María Stepánova: “Putin y Rusia son dos cosas distintas”

- 14/08/22
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Con el estallido de la guerra del Estado ruso contra Ucrania realicé varias entrevistas a escritores rusos que se publicaron en el diario El Mundo.

Esta es la que hice a María Stepánova, autora de En memoria de la memoria (Acantilado, 2022, tr. de Jorge Ferrer).

Apareció publicada el 6 de marzo de 2022 y el original se puede consultar aquí.

 

María Stepánova: “Putin y Rusia son cosas distintas, la culpa no puede recaer sobre nosotros”

Una entrevista de Jorge Ferrer.

María Stepánova (Moscú, 49 años) es autora del que muchos consideran el libro más importante publicado en Rusia en la última década: En memoria de la memoria. Este volumen, de próxima aparición en la editorial Acantilado, es una indagación en el pasado de su familia, la reconstrucción de un itinerario que atraviesa el siglo XX y expone, desde el archivo y los recuerdos privados, las vidas de quienes padecieron la saña de esos años o consiguieron sortearla.

La guerra desatada por el Kremlin contra Ucrania ha encontrado a María, que es también una notable poetisa, de vuelta en su apartamento de Moscú, después de meses recluida en la dacha desde donde dirigía el portal Colta.ru, uno de los sitios por los que se pasea lo más actual y rompedor de la cultura rusa. Stepánova conversa sobre la guerra de Ucrania, Vladimir Putin, los usos del pasado y lo que el conflicto bélico ha traído y dejará en Rusia.

P. La escritora Liudmila Ulítskaya me comentaba estos días lo abatida que se siente ante toda esta situación. ¿Cómo se siente usted?

R. Estoy desesperada, como supongo que lo estamos todos ahora. Es probable que esté viviendo los días más negros de toda mi vida. Ya no soy precisamente una mujer joven, pero no consigo recordar una angustia como esta. He vivido tiempos en los que he pasado miedo, he conocido la pobreza, me ha faltado confianza en mí misma y también en gobiernos que no elegimos democráticamente. No obstante, en todas esas situaciones, siempre tuve la sensación de que había un futuro por delante. Un futuro en el que algo acabaría cambiando, mutando. Pero la aventura desquiciada y criminal a la que estamos asistiendo estos días va dirigida contra dos países al mismo tiempo y, si bien es Ucrania la que la padece ahora, ya se atisba que Rusia no sufrirá menos, sino mucho más, porque esta guerra ha aniquilado cualquier posibilidad de un futuro para nosotros.

P. A la vista de la crisis actual, algunos hablan de una continuidad en la historia de Rusia. Sostienen que todo el pasado, incluido el soviético, condujo a Rusia a esta guerra. ¿Comparte esa idea fatalista?

R. No estoy nada conforme con ella. Se trata de un punto de vista que rezuma un racismo histórico, un racismo dirigido a sociedades enteras. Es una perspectiva que parte de la idea de que hay países y pueblos que siempre fracasan, porque están destinados a hacerlo. No puedo aceptar esa idea en modo alguno. Mire, si examinamos la historia universal tomando un poco de distancia, es decir, sin sujetarnos a los límites de la historia moderna con sus modelos y motivos recurrentes, si echamos la vista atrás mil o un par de miles de años, veremos desarrollos muy variados de los acontecimientos, veremos destinos y cristalizaciones diversos. Creo que la situación en la que nos encontramos ahora nos muestra otra cosa muy distinta en realidad. No se trata de que Rusia esté constituida de una manera que la obligue a reproducir un mismo guion monstruoso una y otra vez…

