguardando, y salvar las cinco verstas que separaban Nienarádovo y la población de Zhádrino, donde se dirigiría a la iglesia en la que Vladimir ya las estaría esperando.
La víspera del día decisivo, María Gavrílovna no pegó ojo en toda la noche. Los preparativos la absorbieron. Ató la ropa interior y los vestidos, escribió una larga carta a una sentimental señorita que era su amiga y otra a sus padres. De ellos se despidió en los términos más conmovedores, disculpaba su comportamiento por la ingobernable fuerza de la pasión y concluía asegurándoles que no habría un momento más placentero en su vida que aquel en el que le fuera permitido prosternarse de nuevo ante ellos. Tras sellar ambas cartas con estampillas de Tula que representaban dos corazones ardientes y llevaban una digna leyenda, la joven se tumbó en la cama a poco de amanecer y se quedó adormecida. Pero entonces la asaltaron terribles ensoñaciones que la despertaban constantemente. En una de ellas, su padre la abordaba de repente cuando acababa de sentarse en el trineo que la conduciría al altar y la arrastraba por la nieve tirando con fuerza hasta arrojarla un oscuro sótano sin fondo por el que ella volaba cabeza abajo con el corazón encogido. En otra era su enamorado quien aparecía tumbado sobre la hierba, pálido y ensangrentado. A punto de exhalar su último suspiro, él le rogaba con voz penetrante que se casaran enseguida. Otros sueños igual de terribles e insensatos cruzaron su mente, uno tras otro. Por último se levantó, más pálida que de costumbre y con una jaqueca que no era nada fingida. Sus padres percibieron la inquietud que la embargaba. La tierna preocupación que ambos mostraron y las insistentes preguntas que hicieron —«¿Qué te sucede, Masha?»; «¿Acaso te has puesto enferma, hija?»— le desgarraron el corazón. Intentó tranquilizarlos, parecer alegre, pero no lo consiguió. Cayó la tarde. La idea de que era el último día del que se despedía acompañada de su familia le estrujó el corazón. Apenas se tenía en pie. Y se iba despidiendo en secreto de todos las seres y objetos que la rodeaban.
Llamaron a la cena. A María Gavrílovna el corazón parecía querer salírsele del pecho. Con voz temblorosa anunció que no le apetecía cenar y comenzó a despedirse de sus padres. Estos la besaron y, como era costumbre, le dieron la bendición. La joven apenas conseguía contener las lágrimas. De vuelta en su habitación, se dejó caer en una butaca ahogada por los sollozos. Su doncella la convenció de que se calmara y recobrara el ánimo. Todo estaba listo ya. En apenas media hora Masha abandonaría para siempre su casa paterna, su habitación, la vida apacible de las muchachas solteras… La tempestad azotaba el patio. El viento ululaba y los postigos temblaban y golpeaban. La joven se tomó la tormenta como una amenaza, un mal augurio. Muy pronto la casa quedó en calma con todos ya en la cama. Masha se envolvió en un chal, se puso un buen abrigo, tomó el neceser y salió por la puerta de atrás. La criada la seguía cargando sendos fardos. Salieron al jardín. La tempestad no amainaba. El viento la golpeaba de frente, como si empujara para detener a la joven delincuente. Avanzando a duras penas, las dos jóvenes alcanzaron el fondo del jardín. Un trineo las esperaba en el camino. Los caballos impacientes no se estaban quietos y el cochero de Vladimir se paseaba frente a las pértigas que sobresalían por delante del trineo para sosegarlos. Cuando hubo acomodado a la señorita y a su doncella junto a los bultos y el neceser que traían, tomó las riendas y los caballos echaron a correr. Tras encomendar a la joven al cuidado del destino y las mañas del cochero Terioshka, veamos qué tal le va a nuestro joven enamorado.
Vladimir se había pasado el día yendo de un lado a otro. En la mañana fue a ver al sacerdote de Zhádrino, a quien persuadió con esfuerzo. Después se fue a buscar testigos entre los hacendados de la región. El primero a quien acudió, el corneta retirado Dravin, de cuarenta años de edad, aceptó de buen grado. Aquella aventura, le aseguró, le haría recordar sus viejos tiempos haciendo travesuras en el cuerpo de húsares. Dravin convenció a Vladimir para que se quedara a comer con él y le aseguró que no le costaría nada encontrar a los otros dos testigos requeridos. Y en efecto, en cuanto hubieron acabado de comer se aparecieron el agrimensor Schmidt con sus bigotes y espuelas, y el hijo de un capitán del correccional, un joven de dieciséis años que acababa de ingresar en el cuerpo de ulanos. Ambos no sólo acogieron calurosamente la propuesta de Vladimir, sino que además le juraron estar dispuestos a dar sus vidas por él. Vladimir los abrazó dominado por la emoción y corrió a su casa a prepararse.
La noche había caído hacía ya rato, cuando Vladimir encomendó a su fiel Terioshka tomar el camino de Nienarádovo con su troika y llevando instrucciones minuciosas y precisas. Para sí mismo ordenó ensillar un pequeño trineo tirado por un solo penco y se puso en marcha sin más cochero que él mismo hacia Zhádrino, adonde María Gavrílovna llegaría unas dos horas más tarde. El camino lo conocía bien y no serían más de veinte minutos de viaje.
Pero apenas Vladimir salió a campo abierto, se levantó tal ventolera, que no alcanzaba a ver nada delante de sus narices. La nieve cegó el camino en un minuto. Todo desapareció cubierto por una penumbra espesa y amarillenta que sólo conseguían atravesar los blancos copos de nieve. El cielo y la tierra se fundieron en uno. Vladimir se vio de pronto en medio del campo y no conseguía retomar el camino. El caballo avanzaba al buen tuntún y lo mismo clavaba una pata en un montón de nieve, que se hundía en un hueco. El trineo no paraba de volcar. Vladimir se las veía y deseaba para mantener el rumbo. Pensó que aunque ya llevaba media hora de camino aún no había alcanzado la linde del bosque de Zhádrino. Pasaron otros diez minutos y el bosque continuaba sin aparecer. Vladimir avanzaba a través de un campo surcado por hondas zanjas. La tempestad no amainaba, ni se despejaba el cielo. El caballo dio señales de cansancio y su pasajero sudaba a mares, a pesar de que estaba metido en la nieve hasta la cintura.
Al fin comprendió que no había tomado la dirección correcta. Se detuvo un momento, analizó la situación, hizo memoria, calculó… y acabó convencido de que tenía que girar a la derecha. Así lo hizo. El caballo apenas se tenía en pie. Llevaban más de una hora de viaje. Zhádrino no podía estar lejos. Y, sin embargo, por mucho que avanzaban el campo no daba señales de tener fin. Todo eran montones de nieve y zanjas; el trineo volcaba una y otra vez y él tenía que enderezarlo para retomar la marcha. El tiempo pasaba y al joven lo fue invadiendo una gran inquietud.
Por fin aparecieron unas sombras a la derecha y Vladimir enfiló el trineo en esa dirección. Al acercarse constató que se trataba de un bosque. Dio gracias a Dios: ya iba por el buen camino. Avanzó bordeando la linde con la esperanza de rodear el bosque o alcanzar el camino que conocía. Detrás de la floresta estaba Zhádrino. No tardó en encontrar un camino y lo tomó para adentrarse en la penumbra creada por los árboles desnudados por el invierno. Aquí ya el viento no podía hacer de las suyas y el camino estaba limpio, el caballo se animó y Vladimir recuperó la calma.
Pero por mucho que avanzaba, Zhádrino no se dejaba ver: el bosque no parecía tener fin. Vladimir tuvo que reconocer que se había metido en un bosque desconocido. La desesperación se apoderó de él. Pegó al caballo con la fusta y la pobre bestia echó a correr al galope, primero, pero acabó aminorando la marcha y al cuarto de hora ya iba al paso, sorda a todos los esfuerzos del desventurado novio.
El bosque empezó a ralear poco a poco y Vladimir salió por fin a campo descubierto. No se veía Zhádrino. Ya sería medianoche. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Continuó camino ya sin ton ni son. La tempestad había amainado, el cielo se había despejado y delante de él se extendía una llanura cubierta por una mullida alfombra blanca. La noche era bastante clara. A lo lejos asomaba una minúscula aldea de cuatro o cinco casas. Hacia ella se dirigió Vladimir. Saltó del trineo al llegar a la primera de las casas y golpeó la ventana. Unos minutos después se levantó el postigo de madera y asomó la barba gris de un anciano. «¿Qué se te ofrece?», preguntó. «¿Está lejos Zhárino?» «¿Que si Zhádrino queda lejos?» «¡Sí, eso! ¿Queda lejos?» «¡Quia! A diez verstas, más o menos» Aquella respuesta hizo que Vladimir se tirara de los cabellos y se le helara el gesto como a un hombre acabado de condenar a muerte.
«¿Y tú de dónde vienes?», preguntó el anciano. Vladimir no tenía fuerzas para responder. «Escucha, viejo: ¿me prestas unos caballos que me lleven a Zhádrino?» «¿Qué caballos te voy a dejar yo a ti, hombre?», replicó el campesino. «¿Y alguien que me lleve? Pagaré lo que sea», dijo Vladimir. «Espera, que mandaré a mi hijo a que te lleve», zanjó el anciano bajando el postigo. Vladimir se quedó esperando, pero la impaciencia lo dominaba y enseguida volvió a golpear la ventana. Se levantó el postigo otra vez y asomó otra vez el anciano. «Y ahora ¿qué quieres?» «¿Qué pasa con tu hijo?» «Ya sale, se está calzando. ¿Te estás helando ahí fuera? Pasa y caliéntate», ofreció el campesino. «No, gracias, tú mándame pronto a tu hijo».
