Las nukes en la guerra de Putin contra Ucrania: una entrevista

- 16/08/22
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Esta entrevista a Vladímir Orlov, uno de los grandes expertos rusos en el control del armamento nuclear, fue publicada en El Mundo el 10 de junio de 2022.

La publicación original puede ser consultada aquí

Vladimir Orlov: “Hay un riesgo de guerra nuclear. Los niños de Europa y Rusia no pueden irse a la cama tranquilos”

Este experto ruso en el control de las armas nucleares analiza las posibilidades de su uso en el contexto actual europeo.

Director del ‘think tank’ ruso PIR-Center y profesor del Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú, Vladimir Orlov es uno de los mayores expertos rusos en el control de las armas nucleares.

Pregunta: Cuando aparece una pistola en una pieza de Chéjov, sabemos que acabará siendo disparada. ¿Pasará lo mismo con el arma nuclear que ha asomado a los labios de Vladimir Putin?

Respuesta: El arma nuclear ha asomado con cierta frecuencia en la escena internacional desde que fue creada y solo se la ha utilizado dos veces. En ambas ocasiones no ha sido Putin quien ha echado mano de ella, sino los Estados Unidos. A diferencia de la pistola de Chéjov que busca la atención del espectador, el arma nuclear ha conseguido asegurar la estabilidad en los momentos más difíciles de la historia reciente y, en particular, durante la Guerra Fría. Es un arma política, un arma de disuasión. No se necesitan armas nucleares en un conflicto regional.

P. No obstante, la doctrina rusa establece que se la podría utilizar si la existencia de Rusia estuviera amenazada.

R. Es moneda común que una guerra nuclear no tendrá vencedores. Sería un suicidio en masa. Y con independencia de la opinión que a usted le merezcan los líderes rusos, ha de saber que son actores racionales y sólo emplearán la fuerza y los medios que exija garantizar la seguridad de Rusia. No hay ninguna necesidad de utilizar el arma nuclear para ello. En todo caso, ese supuesto exige que el país se encuentre ante una situación existencial desesperada, y bajo una amenaza real de desaparición. Ahora mismo la Federación rusa existe y continuará haciéndolo estupendamente, de modo que puede enfrentar sus retos con herramientas convencionales.

P. Me recuerdo siendo un niño en el Moscú de principios de los ochenta, un momento muy intenso de la Guerra Fría, y asomándome al balcón a ver si ya se alzaba el hongo de una explosión nuclear sobre la ciudad. Hoy habrá niños en Europa y en Rusia sintiendo un miedo semejante…

R. Si le preocupan los niños europeos, ha de pensar que esos niños ya viven en países rodeados de armas nucleares, que no son rusas, sino norteamericanas. No las hay en España. Pero sí en Italia, Holanda, Bélgica o Alemania. Cada vez que les preguntamos a los norteamericanos qué hacen ahí esas armas, nos dicen que las tienen “por si acaso”. ¿Qué “acaso” es ese? En diciembre del año pasado, antes del comienzo de la operación especial en Ucrania, Rusia ofreció a los norteamericanos sacar sus armas nucleares de Europa. Se negaron.

P. ¡Pero admitirá que quienes esgrimían el “por si acaso” demostraron tener unas luces extraordinarias! Rusia se anexionó Crimea en el 2014 y ha desatado ahora una guerra contra Ucrania.

R. No puedo estar de acuerdo con eso. Sobre todo porque las cosas no cambiaron en 2014, sino en 1999, cuando la OTAN bombardeó a Yugoslavia en el corazón de Europa, creando Estados a su antojo. Es probable que el cinismo de los europeos que se sometieron entonces a los norteamericanos haya generado un cinismo especular en Moscú, que no ha querido poner la otra mejilla. Yo veo más bien los orígenes de esta situación en la reticencia de Europa a considerar a Rusia como un actor independiente y la pretensión de someter su voluntad. Ignorar los intereses de los demás acaba provocando consecuencias trágicas como las presentes.

P. ¿Cómo evalúa el riesgo de que se acaben usando armas nucleares en la guerra actual?

R. Es evidente que hay un riesgo no premeditado, pero un riesgo cierto de guerra nuclear. De modo que los niños en Europa y en Rusia no pueden irse a la cama tranquilos, no. Una mala comunicación, una interpretación errónea de las acciones de la parte contraria, puede conducir a la utilización accidental de armas nucleares. Hay un riesgo pequeño, pero un riesgo terrible.

