La barbarie de cancelar la cultura rusa

- 15/08/22
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La columna “La barbarie de cancelar la cultura rusa” se publicó en el diario El Español el 18 de abril de 2022.

La publicación original se puede consultar aquí

 

La barbarie de cancelar la cultura rusa

Por Jorge Ferrer

La guerra es lo impensable. Niemyslimo! es la palabra que me repetía Liudmila Ulítskaya, la gran dama viva de la literatura rusa, cuando telefoneé a su apartamento del número 27 de la calle Krasnoarméiskaya en Moscú el tercer día después de que el Estado ruso atacara a Ucrania.

La guerra es también lo indecible: no hay palabras que sirvan para transmitir sobre la marcha, la marcha de los carros blindados, el horror de la guerra; o para acallar el ruido, el silbido tremendo de las bombas cayendo sobre Mariúpol.

Y, sin embargo, los escritores rusos con los que he hablado estas últimas semanas me han manifestado su rabia o su vergüenza. Sus voces se alzan con toda la fiereza que permiten el abatimiento general y las leyes del Kremlin sobre el coro menguado de los que apoyan la guerra inicua o marean la perdiz con mezquina insolencia, como el cineasta Nikita Mijalkov o la narradora Tatiana Tolstáya, respectivamente.

Hay más voces en torno a la cultura rusa estas semanas. Y más acciones. Las de quienes miran la guerra desde la trinchera del despacho. La coincidencia de esta guerra y la fiesta perversa de la cultura de la cancelación ha sido el encuentro del hambre y las ganas de comer.

Engordados por la práctica de los boicots, un ejército de censores se ha arrojado sobre la cultura rusa. Su afán mutilador ha mordido lo mismo a Tarkovsky que a Dostoyevski o a Rimski-Korsakov. Películas sacadas de cartelera, simposios suspendidos, programas de conciertos repasados y heridos con el lápiz rojo de la exclusión. En definitiva, los soldaditos del Ejército Popular de nuestra burocracia han extendido a la cultura las sanciones que antes la política impuso a la dinámica comercial, la transferencia de tecnología o la actividad financiera del Estado ruso.

Voluntarios en la retaguardia de la retaguardia, comisarios, programadores y curadores se han metido en las trincheras a librar su propia guerra contra el Kremlin. A nadie debe sorprender que se estén pegando tiros en el pie.

Con su brutal desmesura y el desconcierto que provoca, la guerra ha convertido a Rusia en una isla. Putin ha convertido el archipiélago Gulag donde creció en una isla detestada.

“Del gas ruso podemos prescindir, porque lo supliremos a la larga con otro, pero lo que no encontraremos será otro Dostoyevski ni otro Gógol”

El Estado ruso, ensimismado y solipsista, se ha retirado de un mundo que desprecia: el Occidente de libertades y derechos cuyos vicios ya desde el siglo XIX eran vituperados por los eslavófilos que se oponían a los occidentalistas en uno de los grandes dilemas que los intelectuales y las élites rusas han alimentado desde entonces. Un dilema que el putinismo y sus ideólogos (el siniestro exministro de Cultura y hoy negociador Vladímir Medinski; el lunático y xenófobo Aleksandr Dúguin) han resuelto eligiendo el bando de la barbarie, que pudriéndolo todo, nos está arrastrando también a nosotros al pozo ciego de la cancelación.  

No es buena idea que nos dejemos arrastrar a esa barbarie. Y no se trata de la obvia circunstancia de que el poeta Mandelstam no deba responder por los actos del policía Putin. Censurar la cultura rusa en Occidente se vuelve también contra el censor. La víctima de las sanciones pierde, pero pierde mucho más quien las impone. Una cosa es perder, por ejemplo, el calorcito que da el gas ruso. De ese podemos prescindir, porque lo suplimos a la larga con otro gas que dé igual lumbre. Lo que no encontraremos será otro Dostoyevski, otro Gógol. Nada habrá que sustituya el calor que da Moussorgsky, el crepitar de los leños en la prosa de Turguéniev o la agudeza deslumbrante de Daniil Jarms.