Chirriaron las puertas y apareció un joven que empuñaba un garrote. Sin decir palabra, echó a andar señalando dónde estaba el camino o buscándolo cuando se perdía bajo los montones de nieve. «¿Qué hora es?», le preguntó Vladimir. «Ya amanecerá pronto», le respondió el joven campesino. Vladimir no tuvo fuerzas para decir nada más.
Ya era de día y cantaban los gallos cuando arribaron a Zhádrino. La iglesia estaba cerrada a cal y canto. Vladimir pagó al joven campesino y dirigió sus pasos a la casa del sacerdote. Nada más entrar al patio se percató de que su troika no estaba allí. ¡Qué noticias aún le esperaban!
Mas volvamos con los buenos hacendados de Nienarádovo y veamos qué está sucediendo en su casa.
En esencia, nada.
Los viejos han abandonado sus aposentos y ya se encuentran en el salón. Gavrila Gavrílovich lleva el gorro de dormir y su chaquetón de paño. Praskovia Petrovna lleva chaqueta guateada. Cuando les sirven el samovar, Gavrila Gavrílovich manda a la criada a interesarse por María Gavrílovna y preguntarle qué tal durmió y cómo se encuentra. La chica, mordiendo las palabras, informó que la señorita había pasado mala noche, pero que ahora, ejem, se encontraba mejor y bajaría enseguida. Y, en efecto, la puerta se abrió y María Gavrílovna se acercó a saludar a su papaíto y su mamaíta.
—¿Qué tal va tu cabeza, Masha? —preguntó Gavrila Gavrílovich.
—Mejor, papaíto —contestó Masha.
—Diría que has tenido fiebre ayer, ¿no es cierto, hija? —intervino Praskovia Petrovna.
—Es posible, mamaíta —le respondió Masha.
El día transcurrió sin novedades, pero en la noche Masha se sintió indispuesta. Mandaron a buscar al médico, que llegó a media tarde y se encontró a la paciente delirando. Las fuertes fiebres tuvieron a la pobre enferma dos semanas con un pie en la tumba.
En la casa nadie conocía el intento de fuga de la víspera. Las cartas escritas antes de escapar ya habían sido quemadas. La criada no había dicho esta boca es mía, temerosa de la ira de los señores. El sacerdote, el corneta retirado, el agrimensor y el joven ulano mantuvieron un bajo perfil, como les convenía. El cochero Terioshka siempre había sabido mantener la boca bien cerrada, aun en estado de ebriedad. De ese modo, el secreto permaneció a salvo entre algo más de media docena de conjurados. Y, no obstante, la propia María Gavrílovna lo reveló en un momento de su angustioso delirio. Por suerte, lo hizo de tal forma que su madre, que no se apartaba del lecho de su hija ni un instante, nada alcanzó a comprender de las palabras inconexas, más allá de la idea de que su hija estaba perdidamente enamorada de Vladimir Nikoláyevich y que, con toda probabilidad, en ese amor radicaba la causa de su enfermedad. Establecido esto y después de pedir consejo a su marido y a algunos vecinos, acabaron decidiendo unánimemente que no había dudas de que el destino de María Gavrílovna estaba escrito, las cosas hay que aceptarlas como vienen y la pobreza no es un vicio, que no se vive con la riqueza, sino con la persona amada, etc. Los proverbios de tono moral suelen ser muy útiles en tales circunstancias, cuando somos incapaces de inventarnos mejores justificaciones.
Entretanto, la joven comenzó a recuperarse y a Vladimir hacía mucho que no se lo veía aparecer en casa de Gavrila Gavrílovich. Ya estaría bien escarmentado de los recibimientos que solían hacerle. Entonces se dispuso mandar a buscarlo anunciándole enseguida la feliz nueva: el consentimiento otorgado por los padres de la novia al matrimonio. ¡Pero cuál no sería la sorpresa de los hacendados de Nienarádovo cuando en respuesta a su invitación recibieron de él una carta que sólo un hombre privado de la razón podía haber escrito! En ella les anunciaba que jamás volvería a poner un pie en su casa, y les rogaba olvidarse de un desgraciado al que ya sólo le quedaba depositar alguna esperanza en la muerte. Unos días más tarde conocieron que Vladimir se había alistado en el ejército. Corría el año 1812.
A Masha, aún en proceso de restablecimiento, no se atrevieron a comunicarle lo ocurrido hasta pasado un buen tiempo. A partir de ese día, el nombre de Vladimir no apareció nunca más en sus labios. Y sólo unos meses más tarde, al toparse con sus particulares en un listado de heridos graves en la batalla de Borodinó, sufrió un desvanecimiento, que hizo que se temiera le volvieran las fiebres. Sin embargo, gracias a Dios el desmayo no tuvo consecuencias.
Otra fue desgracia que se abatió sobre ella. Su padre, Gavrila Gavrílovich, falleció legándole toda la hacienda. Una herencia que no le sirvió de consuelo, no obstante. Compartía con todo su corazón el dolor de la desventurada Praskovia Petrovna y juró no separarse de ella jamás. Ambas dejaron Nienarádovo, lugar que tantos malos recuerdos les traía, y se fueron a vivir a la comarca de ***.
No faltaron pretendientes allá merodeando en torno a la graciosa y rica novia, pero ella jamás dio a ninguno el menor atisbo de esperanza. De tanto en tanto, su madre la animaba a dejarse cortejar. Pero cada vez María Gavrílovna negaba con la cabeza y se ensimismaba. Vladimir ya no vivía: había muerto en Moscú la víspera de la toma de la ciudad por los franceses. Masha alimentaba un recuerdo reverencial por su memoria y se dio a la tarea de conservar todo aquello que la ayudara a tenerlo presente. Los libros que alguna vez leyó, sus dibujos, notas y los versos que había copiado para ella. Entretanto, sus vecinos, asombrados de su entrega a la memoria de Vladimir esperaban con curiosidad al héroe que se alzaría un día con la victoria sobre la triste fidelidad que profesaba aquella virginal Artemisa.
Entretanto, la guerra había terminado gloriosamente y nuestros regimientos volvían del extranjero. La gente corría su encuentro. Se escuchaban las canciones que traían los vencedores: Vive Henri-Quatre, valses tiroleses y arias de la Joconde. Los oficiales, que habían marchado a la campaña siendo unos niños, volvían ya con las maneras viriles incorporadas en el campo de batalla y con las cruces al mérito colgadas en el pecho. Los soldados intercambiaban palabras en son de camaradería mezclando palabras francesas y alemanas. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Tiempos de gloria y júbilo! ¡Con qué fuerza latía el corazón de los rusos al escuchar la palabra «patria»! ¡Qué dulces eran las lágrimas que se derramaban en cada encuentro! ¡Cómo todos a una supimos juntar los sentimientos de orgullo nacional y amor al soberano! ¡Qué gran momento para él, por cierto!
Las mujeres, las mujeres rusas se comportaron de una manera única. Su frialdad habitual se esfumó como por ensalmo. Su júbilo resultaba de veras embriagador, cuando saludaban a los vencedores dándoles vivas y arrojaban sus cofias al aire.
¿Qué oficial de los que estuvieron allí entonces, no reconocerá que a las mujeres rusas debió su mejor condecoración, la más valiosa?
En aquellos tiempos espléndidos María Gavrílovna vivía con su madre en la provincia de *** y no presenció la manera en que en ambas capitales se saludó el regreso de las tropas. Pero tal vez el júbilo que se vivió en comarcas y aldeas fuera aún mayor. La llegada de cualquier oficial a esos lugares generaba un entusiasmo general y cualquier pretendiente vestido de frac palidecía a su lado.
Ya habíamos mencionado que, a pesar de la frialdad que mostraba, María Gavrílovna continuaba rodeada de pretendientes. Pero todos ellos debieron recular cuando apareció en su castillo un coronel de húsares herido, con la orden de San Jorge en el ojal y una interesante palidez, como solían expresarse las damas de entonces. El joven se apellidaba Burmín y tenía unos veintiséis años. Había venido a pasar las vacaciones en sus tierras, ubicadas cerca de la aldea de María Gavrílovna. Ella lo distinguía con su atención. Su habitual ensimismamiento desaparecía en presencia del joven. Nadie podría afirmar que coqueteaba con él, pero el poeta habría dicho: S’amor non è, che dunque?
Burmín era, efectivamente, un joven encantador. Poseía ese tipo de inteligencia que fascina a las mujeres. Hacía gala del raciocinio de la decencia, la capacidad de observación, un talante sin recelos y siempre tenía una sonrisa presta. A María Gavrílovna la trataba con sencillez y desapego, pero su mirada y su alma estaban atentas a cada cosa que ella decía o hacía. Burmín daba la impresión de ser un hombre de talante moderado y modesto, aunque las malas lenguas sostenían que en el pasado fue un caballerete de mucho cuidado. Ello, no obstante, no hacía mellas en la estima que por él tenía María Gavrílovna quien, como cualquier otra dama joven, sabía perdonar las travesuras que demostraban un carácter dotado de arrojo y fervor.