P. Tal vez se trate de un juego siniestro entre el pasado y el presente…

R. Putin y las personas que hoy gobiernan nuestro país, sin que las eligiéramos para ello, están llevando a cabo un monstruoso experimento histórico. Y no sólo experimentan con los habitantes de Rusia o de Ucrania, sino con todas las personas que viven en Europa y el mundo. Putin está empeñado en una suerte de juego con la Historia como inspiración. Es una suerte de reconstrucción con la que quiere ver qué sucede si en la Europa del siglo XXI se emprende una guerra real desarrollada de acuerdo a las concepciones y los métodos que estaban vigentes a principios del siglo XX. Por eso ha generado esta terrible situación en la que todos nos vemos confrontados de repente con las reglas de la guerra del año 1939 o el 1942, cuando ocupar y anexionarse un territorio extranjero era algo que podía hacerse sin demasiados dolores de cabeza. Cuando la guerra se hacía en medio de ciudades llenas de gente y las víctimas entre la población civil no escandalizaban demasiado, porque eso entraba en la lógica al uso. Eso es monstruoso. Es como si desde el fondo del pasado una mano se alargara hasta el presente y tirara de todos nosotros. ¡Y no sólo de Rusia! Esa mano tira de Rusia, de Ucrania y de toda Europa, y busca hundirlas en un pasado arcaico, remoto y viscoso, con el que nos obliga a trabar comunicación, a ser partícipes de sus intereses, y nos fuerza a parlamentar con él. Tal es la magnitud del delirio con el que nos hemos dado de bruces estos días.

P. Se aprecia una gran grieta abierta entre, por una parte, el mundo de la cultura y la juventud, y, por otra, el ‘putinismo’ y el régimen del Kremlin. ¿Podríamos estar ante un punto de no retorno en la ruptura entre el poder y el pueblo en la Rusia poscomunista?

R. Me resulta difícil responder a eso. Y habría que ver qué le respondería a eso un joven ruso de 20 o 25 años. Tal vez le diría algo distinto de lo que me pasa a mí por la cabeza. Mire, yo tengo poca fe en que se produzca un cambio de régimen que parta desde el interior del sistema. Imagine una cárcel inmensa en la que los presos permanecen aterrorizados, apenas se les da de comer, están desarmados y hay celadores por todas partes y guardias armados hasta los dientes en las torres de vigilancia… Puede que sean 50 guardias para toda una cárcel, pero esos guardias tienen fusiles automáticos. Luego, a estos mismos presos se les pregunta el por qué no sacan a Putin del poder, se los acusa de ser sumisos, de ser incapaces de rebelarse contra los administradores de la prisión… ¡Eso es injusto!

P. Injusto y miope, ciertamente.

R. Hoy en Rusia hay miles de personas que salen a la calle a manifestarse. En manifestaciones no autorizadas, desde luego. Muchas son apaleadas, algunas acaban en las UCI, como le ha sucedido al politólogo Grigori Yudin. Estas personas son encerradas y condenadas a penas de prisión desproporcionadas. A algunas las han detenido por llevar un folio en el que no hay nada escrito, ¡por un folio en blanco! Hay hasta un chico de 16 años que acabó en la cárcel por señalar un objetivo inadecuado en un videojuego… ¡Esa es la locura que vivimos! Por lo tanto, juzgar a los rusos porque no han sabido unirse y avanzar hacia el Kremlin empuñando adoquines o blandiendo farolas yo creo que no es un sentimiento honesto, aunque pueda comprender que alguien lo albergue.

P. Ahí al lado tienen el caso de Bielorrusia…

R. En efecto. Ahí está la protesta increíblemente hermosa de Bielorrusia, una protesta que despertó una admiración enorme y que aún no se ha apagado del todo. Lo que sí ha hecho es llevar a mucha gente a la cárcel, mientras Lukashenko sigue gobernando. Y apoyando esta guerra ahora. Desafortunadamente, la resistencia a los regímenes autoritarios o totalitarios ha de ser ejercida por cauces muy distintos de los que se usan en los regímenes democráticos. Eso hay que tenerlo siempre presente para, así, evitar comparar magnitudes que son incomparables.

P. Hace unos días vimos a Putin negando el derecho de Ucrania a la existencia como país. Decir que Ucrania es una suerte de invención. ¡De Lenin, nada menos! ¿Qué opinión le merece ese relato del presidente de Rusia y el ‘putinismo’, que no sé si llamar ‘posthistórico’? ¿Qué le parece esa voluntad de reescribir la historia, esa manía de reacomodar los hechos al antojo del déspota?