Privarnos, ¡privar!, de un fragmento de la cultura universal de tal profundidad y densidad nos empuja a un desamparo del que no saldremos indemnes. Da igual, creedme, si el Estado ruso hace propaganda con La infancia de Iván, la película de Andréi Tarkovsky, o si Vida y destino, la gran novela de Vasili Grossman, es, también, una loa al Ejército Rojo. Prescindir de una y otra nos hace a todos más pobres, más ignorantes, menos civilizados. Enfrentar la barbarie del Estado ruso con nuestra propia y entusiasta barbarie sancionadora es un disparate.

Hay otra razón para moderar el entusiasmo de los nuevos censores. Y es que existe aún otra cancelación de cultura rusa. Y el hecho de que esa otra esté ahí con el hacha en alto nos coloca ante el espejo de nuestra propia ceguera. Es la feroz cancelación que perpetra el régimen de Putin. La que ha provocado que decenas de artistas y escritores marchen al exilio, avergonzados por la guerra o amenazados por denunciarla. Son, por cierto, los mismos que llevan lustros enfrentándose a la vulgaridad neoimperial del putinismo. Poniendo el verso y la piel para enfrentarla.

Ahora, un siniestro capricho ha hecho que nosotros, los canceladores de rusos en Europa, seamos entonces cómplices de Vladímir Putin. 

 

Es probable que, como me dijo el crítico de cine Antón Dolin, la cultura rusa deba callar y hacer una pausa ante la guerra: expiar su culpa. Pero ese gran debate que se le plantea a los intelectuales rusos, debemos acompañarlo nosotros en Europa con nuestro silencio y nuestra discreción.

Debemos mostrar pudor y prudencia ante el esfuerzo de la cultura rusa que lucha por sacudirse de la presión y la manipulación del Kremlin. Porque el debate de fondo acerca de la responsabilidad de la cultura rusa en la construcción de los discursos que llevaron a la guerra corresponde a los rusos, no a nosotros. Son ellos, los herederos y los artífices de esa cultura, los que deben ocuparse de esa expiación y de esa regeneración. 

No vale disculparnos con que se trataría de una censura provisional. La cultura rusa que purguemos hoy no volverá tan rápido como la estamos echando. Sobre todo, porque nadie sabe cuándo y cómo acabará esta guerra. Tampoco, entonces, cuándo el Estado ruso merecerá que le retiremos el traje de paria que su brutalidad le merece hoy.

“De entre las muchas maneras que hay de salir de una guerra perdiendo, la más estúpida de todas es ir a ella despreciando la cultura y el humanismo”

A la hora de volver, las empresas volverán antes; el capital tomará el camino de regreso a Rusia en cuanto vea provecho. Pero la cultura no. La cultura que apartamos de nosotros, los libros excluidos de los programas de estudio, la música que se deje de programar y grabar, el teatro apeado de los escenarios, permanecerán aún más tiempo proscritos, esclavos de la inercia de lo que no da réditos, pero puede dar problemas. Y reos también de la capacidad que tiene hoy cualquier colectivo hinchado de rabia, sea genuina o prestada, para prohibir un libro, un artista con una condena dictada a la luz de la antorcha y al son de la piqueta que no tiene fecha de remisión. 

Me puedo imaginar a Vasili Grossman escribiendo sobre las ruinas humeantes de Stalingrado su crítica racional del estalinismo, su denuncia de la identificación entre el fascismo y el comunismo, esos dos monstruos que devoraron un siglo. A Dostoievski saliendo de la “Casa muerta” para dejarnos el testimonio brutal del cautiverio. A Chéjov escribiendo en Mélijovo textos que modificaron la manera en que la literatura ve a los hombres. A Anna Ajmátova en la fila de los familiares de los presos donde decidió escribir su Réquiem. A Isaac Bábel caminando hacia el cadalso estalinista…

A todos ellos los imagino ahora observando al torvo programador de una Filmoteca de Múnich o Sevilla, al ufano director de una sinfónica que afina sus violines en París o Nueva York, al editor miope que ansía destacar, al político temeroso del qué dirán, al curador que saca de exposiciones y catálogos las obras de los rusos, porque ahora no se llevan, e imagino la profunda decepción y el insondable desprecio que sentirían por ellos. Por nosotros.