Pero había algo más (más que la ternura, que la conversación dilecta, más interesante que la palidez y que el brazo vendado) y era la manera en que el silencio del joven húsar alimentaba su curiosidad e imaginación. María Gavrílovna no podía no ser consciente de cuánto le gustaba. Y es probable que él, con su inteligencia y experiencia, hubiera percibido también que ella lo distinguía sobremanera: ¿cómo era posible que aún ella no lo hubiera visto arrojándose a sus pies y declarándole su amor? ¿Qué lo frenaba? ¿La timidez que suele acompañar a los amores genuinos, el orgullo o la coquetería de un seductor experimentado? Un enigma aquel que ella, tras meditarlo largamente, resolvió adjudicándoselo a la timidez, única explicación que concebía. Así, decidió dedicarle más atención aún para animarlo e incluso permitirse, cuando la situación lo admitiera, alguna muestra de cariño. María Gavrílovna anticipaba el desenlace más inesperado y esperaba con impaciencia el instante de la romántica declaración. Los misterios, cualquiera que sea su naturaleza, han tentado siempre los corazones femeninos.
Con el paso de los días, el despliegue de la estrategia de María Gavrílovna comenzó a acariciar el éxito. Al menos, Burmín fue dejándose envolver en un aire taciturno y sus ojos negros se posaban en María Gavrílovna con un nuevo fuego, de modo que parecía que el minuto decisivo no se haría esperar mucho más. Los vecinos ya hablaban del enlace matrimonial como de algo inevitable y la buena de Praskovia Petrovna se felicitaba de que su hija hubiera encontrado un novio digno por fin.
Un día la anciana estaba haciendo el solitario en el salón, cuando Burmín entró de repente y, sin más preámbulo, preguntó por María Gavrílovna. «Está en el jardín», le informó la anciana. Y lo animó: «Vaya con ella, que yo os espero aquí». Mientras Burmín avanzaba hacia el jardín, Praskovia Petrovna se santiguó y pensó que ojalá aquel fuera por fin el día tan anhelado.
Burmín encontró a María Gavrílovna bajo un sauce, junto al estanque. Llevaba un vestido blanco y tenía un libro en las manos, como la heroína de una novela. Después de las consabidas preguntas, la joven se abstuvo de animar la conversación con lo que multiplicó la incomodidad que ambos sentían y llevó la situación a un punto muerto del que sólo podía sacarla una declaración súbita y decidida. Y así fue. Consciente de lo penoso de su situación, Burmín le declaró que llevaba ya mucho tiempo esperando la ocasión de abrirle su corazón y le rogó un minuto de atención. María Gavrílovna cerró el libro y bajó los ojos en señal de asentimiento.
—Yo a usted la amo —dijo Burmín—. La amo con pasión…
María Gavrílovna se ruborizó y bajó aún más la cabeza. Él continuó:
—He sido imprudente al haberme entregado al dulce hábito de verla y escucharla a diario.
María Gavrílovna recordó la primera carta de St.-Preux.
—Ahora ya nada puedo hacer para escapar de mi destino: el recuerdo de usted, de vuestro dulce e incomparable semblante me perseguirá ya siempre como un tormento, a la vez que como un motivo de gozo. Y, sin embargo, aún tengo que cumplir un penoso deber y descubrirle un terrible secreto que pondrá entre los dos un obstáculo insalvable.
—Ese obstáculo ha estado ahí siempre —lo interrumpió con fuego María Gavrílovna—: ¡Yo nunca habría podido convertirme en su esposa!
—Sé muy bien que usted alguna vez ya amó —le dijo él en voz baja—, pero la muerte y tres años de duelo… ¡Dulce, querida María Gavrílovna! ¡No quiera privarme de un último consuelo: la idea de que usted habría aceptado hacerme feliz de no ser por… ¡Oh, calle, por Dios, calle! Usted me atormenta. Sí, tengo esa certeza. Siento que habríais sido mía, pero yo, la más desventurada de las criaturas… ¡estoy casado!
María Gavrílovna lo miró sorprendida.
—Estoy casado —continuó Burmín—, llevo ya cuatro años casado y no sé quién es mi mujer, ni dónde vive, ni siquiera si debo volver a verla algún día.
—Pero ¿qué dice? —exclamó María Gavrílovna—. ¡Qué cosa tan rara! Continúe. Ya le contaré yo después una… Pero continúe, se lo ruego.
—A principios de 1812 —contó Burmín— me encontraba viajando a toda prisa hacia Vilna, donde estaba acampado mi regimiento. En una ocasión llegué tarde en la noche a una casa de postas y al mandar que me prepararan enseguida los caballos, vi que se desencadenaba una furiosa tormenta de nieve. Tanto el responsable como los cocheros allí presentes me recomendaron esperar. Y aunque estaba dispuesto a seguir su consejo, una incomprensible inquietud se apoderó de mí. Tenía la sensación de que me empujaban. Entretanto, la tempestad no amainaba y, sin poder contenerme, ordené ponernos en marcha y me metí en el ojo de la tormenta. Al cochero se le ocurrió avanzar sobre el río helado, lo que debía ahorrarnos tres verstas. Pero como las orillas del río estaban completamente cegadas por la nieve, dejamos atrás el lugar por donde debíamos salirnos y tomar nuestro camino y al final acabamos en un paraje que nos era desconocido. Como la tempestad seguía azotándonos, al ver una luz encendida a lo lejos ordené que nos dirigiéramos allá. Llegamos a una aldea. La luz que había visto ardía en la iglesia. Tenía las puertas abiertas, había unos cuantos trineos afuera y se veía a algunas personas caminando por el atrio.
—¡Venga! ¡Venga! —gritaron algunas voces al vernos llegar.
Ordené al cochero que se aproximara.
—¿Dónde te habías metido? —me reprochó una voz—. La novia está al borde de un ataque de nervios. El pope no sabe qué hacer con ella. Estábamos a punto de marcharnos ya. Entra deprisa, corre.
Sin decir palabra, salté del trineo y entré en la iglesia alumbrada apenas por dos o tres velas. En un oscuro rincón, había una joven sentada en un banco. Otra muchacha le frotaba las sienes.
—Gracias a Dios que aparece —dijo la segunda—. ¡Por poco mata de angustia a la señorita!
El anciano sacerdote se acercó a preguntarme si me parecía bien comenzar la ceremonia.
—Sí, comience, padre, comience —le ordené distraídamente.
Levantaron a la joven. Me pareció de muy buen ver, por cierto… Con incomprensible e imperdonable frivolidad me situé a su lado ante el altar. El sacerdote tenía prisa. Tres hombres y la criada mantenían a la novia en pie y sólo tenían ojos para ella. Nos juraron en matrimonio.
—Besaros —nos mandaron.
Mi esposa volvió su pálido rostro hacia mí. Quise besarla… Pero al verme gritó:
—¡No es él, ay! ¡No es él! —y se desplomó sin conocimiento.
Los testigos me clavaron sus ojos asustados. Yo me di la vuelta y abandoné la iglesia sin obstáculo alguno, me subí de un salto al trineo y grité:
—¡En marcha!
—¡Dios mío! —intervino María Gavrílovna—. ¿Y nada sabe del destino de vuestra pobre esposa?
—Nada sé de ella —respondió Burmín—, ni conozco el nombre de la aldea donde contraje matrimonio. Tampoco recuerdo las señas de la casa de postas de la que salí para llegar allá. Frívolo como era entonces, concedí tan poca importancia a la criminal travesura que había hecho, que en cuanto nos alejamos de la iglesia me dormí y no desperté hasta la mañana siguiente, ya con tres casas de postas por medio. El criado que me servía entonces murió durante la campaña, de manera que no tengo esperanza alguna de encontrar a la mujer a la que gasté broma tan cruel, la misma que es vengada ahora con crueldad pareja.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó María Gavrílovna tomándolo de la mano—. ¡Entonces fue usted! ¿Es que no me reconoce, acaso?
Burmín palideció… y se arrojó a sus pies…
Traducción de Jorge Ferrer
Traducido a partir de Obras de A. S. Pushkin en diez volúmenes. Moscú, GIJL, 1960, volumen 5.
© Editorial Alma y Jorge Ferrer. La reproducción de este texto sin autorización expresa de los titulares de los derechos está prohibida.
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Jorge Ferrer - 07/06/21
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No había traducido antes a Aleksandr Pushkin y he tenido la ocasión, ¡la suerte!, de hacerlo hace unos meses para la barcelonesa editorial Alma. Allí publican unos libros ilustrados estupendos y admira que encarguen traducciones nuevas de los clásicos rusos, y otros, para ellos. Lo hicieron con sendas Antologías de relatos románticos. Una de amores “apasionados”. Otra, de amores “tormentosos”.
Es en la primera donde cupo mi traducción de “La señorita campesina”, que Aleksandr Pushkin escribió los días 19 y 20 de septiembre de 1830 y aquí comparto con ustedes.
Los libros de Alma están a la venta en librerías online y a pie de calle. El catálogo completo se puede consultar en el sitio de la editorial.

La señorita campesina
Aleksandr Pushkin
Tú, Dúshenka, te ves bonita con el vestido que te pongas.