R. Yo a ese tipo de relato preferiría llamarlo fantasmático, mejor que posthistórico. En el caso de Putin, se trata de la más elemental fantasía de un hombre que ha leído muchos de esos libritos de historia baratos y ha visto una y otra vez rollos y rollos de películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Ese discurso de Putin muestra que es reo de los hechos y las concepciones del pasado, alguien ajeno a las ideas del presente. Muestra que la reforma de las pensiones o la media de la esperanza de vida en Rusia, por ejemplo, le preocupan muchísimo menos que los hechos acaecidos en 1922 o 1940. Y eso, en mi opinión, denota una enfermedad. Hay algo raro ahí, y a la vez terrible, porque, fíjese que, de alguna manera, todos hemos asistido a lo largo de estos últimos 20 o 30 años a una revolución silenciosa, la del retorno triunfal del pasado. Un pasado que ha ido ocupando un lugar cada vez mayor en nuestras vidas. Y como sucede con cualquier otra idea saludable, con cualquier elemento que podamos erigir en parte del zeitgeist, esta revalorización del pasado puede tener también un reverso tremendamente negativo. A medida que el pasado se va convirtiendo en un elemento valioso de nuestra vida presente, adquiere un precio.

P. Y queda sujeto al mercado, puede ser tasado…

R. De repente, el pasado puede ser vendido. Una taza de anticuario deja de costar, qué sé yo, 3.000 rublos y se remata por 20. La historia de la abuela de alguien, una historia que no valía un céntimo, de repente se convierte en un libro que inspira una película de Hollywood. Y la historia de un país puede ser reescrita y sometida a una nueva exposición de hechos, sin más. Ahí aparece toda una industria de la memoria. En ello no hay nada amoral a priori, pero ese proceso crea una cierta tendencia. Y cuando el pasado se convierte en un producto, en una mercancía, comienza a ser manoseado por gente nada honorable, gente funesta que también pretende sacar beneficio, amasar un capital con lo que en otros tiempos se vivió. Asoman los descendientes de los nazis, por ejemplo, o sus simpatizantes. Personas que creen que basta con reescribir el pasado para pasar a ocupar en él el lugar que más les apetece. Y me parece que los sucesos de estos últimos días son el testimonio del monstruoso triunfo de esa lógica. Porque esto ha sido un asalto salvaje al pasado. Discursos como el de Putin parecen decir a los ucranianos: «Ahora os vamos a explicar lo que sucedió en el pasado y, para conjurar cualquier duda sobre nuestro relato, os vamos a invadir con nuestras tropas».

P. La guerra ha traído una ruptura colosal entre Rusia y Europa. Una ruptura en todos los planos -el político, el económico…-, pero también en el de las ideas, en el diálogo entre los intelectuales rusos y europeos. ¿Cuánto tendremos que esperar para suturar esa herida?

R. Puede que no tenga mucho sentido pensar en eso ahora, con la guerra todavía en marcha. No sabemos cuándo acabará. Pero diré algo que me parece importante que consideremos. Estos días el mundo entero está poseído por una justa repugnancia ante tanto horror. Porque la manera en que actúa el Estado ruso es inadmisible. Sin embargo, es tarea de los intelectuales, y una tarea de enorme importancia, recordar a todo el mundo, a los lectores, al taxista que te lleva de un lado a otro, a quien sea, que Putin y Rusia son cosas distintas. Que Putin y los rusos no somos lo mismo. Porque de lo contrario todo el peso de la culpa sobre todo lo que está haciendo Putin, y el pago por ello, recaerá sobre las personas que a lo largo de estas últimas décadas se han opuesto como han podido a la lógica imperial de Putin. Y lo han hecho poniendo en riesgo sus vidas y bajo circunstancias muy alejadas de las ideales. Y no puede ser que ahora el peso general de la culpa repose sobre nosotros.

P. Como si se asumiera la vieja noción de la culpa colectiva…

R. Claro, y es que esa concepción de una culpa colectiva es una cosa que se las trae. Y operar con ella no es pertinente, tanto por su impertinencia general como porque de alguna manera lo que hace es liberar de culpa a quienes realmente inventaron el horror y lo pusieron en marcha. Ese concepto de una culpa diluida, la de los rusos o los alemanes, por ejemplo, reducidos a una abstracción… Eso de que la culpa les viene dada, porque ya se sabe cómo son unos y otros… Hay una lógica de corte nacionalista y hasta xenófoba en todo eso, en esa manera de pensar por medio de generalizaciones, sin aclarar quiénes son los culpables realmente. A fin de cuentas, es una manera de dar rienda suelta a sentimientos primarios que el miedo y la repugnancia despiertan en los testigos de acontecimientos históricos concretos. Y a mí me parece que hay que tener mucho cuidado con eso…

P. ¿Está siguiendo las noticias de estas jornadas sin apartarse de ellas ni un momento o consigue distraer la mente y el ánimo?