Hay muchas maneras de salir de una guerra perdiendo. De hecho, no hay forma de salir indemne de una. Con todo, la más estúpida de todas es ir a la guerra despreciando la cultura, el humanismo, levantando muros contra el saber y la sensibilidad compartidos. A una guerra así, ya se ha entrado muerto.

*** Jorge Ferrer es periodista, escritor y traductor de autores como Vasili Grossman o Svetlana Aleksiévich.

 

 

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Un Nobel para Rusia: “Los lametones del Kremlin”

- 14/08/22
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La columna “Los lametones del Kremlin” de Jorge Ferrer fue publicada en el diario El Mundo el 14 de octubre de 2021.

El original se puede leer aquí.

Los lametones del Kremlin

Por Jorge Ferrer

La penúltima ocasión en la que un ruso recibió el Premio Nobel de la Paz fue en 1990. Se llamaba Mijail Gorbachov y era sólo ruso a medias, porque era también soviético. No cualquier soviético, por cierto, porque era uno que había puesto fin a una guerra, aun si fría, y parecía haberle bajado la persiana a un siglo. Tampoco fue un soviético cualquiera el único otro ruso que recibió ese galardón. De hecho, el físico, opositor y referente moral Andrei Sajarov, cuyo nombre lleva otro premio, a la Libertad de Conciencia, que concede el Parlamento Europeo desde 1988, practicó una de las maneras más elegantes de ser un ciudadano soviético, que era ser antisoviético. 

Treinta y un años más tarde, el pasado viernes, el periodista Dimitri Muratov se convirtió en el primer ruso a secas que recibe el Premio Nobel de la Paz. Le fue concedido junto a la periodista filipina Maria Ressa, cuyo medio digital, Rappler, es un muro de resistencia a la vulgaridad autoritaria de Rodrigo Duterte. 

En Moscú, en Crimea, en Chechenia y en el este insurgente de Ucrania, Muratov se las ve con otra vulgaridad y el Comité noruego ha hecho bien en reunir dos casos que se parecen como dos gotas de agua, el agua sucia de estos tiempos en los que el periodismo es acosado, a un tiempo y en muchas esquinas del mundo, por la precariedad, el poder autoritario del Estado y el desprecio por la verdad y la libertad.  

No obstante, la concesión a Dimitri Muratov de un galardón tan significativo como codiciado ha tenido una recepción dispar en Rusia. Y no, no se trata de la disparidad prevista en un terreno político convencional, donde un acto político de esta envergadura encontraría la alabanza de los propios y el reproche desdeñoso de los ajenos. Nada es convencional en el poscomunismo ruso, un campo minado donde patriotismo rima con anexión, la de Crimea, y el liberalismo democratizador es tildado, como en la Rusia zarista, de rusofobia.

De modo que, si bien la mayor parte de la oposición al putinismo, un magma dostoievskiano que se mueve entre el nihilismo y la exhortación, saludó el premio al periodista y editor, algunos deploraron que no fuera Alexei Navalny el que se llevara un reconocimiento que creían tenía concedido de antemano. Navalny, el opositor más célebre al Kremlin, lleva preso desde el 17 de enero pasado, cuando volvió a Rusia desde Alemania, donde le salvaron la vida después de haber sido intoxicado con el agente nervioso novichok y nada parece indicar que vuelva a tomarse un helado por las calles de Moscú en los próximos años.