Bogdánovich
En una de nuestras provincias más remotas tenía su hacienda Iván Petróvich Bérestov. En sus años mozos había servido en la Guardia, de la que se licenció a principios de 1797 para retirarse a su aldea de la que no ha vuelto a salir desde entonces. Se había casado en su momento con una mujer noble, aunque pobre, que murió de parto, mientras él se hallaba en campaña. Las ocupaciones domésticas le sirvieron de rápido consuelo. Se hizo construir una casa a partir de planos que él mismo dibujó, montó una fábrica de paños, triplicó sus rentas y comenzó a pensar que era el tipo más listo de todo aquello, una pretensión que no le discutían los vecinos que lo visitaban en su hacienda trayéndose familias y perros. De diario se lo solía ver con una chaqueta plisada y los días de fiesta vestía una levita de paño de su propia producción. Las cuentas las llevaba él mismo y sólo leía el diario Noticias del Senado. En general, era un hombre querido, aunque se lo tenía por orgulloso. El único que no se congraciaba con él era Grigori Ivánovich Múromski, su vecino más próximo. Este Múromski era un señor ruso con todas las de la ley. Después de derrochar en Moscú la mayor parte de su patrimonio y habiendo enviudado, marchó a la última aldea de la que era propietario y allá continuó entregado a las travesuras, aunque ahora eran de otro tipo. Se hizo construir un jardín inglés en el que se gastó toda la renta que le quedaba. Sus mozos de cuadra vestían como jockeys ingleses. Su hija tenía una criada inglesa. Sus campos de cultivo eran explotados con el método de labranza inglés, pero ya se sabe que «el trigo ruso no crece con vestidos extranjeros» y a pesar del significativo ahorro en los gastos, las ganancias de Grigori Ivánovich no aumentaban, y además de que también en la aldea encontraba la manera de incurrir en nuevas deudas. Con todo, no se consideraba un tipo tonto, pues fue el primero de todos los hacendados de la región a quien se le ocurrió colocar su hacienda bajo el amparo del Consejo Tutelar, una movida que en aquella época era considerada en extremo compleja y hasta temeraria. Bérestov era, de entre quienes lo juzgaban, el que lo hacía con mayor severidad. El odio a las innovaciones era un rasgo característico de su manera de ser. Le resultaba imposible mantener un tono impasible cuando hablaba de la anglomanía de su vecino y enseguida encontraba algún motivo para criticarlo. Así, por ejemplo, si mostraba sus dominios a un invitado, cuando este elogiaba su gestión, le replicaba en son de burla: «Sí, claro, es que a mí las cosas no me salen como a mi vecino Grigori Ivánovich. ¡No puedo arruinarme como un inglés! ¡Con tal de que podamos comer como rusos!» Esas y otras bromas semejantes, con el concurso de los vecinos mediante, llegaban a oídos de Grigori Ivánovich enriquecidas con nuevos elementos e interpretaciones. El anglófilo se tomaba la crítica con la misma irritación que nuestros periodistas. Se ponía como una fiera y acusaba a su Zoilo de ser un animal y un paleto de provincias.
Así estaban las cosas entre estos dos hacendados, cuando el hijo de Bérestov se vino a vivir con su padre a la aldea. El joven había sido educado en la Universidad de *** y se disponía a seguir la carrera militar, algo que a su padre no le hacía ni pizca de gracia. Él mismo no se veía nada apto para el servicio civil, pero como ni el padre ni el hijo cedían, el joven Alekséi comenzó a llevar la vida de un señorito y hasta se dejó bigotes por si acaso.
Alekséi era un primor de joven. Y habría sido una pena de veras que su fina estampa no se viera ceñida jamás por una guerrera y que en vez de ir por el mundo paseándose a lomos de un caballo desperdiciara su juventud doblado sobre papeles de oficina. Cuando lo observaban en medio de una cacería, cabalgando siempre el primero sin parar mientes en el camino, los vecinos coincidían en que de él no saldría un buen burócrata. Las señoritas lo miraban a hurtadillas y algunas le clavaban los ojos un rato, pero Alekséi les hacía poco caso y ellas suponían que algún amor oculto era la causa de la insensibilidad que mostraba. Y, en efecto, corría de mano en mano la copia de la dirección a la que había enviado una de sus cartas: A Akulina Petrovna Kúrochkina, en Moscú, enfrente del monasterio Alekséyevski, en la casa del calderero Saveliev; le ruego encarecidamente, señora, que haga llegar la presente a A. N. R.
A mis lectores que no hayan residido nunca en una aldea les costará imaginar lo encantadoras que son las señoritas de provincias. Educadas al aire libre, a la sombra de los manzanos de sus huertos, todo lo que saben de la sociedad y la vida lo han sacado de los libros. El aislamiento, la libertad y la lectura despiertan muy pronto en ellas sentimientos y pasiones que resultan desconocidos a nuestras frívolas bellezas de ciudad. Para cualquiera de estas señoritas de provincias el tañido de una campanilla constituye una aventura, un viaje a la ciudad más próxima es todo un hito en la vida y un invitado en casa deja un recuerdo largo y en ocasiones eterno. Naturalmente, todo el mundo es libre de burlarse de sus rarezas de carácter, pero las bromas de un observador superficial no pueden ensombrecer las virtudes esenciales de estas muchachas, entre las que la principal es la particularidad del carácter, la originalidad (o individualité), sin la que, según Jean Paul, no existe la grandeza humana. Es posible que las mujeres que viven en las capitales reciban una mejor educación, pero el hábito de vivir en sociedad atenúa muy pronto el brillo del carácter y hace que las almas se parezcan tanto entre sí como los sombreros. Y esto queda aquí dicho no con afán de juzgar, ni tampoco de censurar, pero nota nostra manet, como suele escribir un viejo comentarista.
No es difícil imaginar la impresión que Alekséi tenía que causar en el círculo de nuestras señoritas. Fue el primero que compareció ante ellas con aire sombrío y gesto desencantado, el primero que les habló de las alegrías perdidas y una juventud marchita. Por si ello fuera poco, Alekséi llevaba una sortija negra con el dibujo de una calavera. Todo ello resultaba extraordinariamente nuevo en aquellos confines. Las señoritas perdían la cabeza por él.
Pero a la que más ocupaba la presencia del joven era a Liza, la hija de nuestro anglófilo. O Betsy, que es como Grigori Ivánovich solía llamarla. Sus padres no se visitaban, de modo que ella aún no había visto a Alekséi en persona, pero el joven estaba en boca de todas sus jóvenes vecinas. Liza tenía diecisiete años. Sus ojos negros inflamaban de vida su rostro moreno y muy agraciado. Como hija única que era, su padre la había mimado en extremo. Su carácter juguetón y las constantes travesuras que hacía maravillaban a su padre tanto como conducían al mayor desconsuelo a su institutriz miss Jackson, una adusta solterona de cuarenta años, que se echaba blanquete en la cara y se teñía las cejas, leía Pamela dos veces al año, recibía sus buenos dos mil rublos por todo ello y se moría de aburrimiento en la bárbara Rusia.
A Liza la servía una doncella que respondía por Nastia. Era algo mayor que ella, aunque tan frívola como su señorita. Liza la quería mucho y le confiaba todos sus secretos. Juntas montaban todas las diabluras que se le ocurrían. Es decir que Nastia era en Prilúchino un personaje más importante que cualquier confidente en una tragedia francesa.
—¿Me dejará hoy que libre un rato para hacer una visita? —le preguntó un día Nastia, mientras la vestía.
—¿Y a dónde vas tú?
—A Tuguílovo, a casa de los Bérestov. Es el santo de la mujer del cocinero y ayer vino a invitarnos a comer.
—¡Vaya! Los amos no se dirigen la palabra y sus criados se agasajan unos a otros.
—¡¿Y a nosotros por qué nos ha de importar que los amos se peleen?! Encima, yo la sirvo a usted y no a su papá. ¿Verdad que usted no se ha tirado los trastos a la cabeza todavía con el joven Bérestov? ¡Qué se peleen los viejos, si les viene en gana!
—Tú, Nastia, ocúpate de echarle bien el ojo a Alekséi Bésterov y después vienes y me cuentas cómo se comporta y qué clase de persona es.
Nastia prometió cumplir la encomienda y Liza se pasó el día esperando con impaciencia su regreso. La doncella apareció por fin cuando caía la tarde.
—Y bien, Lizaveta Grigórievna —dijo enseguida—, he tenido ocasión de ver muy bien al joven Bérestov, porque hemos pasado todo el día juntos.
—¿Cómo fue? Cuéntame, cuéntalo todo en orden.
—Ahí voy. Mire, fuimos unas cuantas amigas, estaba yo, estaba Anisia Yegórovna, vinieron Nenila, Dunka…
—Todo eso lo sé, sí… ¿Qué pasó después?
—¡Pero déjeme que se lo cuente todo por orden! Llegamos justo a la hora de sentarnos a la mesa. Había un montón de gente allí. Había gente llegada de Kólbino, de Zajárevo, la intendenta con sus hijas, gente de Jlúpino…
—Y Bérestov, ¿qué?
—Espérese, oiga. Nos sentamos a la mesa con la intendenta a la cabeza y al lado de ella, sus hijas, dándose importancia, pero a mí esas me importan un pimiento…
—¡Nastia, por Dios! ¡Qué aburrida eres siempre con todos esos detalles!