R. Estoy pendiente de las noticias todo el tiempo. Y también me repito sin cesar que tengo que parar y ocuparme en otra cosa, pero no lo consigo. Apenas duermo ni hago nada más que estar refrescando una y otra vez los hilos de noticias a ver qué traen de nuevo. No lo puedo evitar…

 

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Svetlana Aleksiévich, Lukashenko y la revolución en Bielorrusia

- 15/10/20
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El artículo “Aleksiévich, la revolución y los fármacos” apareció en la versión digital de Letras Libres el 22/09/2020. El original puede consultarse aquí.

Aquí se reproduce para archivo.

 

 

 

Aleksiévich, la revolución y los fármacos

Por Jorge Ferrer

 

Hace unos días escribí a Svetlana Aleksiévich un mensaje de apoyo. Se lo escribí en Telegram, una aplicación de mensajería instantánea que comenzó a utilizar en los días de las protestas que sacuden Minsk desde el verano y, especialmente, tras las sospechas de fraude electoral en las elecciones del 9 de agosto pasado.

Aleksiévich, premio Nobel de literatura en 2015, es miembro del Comité de coordinación que busca, tal vez ya debamos decir «buscaba», trazar los cauces por los que emprender una transición en Bielorrusia, tras una eventual marcha de Aleksandr Lukashenko. A lo largo de esta última semana todos los miembros de ese Comité fueron expulsados del país o detenidos por medio de contundentes dispositivos policiales. A ella aún la protege su nombre, el nombre de pila de su fama, y los diplomáticos europeos en Minsk que acuden a su casa a hacerle compañía para prevenir que se la lleven por la fuerza. Pero quienes conocemos su talante liberal, su manifiesta incapacidad para bajar la cabeza y callar, somos conscientes de que el muro de su celebridad podrá dejar de protegerla el día en que el régimen de Minsk se vea perdido. O, más bien, la noche.

Por eso le escribí desde la tierra firme de mi mesa a las arenas movedizas en las que se encuentra ella, como hace uno en tales circunstancias: alabando el arrojo, pero aconsejando cautela. Acababa de ver a Lukashenko en un canal bielorruso, empuñando un fusil automático y acompañado de su hijo armado hasta los dientes. Las imágenes los mostraban sobrevolando en helicóptero el Palacio de la Independencia y caminando después frente a la mole de mármol blanco, con el aire de quienes van a una guerra concebida para ser emitida por televisión, un reality show bélico. Todo parecía impostado en ellas, salvo, por razones obvias, el helicóptero.

Fuera de Bielorrusia, ese país que llamamos con desdén y un punto de alivio “la última dictadura de Europa”, en esa secuencia muchos vieron al gigante que es Lukashenko (188 cm) como a una suerte de dictatorzuelo africano. Yo que crecí un poco más al este del Este que es Minsk, vi ahí enseguida un artefacto poscomunista. Con el ridículo que ello entraña, sí, pero también con su potencial destructivo.

Lukashenko, el hombre que gobierna Bielorrusia desde 1994, no es lo peor del poscomunismo, ni siquiera lo más letal (¡para eso está el novichok!), pero sí es hoy su cara más desfachatada. Y no parece que los bielorrusos quieran soportar más el régimen autoritario, corrupto y corruptor que les ha impuesto. Sobre todo, cuando llevan años viendo prosperar a las llamadas repúblicas del Báltico, tres países que han sabido sobrevivir a la experiencia soviética e integrarse plenamente en las instituciones y la política económica europeas.

Es siempre complejo situar el momento exacto en el que la gente se ha hartado de una dictadura. ¿Cuánto tiempo pasa desde el día en que reconocen vivir en una, hasta que se deciden a dejar de hacerlo, a intentarlo al menos? Digo de una dictadura de verdad. De las que controlan el edificio social de arriba abajo. Dictaduras técnicamente perfectas y sin aparente fecha de caducidad como la bielorrusa, porque carecen de ideología y se sostienen exclusivamente gracias a un ejercicio muy bien calculado de la fuerza y a un clientelismo que garantiza un relativo bienestar económico. ¿Cómo sacudirse de una dictadura así? ¿Qué está ocurriendo en Minsk? ¿Cómo llamarle a lo que vemos a diario en sus calles creciendo sin parar estas últimas semanas?

La respuesta a esa pregunta me la dio precisamente Svetlana Aleksiévich en su respuesta a mi mensaje: “Te agradezco tus palabras de aliento. Ahora sé que las revoluciones no son sólo hermosas, porque también son terribles”.