Paralelamente, y en un movimiento algo desconcertante, Dimitri Peskov, el portavoz del Kremlin, felicitó a Dimitri Muratov por la concesión del premio con elogios de las que antaño se dedicaban a los camaradas: «Es alguien que trabaja de manera consecuente persiguiendo sus ideales, y a ellos se debe. Es un hombre de talento, un hombre valiente», dijo. Sus palabras, construidas con esa espléndida mezcla de cinismo y cálculo que es propia de uno de los hombres fuertes del entorno de Vladimir Putin, enturbiaron el ambiente.

La ofensiva del Kremlin contra la oposición y la prensa independiente ha sido feroz en el último año. Desde el mes de abril pasado, sesenta y ocho periodistas y medios de comunicación han engrosado la lista de «agentes extranjeros» que alimenta el Ministerio de Justicia ruso en una estrategia eficaz de llevar a esos medios al cierre y conducir a los periodistas críticos al silencio o el exilio. Novaya Gazeta, el semanario que dirige el premiado Muratov, no ha entrado en ese registro y el Kremlin felicita a su redactor jefe por el reconocimiento que ha merecido en Occidente su independencia. El mensaje que manda el poder de Moscú no puede ser más claro: aquí hay prensa independiente, hay periodistas que ejercen el oficio de acuerdo a sus ideales y el Kremlin los tolera y hasta los felicita. Esto sucede, además, a pocas semanas de que Muratov escribiera una columna en la que criticaba la estrategia del «voto inteligente» propugnada desde prisión por Alexei Navalny, en un gesto que muchos opositores no entendieron y repudiaron. 

Es difícil saber cuánto molesta el sabor de la fruta envenenada del elogio gubernamental a Dimitri Muratov, que ha visto morir a seis de sus colaboradores en estos años. A Anna Politkovskaya, por ejemplo, asesinada a tiros en el portal de su casa. Más importante aun es saber cómo gravitará ese premio en el porvenir inmediato del ejercicio del periodismo en la Rusia postcomunista. Los regímenes autoritarios como el ruso, que en estos menesteres cuenta con un pedigrí insuperable, lo pudren todo y a todos buscan pudrir con la saña de su acoso y la saliva ponzoñosa de sus lametones. No iba a librarse de ninguna de esas molestias el tercer Nobel de la Paz nacido en el país que se ufanaba de ocupar la sexta parte de la tierra firme del planeta.

  • Jorge Ferrer es escritor.
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Lecturas de Dostoievski: vida, obra, eternidad

- 15/12/21
Categoría: El Timbre de la Voz, Libros, Literatura | Etiquetas: , , , , , , , , , , ,
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Comparto aquí para archivo las tres charlas sobre Fiódor Dostoievski que impartí por encargo de las Librerías Gandhi, de San Luis Potosí, en México. Las charlas, que buscaron ser amenas a la vez que abarcadoras, las dividí en tres sesiones que titulé “La vida”, “La obra” y “La eternidad”.

Los títulos de las dos primeras son bastante transparentes.

En “La vida” me ocupo de trazar el itinerario vital del Maestro: su infancia y entorno familiar, su primer acercamiento a la política y la literatura, su condena a muerte y el destierro, sus amores por tres mujeres muy distintas y sus deudas, su adicción al juego, su éxito como escritor y su muerte…

En “La obra” repaso los motivos que más me interesan en los libros de Dostoievski y me centro en unos pocos de ellos, todos fundamentales: Crimen y castigo, El idiota y Los hermanos Karamázov, principalmente.

Por fin, en la última de las charlas, que titulé tal vez algo pomposamente “La eternidad”, me pregunto por qué Fiódor Dostoievski es el escritor ruso que con más delectación y durante m´ás tiempo leemos en todo el mundo y comento algunas intuiciones mías o de otros escritores que arrojan luz sobre esa posteridad.     

Primera charla. Fiódor Dostoievski: La vida

Segunda charla. Fiódor Dostoievski: La obra

Tercera charla. Fiódor Dostoievski: La eternidad

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