—¡Ay, pero cuánta impaciencia! El caso es que cuando nos levantamos de la mesa… ¡Ah, y la comida estuvo tremenda, casi tres horas estuvimos con ella! Había un pastel blanc manger azul, rojo y a rayas… Decía que nos levantamos de la mesa y nos fuimos al patio a jugar al escondite y ahí fue cuando apareció el joven señor.
—¿Y qué? ¿Es tan buen mozo como dicen?
—Muy buen mozo, ciertamente. ¡Guapísimo, incluso! Es esbelto, es alto, tiene las mejillas sonrosadas…
—¿En serio? Pues, yo pensaba que tenía el rostro pálido. ¿Qué le vamos a hacer? Y dime: ¿se lo ve triste o pensativo?
—¡Triste, dice! ¡No había visto un loco así jamás en la vida! Y le dio por corretear con nosotras jugando al escondite.
—¡Al escondite, con vosotras! ¡No puede ser!
—¡Vaya si fue! ¡Y las que se gastaba! ¡Figúrese que le dio por besar a todas las que atrapaba!
—¡Eso te lo estás inventando, Nastia! ¡Mientes!
—¡No me invento nada! Ni miento. Me costó horrores sacármelo de encima. Y así se estuvo todo el día con nosotras.
—¡Pero si dicen que está enamorado y no tiene ojos para nadie!
—Pues no sé qué decirle, ¿sabe?, porque a mí no me quitaba ojo y a Tania, la hija de la intendenta, igual. ¡Ah, y a Pasha, la de Kólbino, más de lo mismo! ¡Eso sí, no le hizo nada malo a ninguna el muy pillo, quede claro!
—¡Increíble! ¿Y qué dice de él el servicio de la casa?
—Dicen que es un señor magnífico: es amable, es alegre. Lo único malo es que no para de ir tras las faldas. Pero yo no creo que eso sea malo, pues ya se le pasará con el tiempo.
—¡Ay, me encantaría conocerlo! —confesó Liza y acompañó sus palabras con un suspiro.
—¡Pues eso es muy fácil! Tuguílovo está aquí al lado. Si son tres verstas de nada. Vaya a dar un paseo a pie en esa dirección. O a caballo. Estoy segura de que se lo encontrará. Dicen que todas las mañanas sale a primera hora con la escopeta a cazar algo.
—¡Oh, no! Eso no estaría bien. Podría pensar que le estoy yendo atrás. Y, encima, nuestros padres están disgustados, así que se supone que no puedo relacionarme con él… ¡Ay, Nastia! ¿Sabes qué haré? ¡Me disfrazaré de campesina!
—¡Oh, sí, claro! Póngase una camisa de tela gruesa, un sarafán, y tome sin temor el camino de Tuguílovo. Le aseguro que Bérestov no la dejará pasar inadvertida.
—Me manejo muy bien con el acento de aquí, así que… ¡Oh, Nastia! ¡Nastia querida! ¡Qué ocurrencia más maravillosa hemos tenido! —concluyó Liza y se fue a dormir armada ya del propósito de llevar a cabo su divertido plan.
A la mañana siguiente Liza puso el plan en marcha. Lo primero fue encaminarse al mercado a comprar un trozo de tela gruesa, hilo azul y botones de cobre. Con la ayuda de Nastia se cortó una camisa y enfrascó a todas las criadas de la casa en la costura, de manera que a la caída de la noche la pieza de ropa ya estaba lista. Liza se la probó y tuvo que reconocer ante el espejo que nunca se había visto tan bonita. Ensayó un poco el papel que le tocaría hacer, hizo algunas reverencias sin detener la marcha y cabeceó como hacen los gatos de terracota. También habló con el acento de las campesinas y se cubrió la boca con la manga de la camisa al reír. Todo ello obtuvo la máxima aprobación de Nastia. Una sola dificultad pareció insuperable: intentó atravesar el patio descalza, pero la hierba lastimó sus piececillos delicados y la arena y las piedrecillas le parecieron insufribles. También en esto Nastia acudió en su socorro: tomó las medidas de la planta del pie de Liza y corrió al campo a ver al pastor Trofím, a quien encargó unas sandalias que sirvieran a su señora. Al otro día, Liza se levantó antes de las primeras luces del alba. Toda la casa aún dormía. Nastia esperó al pastor junto a la cancela. Sonó la flauta y el rebaño se estiró bordeando el patio de la casa señorial. Al pasar frente a la doncella, Trofím le entregó las pequeñas sandalias de colores y recibió medio rublo como remuneración. Seguidamente, Liza se vistió de campesina, susurró a Nastia unas instrucciones relativas al manejo de la situación con miss Jackson y salió al patio trasero, atravesó el huerto y al llegar a campo abierto, echó a correr.
El alba resplandecía en el oriente y las doradas hileras de nubes parecían aguardar al Sol, como los pajes esperan a su Zar. El cielo despejado, el frescor de la mañana, la brisa y el canto de los pajarillos llenaban el pecho de Liza de alborozo juvenil. Temiendo el encuentro con algún conocido, más que andar parecía volar. Pero al llegar al bosque que se alzaba en la linde de las posesiones de su padre, aminoró el paso. Aquí es donde debía esperar a Alekséi. Su corazón latía con fuerza, aunque ignorante del por qué. Pero el temor que acompaña nuestras travesuras juveniles es también su principal encanto. Liza se adentró en la penumbra del bosque. El ruido sordo e incesante de la floresta saludó a la muchacha. Su júbilo se apagó ligeramente. Poco a poco se fue entregando a una dulce ensoñación. Pensó que… Aunque bien visto, ¿acaso puede alguien saber lo que pasa por la cabeza de una joven de diecisiete años que se encuentra sola en medio de un bosque sobre las seis de la mañana? El caso es que avanzaba sumida en sus pensamientos por un camino flanqueado a ambos lados por enormes árboles, cuando un hermosísimo perro de caza comenzó a ladrarle. La voz de mando de un joven cazador que salió de detrás de unos arbustos lo acalló enseguida:
—Tout beau, Sbogar, ici… —Y añadió dirigiéndose a ella—: No te preocupes, bonita, que mi perro no muerde.
Liza se repuso enseguida del susto y supo aprovechar la circunstancia:
—No, no haga caso, señor —le replicó fingiendo ser una tímida joven que estaba aún un poco asustada—: Pero es que temo que esté tan furioso que me salte encima.
Entretanto, Alekséi (el lector ya habrá comprendido que se trata de él) estudiaba atentamente a la joven campesina.
—Si tienes miedo, te acompañaré —se ofreció—. ¿Te importa que camine a tu lado?
—¿Quién te lo va a impedir? —respondió Liza—. El camino es de todos y caminar por él puede quien quiera.
—¿De dónde eres?
—De Prilúchino. Soy hija de Vasili, el herrero, y he venido a por setas.
Liza llevaba un cesto colgado del hombro para disimular.
—¿Y tú de dónde eres, señor? ¿Acaso de Tuguílovo?
—Exacto —respondió Alekséi—. Soy el ayuda de cámara del joven señor.
Alekséi buscaba que la relación entre ambos pareciera la que se establece entre iguales. Pero Liza lo miró y se echó a reír.
—Mientes —le dijo—, porque te crees que has dado con una tonta. Veo muy bien que el señor eres tú mismo.
—¿Y qué te hace pensar tal cosa?
—¡Pues, todo!
—A ver, ¡explícate!
—¿Cómo va una a confundir al señor con el sirviente? Ni la manera de vestir es la misma, ni la de charlar. ¡Y al perro no le has hablado en ruso!
La atracción que Alekséi comenzaba a sentir por la muchacha no hacía más que crecer. Y habituado a no cortarse un pelo cuando de las guapas lugareñas se trataba, intentó abrazarla. Pero Liza se alejó de un salto y adoptó una postura tan fría y severa que, aunque a Alekséi le pareció algo cómica, sirvió para que se abstuviera de intentar otros acercamientos.
—Si quiere que continuemos siendo amigos —le dijo ella en tono grave—, no se vuelva a permitir tales licencias.
—¿Quién te ha enseñado esas lindezas? —le preguntó Alekséi carcajeándose—. ¿Será acaso que compartes señora con Nástenka, la doncella que conocí el otro día? ¡Fíjate qué caminos tan curiosos sigue la educación pública!
Liza sintió que estaba saliéndose un poco de su papel y se aplicó enseguida.
—¿Acaso te crees que no he entrado nunca en la casa señorial? Pues que sepas que he visto y he oído de todo. Pero ¿sabes una cosa? —zanjó de repente—: Charlando aquí contigo lo tengo difícil para coger setas. Así que tú sigue por tu lado, señor, que yo seguiré por el mío. Con permiso…
Liza quiso escurrir el bulto, pero Alekséi la sujetó de la mano.
—¿Cómo te llamas, cariñito mío? —preguntó.
—Akulina —respondió Liza, mientras intentaba liberar sus dedos del apretón de la mano de Alekséi—. ¡Suéltame, señor! ¡Tengo que volver ya!
—Bien, bien, amiga mía, Akulina, pero has de saber que le haré sin falta una visita a tu papaíto el herrero Vasili.