Una revolución.

En Bielorrusia lo saben. Lo saben en la calle y lo saben en Palacio. Y saben unos y otros que las revoluciones no siempre triunfan, que hay mucha montaña que acaba pariendo ratón. ¿Se acuerda alguien de aquel Juan Guaidó que parecía tener a Venezuela lista para democrático delivery? Ahí está la tiranía del momentum, del clímax, que es cosa de la física y la política. Y de la noche tras noche en la escaleta del programa de noticias y el día a día del tablero geopolítico, torre allí, peón allá, brava y después lánguida reina acullá.

Con todo, que en medio de la pandemia, en este año de la peste en el que AstraZeneca y su vacuna en ciernes cotizan más en el interés del público que cualquier otro evento, es un fenómeno extraordinario que un pequeño país postcomunista engastado como una joyita de pocos quilates en un rincón de Europa se esté abriendo hueco unas semanas en la fiesta de las noticias.

Resulta aún más interesante, en términos pedagógicos, porque Bielorrusia muestra un retrato cabal de un mundo que parecía distante, el mundo soviético. Es un tableau vivant, un diorama como de Museo de Historia Natural, pero de uno que se ocupe de la historia política. Pero es, a la vez, un ejemplo de revuelta popular sin populismo. Y esa frescura es la vitamina pura de una manera de ver la democracia, ¡y sobre todo anhelarla!, que brilla en tiempos de cancel culture, populismos de izquierda y derecha, nacionalismos xenófobos y desprecio por la democracia representativa.

No menos interesante resulta Bielorrusia en cuanto a su rol en los equilibrios del poder en Europa, donde Rusia no se ha privado en las últimas décadas de atizar el caos y la subversión. La cercanía de Bielorrusia a Rusia, geográfica y también, aunque de manera irregular, política, será un elemento clave en el saldo de las protestas, cualquiera que acabe siendo. Y la posibilidad de que el Kremlin deje caer a Lukashenko con el consiguiente establecimiento en Minsk de un gobierno proeuropeo parece muy remota. Putin, que nunca ha ocultado su disgusto por el saldo de las reformas de Gorbachov en los 80 del siglo pasado, no quiere un Lukashescu, como se le ha venido llamando a Lukashenko en alusión al final del dictador rumano, en una antigua provincia del imperio.

Es curioso que fuera precisamente en Bielorrusia donde se consagró la disolución de la URSS. Ese acto que Vladimir Putin ha llamado “la mayor catástrofe geopolítica del siglo” tuvo lugar en un pabellón de caza ubicado en los confines del antiguo imperio soviético, a escasos kilómetros de la frontera con Polonia y en medio de un bosque milenario, Bélaya Vezha o Bialowieza, habitado por urogallos y los últimos bisontes europeos. Allí, bajo la coqueta linterna que remata un pabellón de caza, el 8 de diciembre de 1991 se consumó la implosión del sistema político soviético. La Revolución rusa, una de las grandes revoluciones del s. XX, acabó formalmente en Bielorrusia. ¿Querrá la historia, el futuro relato de la historia, que Rusia le responda ahora con simétrica cancelación, aún antes de que la revolución bielorrusa triunfe?

Hace unos días, Vladimir Putin recibió a Aleksandr Lukashenko en Sochi. Le ha dado dinero, mucho dinero, y le ha dado vacunas contra la peste que asola el mundo. Es difícil imaginar dos palancas contrarrevolucionarias más eficaces en el paisaje de la pandemia y la crisis económica que esta trae a Bielorrusia, como a buena parte del planeta.

Un fármaco y otro fármaco.

Habrá que ver si los bielorrusos están vacunados contra la simetría y el destino.




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Svetlana Aleksiévich: una entrevista sobre Chernobyl, la serie de HBO

- 08/08/19
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Esta entrevista apareció publicada en la edición del 21 de julio de 2019 de la revista Fashion & Arts Magazine, tanto en papel como en la versión digital con el título “Svetlana Aleksiévich: el precio de la verdad”. Esta última versión puede consultarse en la web de la revista.

La entrevista aparece aquí para archivo con el añadido de que esta es la primera versión, sin los recortes editoriales que le hice después para ajustarme al espacio disponible en la edición en papel.