—¿Qué dices? —protestó ella vivamente—: no te aparezcas por allí, por Dios te lo pido. Como en casa se enteren de que estuve hablando a solas con un señor en medio del bosque, me caerá una buena: el herrero Vasili, mi padre, me golpeará hasta matarme.
—Pero es que tengo muchas ganas de verte otra vez —explicó Alekséi.
—Ah, bueno, va y algún día vuelvo aquí a por más setas.
—¿Cuándo? ¿Cuándo?
—Pues, mañana mismo, fíjate.
—Te cubriría de besos ahora mismo, mi querida Akulina, pero no me atrevo. Entonces, mañana: ¿mañana, a esta hora? ¿Quedamos así?
—Sí, sí.
—¿No me estarás engañando?
—No te engaño, no.
—¡Júramelo por Dios!
—Por el Viernes Santo te lo juro. ¡Vendré!
Y así se despidieron los jóvenes. Liza salió del bosque, atravesó el campo, se metió en el huerto y corrió a la granja, donde la esperaba Nastia. Allí se cambió de ropa precipitadamente, respondiendo como podía a las preguntas de su curiosa confidente, y apareció en el salón. La mesa ya estaba puesta, el desayuno listo y miss Jackson, ya con la cara cubierta de afeites y con el talle tan ceñido que parecía una copa, cortaba finísimas rebanada de pan.
—¡No hay nada más saludable que levantarse a primera hora de la mañana! —la elogió su padre y fundamentó su proposición en varios ejemplos de longevidad extraídos de revistas inglesas y subrayando que todas las personas que habían vivido más de cien años no probaban el vodka y se levantaban con las primeras luces del alba tanto en verano como en invierno.
Liza no lo escuchaba. El repaso mental de todos los pormenores del encuentro de la mañana, y de la conversación de Akulina con el joven cazador, le provocaban remordimientos de consciencia. Por mucho que se decía a sí misma que el encuentro no había rebasado en ningún momento los límites del decoro y que su atrevimiento no tendría consecuencias, su mala consciencia pisaba más fuerte que sus razonamientos. Y la promesa que había hecho de comparecer la mañana siguiente era lo que más la inquietaba porque había tomado la recia decisión de faltar a su solemne juramento. Claro que entonces Alekséi, tras esperarla en vano, podría encaminarse a la aldea, llegar a la casa del herrero Vasili y encontrarse allí a la verdadera Akulina, una joven regordeta y picada de viruelas, descubriendo así el frívolo engaño del que había sido víctima. Esa idea horrorizó tanto a Liza, que tomó la decisión de acudir nuevamente al bosque a la mañana siguiente haciéndose pasar por Akulina.
Alekséi, por su parte, había quedado maravillado y se pasó todo el día con su nueva conocida en mente. También en la noche la imagen de la hermosa joven morena se le apareció en sueños. Y apenas asomaban las primeras luces del alba, cuando ya estaba vestido y, sin concederse el tiempo de cargar la escopeta, echó a andar hacia el lugar del prometido encuentro acompañado de su fiel Sbogar. Allí estuvo una media hora en una espera que le pareció insoportable, hasta que vio asomar detrás de unos arbustos el sarafán azul y se precipitó al encuentro de la dulce Akulina. La joven sonrió con júbilo a la vista de su expresión agradecida, pero Alekséi supo descubrir enseguida en su semblante las huellas de la angustia y el desasosiego. Quiso saber qué los motivaba. Liza le confesó que su actuación le parecía frívola y se arrepentía de ella. También le dijo que no había querido faltar a su palabra esta vez, pero que ese sería su último encuentro y le rogó poner fin a una relación que sólo podría acarrearles disgustos. Todo ello, como cabía esperar, fue dicho con acento campesino, aunque las ideas y sentimientos que demostraban, tan extraños en una joven humilde, impactaron a Alekséi. Entonces, echó mano de toda su locuacidad para disuadir a Akulina de su propósito, la intentó convencer de la inocencia de sus intenciones y le prometió no darle jamás motivo para el arrepentimiento, obedecerla en todo y le rogó que no lo privara del placer único que era encontrarse con ella a solas. Aunque fuera día sí y día no o, siquiera, un par de veces por semana. Alekséi le hablaba imbuido de una pasión genuina y no había ninguna duda de que en aquel instante ya estaba enamorado de ella. Liza lo escuchó en silencio.
—Dame tu palabra de que nunca te presentarás en la aldea buscándome o preguntando por mí —le dijo ella por fin—. Y dame tu palabra también de que no intentarás tener más encuentros conmigo que aquellos que yo misma convenga contigo.
Alekséi ya iba a jurárselo por el Viernes Santo, pero ella lo interrumpió:
—No necesito que me lo jures, me basta con tu palabra.
Acordado esto, charlaron amistosamente y dieron un paseo por el bosque hasta que Liza le dijo que era hora de volver. Cuando se despidieron y Alekséi quedó a solas no pudo evitar preguntarse cómo una humilde joven campesina había conseguido tanto poder sobre él en apenas dos citas. Su trato con Akulina tenía el encanto de la novedad y por mucho que las reglas impuestas por la singular campesina le resultaran onerosas, la idea de faltar a su palabra no cruzó su mente en ningún momento. Lo cierto era que, a pesar del anillo macabro, su misteriosa correspondencia y el aire de sombría decepción que lo rodeaba, Alekséi era un joven noble y apasionado y tenía un corazón puro capaz de disfrutar de los encantos de la inocencia.
Si me dejara llevar sólo por lo que me apetece, ahora me pondría a describir aquí con todo lujo de detalles las citas de los dos jóvenes, la afición que se fueron tomando uno al otro, la confianza que fue creciendo entre ellos, las ocupaciones que compartían y sus conversaciones. Pero sé que la mayoría de los lectores no encontraría en ello tanto gusto como hallo yo. Esos detalles tienen, además, un punto empalagoso, así que nos los ahorraré limitándome a anotar que antes de que transcurrieran dos meses ya mi Alekséi estaba enamorado hasta las trancas, mientras que Liza, aunque más contenida, estaba animada por similar sentimiento. Ambos se sentían felices de vivir el presente y poco pensaban en el futuro.
La idea de anudar lazos indisolubles los visitaba a ambos con frecuencia, pero nunca se dijeron una palabra al respecto. Y la razón para ello era evidente: por mucho que Alekséi se sintiera atraído por la dulce Akulina, nunca olvidaba la distancia que mediaba entre él y una humilde campesina. Liza, por su parte, era consciente del odio que separaba a los padres de ambos y no se atrevía a poner esperanzas en una reconciliación. Además, su vanidad era alimentada en secreto por el oscuro y novelesco anhelo de que aquella historia acabara con el hacendado de Tuguílovo rendido a los pies de la hija del herrero de Prilúchino. Pero de repente un importante suceso a punto estuvo de dar un súbito vuelco a la relación entre los dos jóvenes.
Una de esas mañanas claras y frías, con las que tanto se prodiga el otoño ruso, Iván Petrovich Bérestov salió a dar un paseo a caballo, llevando consigo por si acaso a seis lebreles, al mozo de caballos y a unos cuantos recios chiquillos armados con carracas. A esa misma hora Grigori Ivánovich Múromski, seducido por el buen tiempo, mandó ensillar su potra rabicorta y salió a recorrer al trote sus posesiones de británica apariencia. Cuando llegaba a la linde del bosque, Grigori Ivánovich avistó a su vecino, que con su gorro de piel de zorro estaba sentado con aplomo sobre su caballo a la espera de ver aparecer a la liebre que los chiquillos intentaban sacar, con la ayuda de gritos y carracas, de los arbustos donde se ocultaba. Con toda certeza de haber previsto aquel encuentro, Grigori Ivánovich habría tomado otro camino, pero se había dado de bruces con Bérestov inesperadamente y lo tenía ahora a la distancia de un disparo de pistola. No había nada que remediar ya. Y Múromski, como cualquier europeo educado, dirigió los pasos de su potra hacia su vecino y lo saludó cortésmente. Bérestov respondió al saludo con el mismo énfasis que pone un oso encadenado a la hora de saludar a los señores por orden de su domador. En ese mismo instante saltó la liebre y echó a correr campo a través. Bérestov y el mozo de caballos gritaron a todo pulmón, soltaron a los lebreles y los siguieron al galope. Ello hizo que la yegua de Múromski, que nunca había asistido a una partida de caza, se asustar y se desbocara. Múromski, que se consideraba un experto jinete, la dejó correr y en su fuero interno, se sintió aliviado de que la ocasión lo librara de un interlocutor que no le agradaba. Pero la potra, al encontrarse de repente ante un barranco cuya presencia no había adivinado, se echó a un lado bruscamente y Múromski se vio arrojado fuera de la silla. La caída sobre la tierra helada fue bastante dura y Múromski maldijo a la potra rabicorta que, al percatarse de la pérdida del jinete, se había parado en seco, como si hubiera cobrado consciencia de su enojoso comportamiento. Iván Petrovich galopó hacia él preocupado porque se hubiera podido hacer daño. El mozo de caballos, entretanto, trajo a la culpable potra tomándola de las riendas y ayudó a Múromski a subir de nuevo a la silla. Bérestov lo invitó a su casa, una invitación que Múromski no pudo rehusar, porque se sentía en deuda, de modo que Bérestov volvió a casa con la gloria de haberse cobrado una liebre y conduciendo a su adversario herido y prácticamente prisionero de guerra.