La conversación con Svetlana la mantuve el día 26/06/2019 por vía telefónica, ella en Minsk, yo en Barcelona.

Svetlana Aleksiévich: “Chernobyl es una serie estupenda”

Por Jorge Ferrer

Tuve a Svetlana Aleksiévich muy presente mientras veía la serie Chernobyl que Craig Mazin creó para HBO. No recuerdo que habláramos antes de ese libro en concreto, pero sí recordaba la honda huella que me dejó su lectura en el cierre del milenio.
La serie ha sido un éxito mundial. Alabada por tantos, ha despertado también recelos en Rusia, donde anuncian respuesta contundente a la manera soviética. Una deliciosa manera de honrar a esta serie que reconstruye los años soviéticos con deliciosa minuciosidad.
No hablaba con ella desde hace meses y ahora en esta larga charla por teléfono vuelvo a encontrar a la interlocutora ágil y generosa. La llamo a Minsk un mediodía de este verano. Ha venido unos pocos días a la capital desde la dacha donde trabaja estas semanas, a pesar del calor del que se queja.

Todo el mundo habla de la serie, de Chernobyl. ¿A quién se le hubiera ocurrido que nos íbamos a ver en esto tantos años después? Toda Europa, el mundo entero con los ojos en Chernobyl. ¿Qué le ha parecido a usted?

Estoy muy contenta de que se haya hecho por fin una serie sobre Chernobil. Es una serie estupenda. Llevo muchos años intentando encontrar creadores lo suficientemente talentosos como para hacer algo así. Ha habido otras aventuras cinematográficas que no carecen de aciertos, pero pasaron inadvertidas. Esta serie sí que ha tenido una gran resonancia. Acabo de estar en Alemania y Polonia donde los jóvenes la están viendo y no paran de hablar de ella. También las ventas de mis libros se han disparado, así que estamos ante un gran éxito sin duda alguna.

¿Es la historia de Chernobil la mejor historia que usted ha escrito?

Es uno de mis libros preferidos, sí, junto con La guerra no tiene rostro de mujer.

¿Cómo ha sido recibida la serie Chernobyl en su país, Bielorrusia, en Ucrania y Rusia?

La ha visto mucha gente, sobre todo los jóvenes que han descubierto el tema, como ha sucedido con jóvenes de toda Europa. En Rusia, en cambio, han comenzado a atacar mi libro desde las posiciones de este nuevo patriotismo que cunde allá. Lo ha dicho muy bien el creador de la serie: él no entiende qué es lo que defienden los rusos, porque le parece que es como si los alemanes se pusieran a defender las ideas del nacionalsocialismo. Algo así está sucediendo con la recepción de la serie en Rusia. A él lo acusan de todos los pecados posibles. Y a mí lo mismo. Porque la serie incluye muchas de las historias de mi libro y también su espíritu, su filosofía, algo que han manifestado sus responsables. Y como a mí me tildan de rusófoba, pues dicen que era de esperar que una serie llena de calumnias saliera de un libro escrito por alguien como yo.

Y parece que se disponen a responder…

¡Eso es lo más gracioso! Han anunciado que ahora Rusia prepara su propia película con una historia que me dejó estupefacta. Se ve que en ella agentes soviéticos capturan a un espía norteamericano en Chernobil y cosas así. Yo me dije: “Dios mío, ¡han pasado 30 años y pareciera que después de la perestroika vivimos durante unos años en democracia, que hoy vivimos tiempos distintos, pero las ideas que esta gente enarbola son las mismas del pasado! Es lo mismo que ves en Facebook donde te encuentras muchas opiniones positivas acerca de la serie, pero también hay mucha gente tildándola de basura, de propagar calumnias. Algo parecido vimos en la prensa, por cierto, donde durante la primera semana encontramos reseñas muy entusiastas y después por lo visto cundieron las consignas salidas del Kremlin. Comenzaron los reproches, las reseñas negativas. Las acusaciones de inexactitud. Se olvidan de que Chernobyl, la serie, es a la vez una película de ficción y un documental.

Me encontraba en Rusia cuando comenzaron a emitirla y cada noche cuando iba al hotel encendía la televisión y no daba crédito a lo que veía. El mismo gobierno que asume “por la izquierda” la herencia del legado de la sociedad socialista, los mismos que son los responsables de la mentira de Chernobil, ahora se golpean el pecho, se rasgan las vestiduras exigiendo la verdad. La verdad sobre Chernobil. Es increíble. ¿Usted ha hablado con los medios rusos sobre la serie? ¿Qué relación mantiene con ellos?

Me han llamado, pero me he negado a viajar a Moscú a participar en esos shows, porque yo sé en qué se convierte todo eso. En puro fango. En un catálogo de ofensas. No tenía ningún sentido para mí viajar allá: nadie me habría escuchado, no me hubieran dejado decir lo que tenía que decir.

Cuando hablamos de la guerra o de la historia del socialismo todo está claro, porque se percibe la acción del hombre en la historia. Cuando hablamos de Chernobil, en cambio, surge enseguida la palabra “accidente” y los accidentes son algo que sucede al margen de la historia, se asocian con una mera casualidad…

Decir que lo que sucedió en Chernobil fue un accidente es pasar por alto lo principal: Chernobil fue una catástrofe. Una catástrofe de nuestra concepción del rol del hombre en este universo inmenso que habitamos, una catástrofe que afectó a nuestras antiguas ideas, a nuestra comprensión de la ciencia y hasta a la propia idea del curso de la civilización humana que teníamos. Chernobil sacudió todas esas nociones con una catástrofe brutal. Me ha dado mucha pena que en la serie tenga un mayor predominio la línea argumental que privilegia el rechazo a la mentira y al régimen que existía entonces en la URSS y no fueran capaces de subir al peldaño siguiente y explicar que con Chernobil entramos en la época de una nueva realidad, una realidad que todavía no somos capaces de comprender de manera cabal. Hoy en día nuestras capacidades tecnológicas están por encima de nuestra moral y carecemos de respuestas para las principales preguntas del presente. Por ejemplo, las primeras ocasiones en que yo visité Chernobil también experimenté esa sensación de catástrofe, pero me costaba explicarla, comprenderla, encontrar las palabras para describir la catástrofe. La literatura no podía ayudarme a hacerlo. La historia tampoco. Ahora es distinto, porque ya hubo Chernobil. Y cuando visité Fukushima, en Japón, todos repetían sin parar que aquello era como en Chernobil, que los engañaban como en Chernobil, que se evacuó a la gente como en Chernobil. Nosotros carecíamos de una experiencia previa, porque Chernobil fue la primera catástrofe global de ese tipo. Por eso no pudo haber una recepción intelectual de lo que estaba ocurriendo allí. Los filósofos no supieron comprender de qué se trataba exactamente aquello y lo mismo le sucedió a la literatura, al arte: el mundo de la cultura pasó por alto aquel suceso y no hizo sonar la alarma y plantear la pregunta por el camino que habíamos tomado y si acaso la civilización no había emprendido una vía suicida.

Un momento crucial, crítico, en el que se ponía en cuestión la noción misma de progreso.

¡Claro! Habíamos llegado a un punto en el que el progreso era equiparable a la guerra. Recuerdo cuando en Chernobyl subían a la gente en autobuses para evacuarla. Había una anciana que se resistía a marcharse, se había hincado de rodillas y no había quien la moviera. Y entonces me vio en medio de todos aquellos militares y se dirigió a mí: “Aquí no puede estar pasando nada, hijita. Mira como brilla el sol, como pían los pajarillos. Yo pude sobrevivir a una guerra, rodeada de gente extraña. Y ahora son mis soldados los que están aquí, es la vida como tal”. Y entonces me di cuenta de que no había otra respuesta para sus preguntas que explicarle que aquello era una guerra, hacerle entender que veíamos el resultado de nuestra guerra contra la naturaleza, de una guerra que librábamos contra nosotros mismos, contra la humanidad. Que las ideas que nos movían como civilización habían entrado en conflicto con lo que éramos y que la naturaleza también comenzaba a golpearnos y que cada vez nos veríamos confrontados con mayores catástrofes como aquella. Por eso titulé mi libro sobre Chernobil “Crónicas del futuro”.

¿Qué nos enseñó Chernobyl?