La conversación entre los vecinos en torno a la mesa del desayuno fue bastante amistosa. El desdichado jinete reconoció que después del golpe no se sentía con fuerzas para volver a caballo y pidió a su vecino una calesa. Cuando Bérestov lo acompaño hasta la puerta de la casa, Múromski se resistió a marchar hasta arrancarle su palabra de honor de que vendría al día siguiente a almorzar como dos buenos amigos a su casa de Prilúchino acompañado de su hijo Alekséi Ivánovich. De ese modo, una vieja y muy enraizada enemistad parecía a punto de llegar a su fin gracias a una rabicorta y asustadiza potra.
Liza corrió al encuentro de Grigori Ivánovich en cuanto lo vio llegar.
—¿Qué le ha pasado, papá? —preguntó sorprendida—. ¿Por qué cojea así? ¿Dónde dejó el caballo? ¿De quién es esta calesa?
—¡No lo adivinarías, my dear! —le respondió Grigori Ivánovich y le contó todo lo ocurrido.
Liza no daba crédito. Antes de que pudiera asimilarlo, Grigori Ivánovich le anunció que los dos Bérestov vendrían a comer a casa el día siguiente.
—Pero ¿qué dice? —preguntó ella palideciendo—. ¿Los Bérestov? ¿Padre e hijo? ¡A comer aquí! ¡Usted haga lo que quiera, papá, pero yo no voy a asomarme a esa reunión!
—¿Has perdido la cabeza? —protestó su padre—. ¿Desde cuándo has sido tú tímida? ¿O acaso le profesas un odio hereditario a los Bérestov, como la protagonista de una novela? ¡Déjate de tonterías, por favor!
—No y no, papá. Por nada del mundo, ni por los más grandes tesoros, compareceré ante los Bérestov.
Consciente de que nada conseguiría de ella oponiéndosele, Grigori Ivánovich se encogió de hombros y renunció a seguir la discusión, antes de marchar a descansar después de su pintoresco paseo matinal.
Lizaveta Grigórievna corrió a su habitación y convocó a Nastia. Las dos se entregaron a una larga disquisición acerca de la visita del día siguiente. ¿Qué pensaría Alekséi si descubriera en la educada señorita a la campesina Akulina? ¿Qué opinión se haría de su comportamiento, de las normas que guiaban su comportamiento, de su juicio? Por otra parte, a Liza le producía mucha curiosidad ver la reacción que en él podía provocar un encuentro tan inesperado como aquel… Y ahí tuvo una idea de repente. Ni corta ni perezosa se la trasladó a Nastia, se congratularon ambas de aquel golpe de ingenio y se pusieron manos a la obra sin más dilación.
Cuando se sentaron a desayunar a la mañana siguiente, Grigori Ivánovich preguntó a su hija si persistía en la decisión de esconderse de los Bérestov.
—Estoy dispuesta a recibirlos, si eso es lo que usted quiere, papá —comenzó ella—, pero le pongo una condición: sea como sea que yo comparezca ante ellos y sea cual sea mi comportamiento, usted no me reñirá, ni dará señal alguna de sorpresa o incomodidad.
—¡Otra vez con tus ocurrencias! —le respondió su padre entre risas—. Bien, bien, tú haz lo que quieras, mi revoltosa de ojos negros.
A las dos en punto de la tarde, un coche de factura doméstica tirado por seis caballos, entró al patio y rodó en torno a la rotonda de césped verde. El viejo Bérestov subió al portal acompañado por dos lacayos de Múromski vestidos con libreas. Junto a su hijo, que llegaba detrás a caballo, entraron los dos en el comedor, donde la mesa ya estaba puesta. Múromski recibió a sus vecinos con exquisita amabilidad, les ofreció hacer una visita al jardín y el pequeño zoo antes de comer, y los condujo hasta ellos por senderos cuidadosamente barridos y cubiertos de arena. Para sus adentros, el viejo Bérestov se lamentaba de todo el trabajo y el tiempo empleados en afanes tan inútiles, pero callaba por educación. Su hijo no compartía ni el desdén del hacendado calculador, ni la admiración del anglófilo vanidoso. Lo que sí esperaba con impaciencia era la aparición de la hija del anfitrión de la que muchas noticias le habían llegado, y aún cuando su corazón, como bien sabemos, ya estaba ocupado, una hermosa joven siempre sería merecedora de su atención.
De vuelta en el salón, tomaron asiento y mientras los mayores recordaban los viejos tiempos y compartían historias de su vida profesional, Alekséi se preguntaba qué actitud debía adoptar en presencia de Liza. Acabó decidiendo que lo más adecuado sería ensayar un gélido aire distraído y se preparó en consecuencia. La puerta se abrió por fin y él volvió la cabeza con tamaña indiferencia y tal orgulloso desdén que hasta la más empedernida coqueta habría sufrido un estremecimiento. Desafortunadamente, en lugar de Liza quien apareció fue miss Jackson, blanqueada por los polvos, encorsetada, mirando al suelo y haciendo una ligera reverencia, de modo que la estudiada maniobra militar de Alekséi fue en balde. Antes de que consiguiera prepararse otra vez, la puerta se abrió de nuevo y, ahora sí, entró Liza. Todos se pusieron de pie y el padre comenzó precipitadamente las presentaciones antes de quedar paralizado un instante mordiéndose los labios… Liza, su Liza de tez morena, se había blanqueado hasta las orejas y traía las cejas más pintadas que miss Jackson. Además, llevaba unos tirabuzones falsos de un color mucho más claro que el de su propio cabello y cardados como la peluca de Luis XIV, las mangas a l’imbécile las tenía infladas como los miriñaques de Madame de Pompadour, el talle lo llevaba tan ceñido que parecía la letra x, y todos los brillantes de su madre que no habían sido empeñados todavía lucían en sus dedos, el cuello y las orejas. Alekséi no pudo reconocer a su Akulina en aquella señorita tan esplendente como ridícula. Su padre se acercó a la mano que la muchacha presentaba y él también la besó con desgana; cuando rozó sus deditos blancos tuvo la impresión de que temblaban. Entretanto, había tenido tiempo de reparar en el piececito calzado con notable coquetería que la joven había adelantado con toda intención. Y ese pie compensó un poco la impresión dejada por el resto del conjunto. En cuanto al blanquete y las cejas pintadas, hay que reconocer que su inocencia y buen corazón le impidieron percatarse de ellos a primera vista y después tampoco los vio. Grigori Ivánovich honró su promesa y se esforzó por disimular cualquier asomo de sorpresa. Con todo, la travesura de su hija le pareció tan graciosa, que le costó mucho reprimirse. A la adusta inglesa, en cambio, aquello no le hizo ni pizca de gracia. Adivinaba que tanto el blanquete como la pintura de las cejas habían salido de su propia cómoda, y el rubor carmesí del enfado se abría paso a través de la blancura artificial de su rostro. Echaba miradas encendidas sobre la traviesa joven, quien, dejando las explicaciones para un momento más propicio, hacía como que no las notaba.
Cuando se sentaron a la mesa, Alekséi continuó representando el papel de un joven distraído y meditabundo. Liza continúo haciendo remilgos, hablaba con murmullos y como cantando, y sólo lo hacía en francés. Su padre no paraba de mirarla, incapaz de comprender el propósito que animaba su comportamiento, pero bastante divertido con la situación. La inglesa estaba cada vez más enfurecida, pero no decía palabra. Sólo Iván Petróvich estaba encantado: comía por dos, bebía con gusto, se reía de su propia risa y, de tanto en tanto, intervenía en tono jovial y se carcajeaba.
Finalmente, cuando dieron por terminada la comida y los invitados se hubieran marchado, Grigori Ivánovich dio rienda suelta a su risa y sus preguntas.
—¿Cómo se te ha ocurrido tomarles el pelo así? —le preguntó a Liza—. Eso sí, te diré una cosa: esos polvos blancos te sientan de maravilla. No voy a sumergirme yo en los misterios de los afeites femeninos, pero yo en tu lugar seguiría usando blanquete. No mucho, naturalmente, pero un poco sí…
Liza no cabía en sí de contento por el éxito de su ocurrencia. Abrazó a su padre, le prometió meditar sobre el consejo que le acababa de dar y corrió a apaciguar a la irritada miss Jackson, que a duras penas le franqueó el paso a su habitación y aceptó escuchar sus justificaciones. Liza le confió la vergüenza que sintió de aparecer ante los invitados con una tez tan morena y le aseguró que no encontró el aplomo para pedir el blanquete, y eso provocó que… Y añadió que estaba segura de que la dulce y generosa miss Jackson la podría perdonar… Etc., etc. Finalmente, una vez que miss Jackson se convenció de que Liza no había pretendido hacer mofa de ella, se calmó, le dio un beso y hasta le regaló una cajita de polvos blanqueadores ingleses, un presente que Liza aceptó con muestras de sincero agradecimiento.
El lector habrá adivinado que a la mañana siguiente Liza corrió al bosque donde tenían lugar sus citas.
—Me han dicho, señor, que estuviste ayer donde mis señores. ¿Es cierto eso? —le preguntó Liza en cuanto se encontraron—: ¿Qué te pareció la señorita?
Alekséi respondió que no se había fijado en ella.