No puedo decirle con certeza qué nos enseñó Chernobyl. Hace poco estuve en Fukushima y da la impresión de que allí se ha repetido exactamente lo mismo: la misma mentira y la misma fe de la gente en que conseguirán tirar adelante, su total impotencia ante lo que les está sucediendo… No sabemos qué se está arrojando allí al océano. No conocemos la verdad hasta el fondo y nadie nos la dice. En Fukushima hay prohibiciones todavía más severas que las que hubo en Chernobyl. Es imposible acercarse a una distancia menor de 10 km de la estación atómica, mientras que a Chernobil se conseguía hacerlo provisto del permiso especial. Visitar el territorio de la central de Fukushima, en cambio, es totalmente imposible. De Chernobil no se extrajeron las experiencias debidas, no. ¡Ojalá que esta serie ayude a las jóvenes generaciones a cultivar un pensamiento ecológico más activo, que las obligue a reflexionar sobre todo esto!

A muchos espectadores les ha sorprendido la manera en que la serie refleja de una manera muy precisa el mundo soviético. A mí mismo, sin ir más lejos, que estaba en Moscú en aquellos años, en el año de Chernobil, me impresionó mucho la manera en que la serie refleja todo aquel mundo.

Sí, lo hicieron tremendamente bien. ¡Tuvieron asesores magníficos, eso se lo puedo asegurar! Y esa representación fidedigna del entorno material es algo magnífico porque dota de mayor credibilidad a la historia. Uno piensa que si se fue fiel al decorado, se fue fiel al relato de lo que allí sucede, a las palabras que allí se pronunciaron. Ésa es una premisa muy importante.

¿Cuánto de su libro sobre Chernobil ve usted en los capítulos de la serie de HBO? Buena parte de la narrativa acerca de Chernobil surge precisamente en su libro, porque antes de él nadie había hablado de algo así. Yo tuve enseguida la impresión de que asistía a la plasmación cinematográfica de la filosofía de su libro.

Ahí se produjo un fallo. Los artífices de la serie firmaron un contrato conmigo. Me pagaron unos buenos honorarios. Me dijeron que tomarían unas cinco o seis historias de mi libro, no recuerdo exactamente cuántas. Pero es cierto que aparte de las historias, el propio creador de la serie se mantuvo siempre atento a mi libro, alimentándose de su belleza y de su tristeza. Él mismo lo ha manifestado así con total precisión y es muy importante que él lo haya percibido así. Que haya prestado oídos a la filosofía del libro, al hecho de que cuando pensamos en Chernobil nos situamos un poco fuera de todo, más allá del bien y del mal, en una dimensión realmente distinta. Chernobil está más allá del Holocausto, más allá de la guerra, porque es algo con lo que tendremos que convivir durante millones de años. Pero es verdad que cuando salió la serie mi nombre no aparecía en los títulos de crédito y muchos periodistas y mi propio agente literario protestaron por eso. Entonces los creadores de la serie nos presentaron sus disculpas y dijeron que aunque ello les acabe costando caro harán constar mi nombre reconociendo así que cometieron un error.

Son muchos los que han visto esta serie como un monumento al valor de todos estos hombres, Legasov, Scherbina, mucha gente sencilla que se dejaron la vida por Europa, por la civilización.

Esta serie constituye la primera reflexión seria de lo que Chernobil significa, de la nueva realidad que nos espera y en la que ya estamos instalados. Hay que tener una respuesta honesta a la pregunta que Chernobil planteó y aprender a convivir con ello. Seguramente necesitaremos una nueva escala de valores, una nueva relación del hombre con la naturaleza, con la inteligencia artificial. Aclararnos en el debate entre nuestras posibilidades tecnológicas y nuestras normas morales. Alcanzando el equilibrio entre ambas del que no somos dueños hoy en día. En ello tendrás que pensar los filósofos, los sociólogos, los artistas… No tengo dudas de que esta serie es la primera que se plantea estos enormes conflictos que hemos provocado.

Por cierto, ¿qué opinión le merece a usted el uso pacífico de la energía atómica?

El uso de la energía atómica constituye un callejón sin salida, porque no sabemos qué hacer con los residuos que genera. Se trata de un problema inmenso, porque esos residuos no paran de acumularse. Confío en que la humanidad consiga desarrollar formas más ecológicas de producción de energía.

De contra:

La publicación en Fashion & Arts Magazine llevaba la siguiente coda sobre las circunstancias en que se trabajó sobre el texto, como es habitual en esa publicación:

“Hacía un calor intenso en Minsk y en Barcelona la mañana en que hice esta entrevista. Svetlana me dijo que se volvía enseguida al campo huyendo del bochorno. Mientras hablábamos, Bruno, mi frenchie, resoplaba a mi lado dejando su rastro en la grabación, y pidiendo también fresco y campo”




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