—¡Oh, qué pena! —se lamentó Liza.
—¿Y eso por qué? —preguntó el joven.
—Ah, porque te habría querido preguntar si es cierta una cosa que dicen por ahí…
—¿Qué es lo que dicen, dime?
—Pues, que me le parezco mucho. ¿Es cierto eso?
—¡Qué disparate! Pero sí comparada contigo es feísima.
—¡Ay, señor, es muy feo que digas esas cosas con lo blanca y lo presumida que es nuestra señorita! ¿Cómo me voy a comparar yo con ella?
Alekséi le juró y le perjuró que ella era más hermosa que cualquier señorita coloreada de polvos y, con afán de convencerla, se puso a describir a su señora usando tales términos que Liza reía a mandíbula batiente.
—Bueno, pero es una señorita como quiera que sea —concluyó Liza— y por muy ridícula que se vea yo a su lado pareceré una pobre analfabeta.
—¡Vaya! ¡Ahí sí tenemos un motivo de preocupación! —admitió Alekséi—. Pero si así lo deseas, puedo comenzar a enseñarte las letras ahora mismo.
—¡Sí! Intentémoslo, va —se animó Liza—. ¿Por qué no?
Tomaron asiento y Alekséi sacó un lápiz y un cuaderno de notas del bolsillo. Akulina aprendió las letras del alfabeto con una celeridad prodigiosa. Alekséi estaba pasmado por la inteligencia de su amiga. A la mañana siguiente Liza quiso escribir y aunque en un primer momento el lápiz se le resistía, al poco rato ya garabateaba todas las letras con notable tino.
—¡Esto es un milagro! —mostró su sorpresa Alekséi—: Avanzamos más rápido que con el sistema de Lancaster.
En efecto, ya en la tercera lección Akulina leía pasablemente «Natalia, hija de boyardo», punteando la lectura con observaciones que admiraban a Alekséi y llenando la hoja de aforismos que extraía de la propia lectura.
Una semana más tarde los jóvenes ya comenzaron a cruzarse cartas. Un hueco en un viejo roble les servía de improvisado buzón de correos. Nastia hacía las veces de cartero en secreto. Hasta el roble llevaba Alekséi sus cartas escritas con grandes letras y allí se encontraba los folios azules de papel basto y llenos de garabatos que le dejaba su enamorada. Se veía que Akulina iba aprendiendo a expresar mejor sus ideas y que su intelecto se desarrollaba y educaba consecuentemente.
Entretanto, la relación recién anudada entre Iván Petrovich Bérestov y Grigori Ivánovich Múromski se fue fortaleciendo poco a poco y terminó convirtiéndose en una amistad. A Múromski le había dado por pensar que a la muerte de Iván Petróvich toda su hacienda quedaría en manos de Alekséi Ivánovich, que se convertiría de esa manera en uno de los hacendados más ricos de toda la provincia, sin que existiera inconveniente alguno para que se casara con Liza. Por su parte, el viejo Bérestov, aun cuando le reconocía a su vecino cierto nivel de demencia (o, como él mismo decía, de tontería inglesa), no le negaba otras muchas virtudes, como, por ejemplo, una extraordinaria maña para los negocios. Encima, Grigori Ivánovich era pariente cercano del conde Pronski, un hombre muy notable y poderoso, y este conde podía serle de gran utilidad a Alekséi, al tiempo que Múromski, así pensaba Iván Petróvich, probablemente se alegraría de dar a su hija un matrimonio tan ventajoso.
Hasta ahora los dos viejos estas cosas sólo las habían rumiado cada uno para sí, y el día que las conversaron por fin acabaron dándose un abrazo, prometiéndose mutuamente hacer los arreglos necesarios y cada uno se fue a ocupar de su propia parte. Múromski lo tenía difícil: le tocaba convencer a su Betsy para que intimara con Alekséi, a quien no había vuelto a ver desde la comida aquella. Entonces, dio la impresión de que no se habían caído muy bien el uno al otro y lo cierto era que Alekséi no se había dejado ver por Prilúchino desde entonces y que Liza se encerraba en su habitación cada vez que Iván Petróvich los regalaba con su presencia. Con todo, Grigori Ivánovich pensó que si Alekséi comenzaba a venir a visitarlos a diario, Betsy acabaría enamorándose de él. Tal era el orden natural de las cosas. El tiempo lo arregla todo.
Iván Petróvich albergaba menos dudas sobre el éxito de su propósito. Esa misma noche llamó a su hijo a su despacho, encendió una pipa y tras unos instantes de silencio, le dijo:
—¿Cómo es que hace tanto tiempo que nada me dices del ejército, Aliosha? ¿Será que la guerrera del Cuerpo de húsares ya dejó de seducirte?
—No es eso, padre —respondió respetuosamente Alekséi—. Veo que usted no me quiere ver entre los húsares y mi deber es obedecerlo.
—Eso está muy bien —dijo Iván Petróvich—. Veo que eres un hijo obediente y eso me consuela, porque no quiero contrariarte yo también. Por eso tampoco voy a imponerte que ingreses en el servicio civil… Lo que sí me propongo es casarte.
—¿Con quién me pretende casar, padre? —preguntó sorprendido Alekséi.
—Con Lizaveta Grigórievna Múromskaya —respondió Iván Petróvich—. Una novia espléndida, ¿no crees?
—Padre, yo no tengo la menor intención de casarme.
—No la tendrás tú, por eso aquí estoy yo para tenerla por ti y tenerla bien pensada.
—Diga lo que diga, a mí Liza Múromskaya no me gusta nada.
—Ya te irá gustando. Te aguantas y acabarás amándola.
—No me siento capacitado para hacerla feliz, padre.
—Su felicidad no es problema que te haya de apenar a ti. ¿Qué me dices, pues? ¿Así es como acatas la voluntad de tu padre? ¡Basta ya!
—Como usted diga, pero no me quiero casar y no me casaré.
—¡Te casarás o te maldeciré! Y vive Dios que venderé la hacienda y me lo puliré todo. ¡Ni medio rublo te voy a dejar! Te doy tres días para que te lo pienses y guárdate de aparecer ante mi vista hasta entonces.
Alekséi sabía muy bien que cuando a su padre se le metía algo en la cabeza no se lo sacabas ni a martillazos, según la expresión de Taras Skotinin. Pero Alekséi había salido a él, precisamente, y tampoco era hombre que cambiara de idea con facilidad. De vuelta en su habitación se puso a pensar en el alcance del poder paterno, en Lizaveta Grigórievna, en la promesa solemne que había hecho su padre de reducirlo a la pobreza y, por fin, también en Akulina. Ahí fue consciente por primera vez de que la amaba con todo su corazón. La idea novelesca de casarse con una campesina y vivir de lo ganado con el sudor de su frente lo rondó y a medida que ponderaba tomar esa decisión drástica, más razonable le parecía la apuesta. Las citas en el bosque se habían interrumpido tiempo atrás con la llegada de la temporada de las lluvias, así que escribió a Akulina una carta con letra firme y verbo encendido, le notificaba la calamidad que se cernía sobre ellos y le ofrecía su mano. Terminada la carta corrió a dejarla en el buzón y se echó a dormir muy satisfecho consigo mismo.
A la mañana siguiente, Alekséi, todavía firme en su propósito, se dirigió a la casa de Múromski para sincerarse con él. Albergaba la esperanza de aprovecharse de su generosidad y convencerlo de sus intenciones.
—¿Está en casa Grigori Ivánovich? —preguntó al detener su caballo ante el portal del palacio de Prilúchino.
—No se encuentra aquí —le respondió el criado—, porque salió de casa a primera hora de la mañana.
«¡Qué pena!», pensó Alekséi para sus adentros. Y preguntó:
—¿Está, al menos, Lizaveta Grigórievna? —preguntó.
—Ella sí —le respondieron y Alekséi saltó del caballo, dejó las riendas en manos del lacayo y avanzó hacia el salón sin esperar a que lo anunciaran.
«Qué sea lo que tenga que ser», pensó mientras caminaba con paso resuelto: «Se lo explicaré a ella misma».
Al entrar al salón, Alekséi se quedó de piedra. Liza… No: Akulina, la hermosa y morena Akulina no vestía el sarafán azul, sino el vestidito blanco de las mañanas, y estaba sentada junto a la ventana y leía una carta. Tan absorta estaba en la lectura, que no se percató de la irrupción del joven. Alekséi no pudo evitar una exclamación de júbilo. Liza se estremeció, levantó la cabeza, pegó un grito y quiso huir a la carrera. Él se abalanzó a sujetarla:
—¡Akulina! ¡Akulina!
Liza intentó escabullirse.
—Mais laissez-moi donc, monsieur ! Mais, êtes-vous fou ? —repetía ella mientras intentaba zafarse.
—¡Akulina, cariño mío! ¡Akulina! —repetía él besándole las manos.
Miss Jackson, que estaba siendo testigo de la escena, no sabía qué pensar. En ese instante se abrió la puerta y entró Grigori Ivánovich.
—¡Anjá! —exclamó Múromski—. Parece que ya lo tenéis arregladito por aquí…
Los lectores me dispensarán de la superflua obligación de contarles el desenlace.
Traducción de Jorge Ferrer
Traducido a partir de Obras de A. S. Pushkin en diez volúmenes. Moscú, GIJL, 1960, volumen 5.
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