P. ¿Qué podríamos hacer para rebajarlo ahora mismo?

R. Europa tiene que disminuir el número de armas nucleares que hay en el continente. Se podría establecer un corredor libre de armas nucleares que corra entre el mar Báltico y el mar Negro. Esa no será la solución definitiva del problema, pero ayudará a sosegar los ánimos. En Rusia somos muy sensibles a los rumores de que Polonia se dispone a alojar armamento nuclear en su territorio. Igual de sensibles estarán los polacos si Rusia emplaza armamento nuclear en Bielorrusia. Y ese es un escenario posible.

P. A veces tengo la impresión de que los líderes rusos de hoy no están a la altura de los líderes soviéticos del pasado. En Gromyko, el célebre “Mister Niet”, por ejemplo, se podía confiar, aun desde la discrepancia. En Lavrov o en Putin, no

R. Tendrá que pasar algún tiempo hasta que podamos evaluar la actuación de los líderes de hoy. Pero a mí me preocupa otra cosa, fíjese. No advierto una sola figura brillante en Europa. Un Giscard D’Estaing, por ejemplo: líderes capaces de asumir responsabilidades. Tengo la impresión de que en Europa gobiernan gestores. Usted no ve en Putin a una figura de envergadura, pero tal vez convengamos en que en Europa hay mucha mediocridad. A no ser que me quiera ilustrar ahora dándome nombres de líderes europeos con visión.

P. Más bien me gustaría preguntarle algo a la luz de ese diagnóstico sobre los liderazgos, ¿lo da todo por perdido?

R. Depende qué consideremos que se pueda perder…

P. La paz en Europa, la ambición de un futuro compartido.

R. Tal vez la vida en sociedades futuras que hayan superado el marco actual de los Estados sea más interesante que esta. En los márgenes, las ruinas o el perímetro del ente que muera podría surgir algo apreciable. Eso sí, la seguridad europea hoy está en estado ruinoso. Y cuando pienso en cuánto viviremos entre estas ruinas, me viene a la mente la idea de mi buen amigo Dmitri Trener, hasta hace poco director del Centro Carnegie en Moscú, quien decía que la Crisis de los Misiles de 1961 había durado trece días y la que vivimos ahora durará trece años.

P. Comenzamos hablando del peligro de una guerra nuclear y ahora nos estamos paseando entre ruinas…

R. Pero no por las ruinas que dejaría una explosión nuclear, ciertamente. Nos ha de preocupar la construcción de la Casa común europea, las oportunidades que estamos dejando escapar para levantarla. Pienso en las ruinas de los acuerdos que alguna vez alcanzamos, en todo lo que ha quedado destruido y habrá que recomponer desde cero.

P. Ahora se está hablando mucho del uso de armas nucleares tácticas. ¿Qué opinión le merece eso?

R. Las guerras nucleares limitadas no existen. Pero cuando pienso en los riesgos de una guerra nuclear, le he de decir francamente que si alguna vez nos encontramos con una, es más probable que estalle en el sur de Asia o en otras regiones del planeta, porque el comportamiento responsable con el arma nuclear nunca va a abandonar a los líderes de Rusia y los Estados Unidos.

P. Que Ucrania se vea sometida a la agresión rusa, después de haber cedido las armas nucleares que heredó de la URSS, puede generar el deseo de adquirirlas. Hay una gran tentación ahí, ¿no le parece?

R. El régimen de la no proliferación está sufriendo una erosión importante desde hace años. Tenemos el ejemplo de Libia. Gadafi nunca se hizo con el arma nuclear, pero siempre coqueteó con la idea. Y ya se sabe cómo acabó. Tengo la convicción de que los norcoreanos impulsaron su programa nuclear al ver lo que la OTAN hizo con Gadafi. En cuanto a Ucrania, se trata de un país que jamás tuvo armas nucleares propias. Eran armas ubicadas en su territorio, pero de las que Ucrania no disponía.

P. Por si fuera poco, el desarrollo de nuevas armas promete ser un reto enorme para la seguridad futura.

R. El arma nuclear es un arma terrible del s. XX que se ha colado también en el s. XXI. Y, en efecto, ahora se están desarrollando nuevos tipos de armas que no están contempladas en ningún tratado. Quien consiga ser el primero en desarrollarlas y amenace al mundo con ellas, podrá estar conforme con la destrucción del arsenal nuclear. ¡Ya no lo necesitará!

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Arquitectura y socialismo: el Este, urbanismo y hormigón

- 16/08/22
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La reseña del libro Paisajes del comunismo, de Owen Hatherley, se publicó en la revista La Lectura, suplemento del diario El Mundo, el 9 de mayo de 2022.

A la publicación original se puede acceder aquí

 

Casi todos los tonos del gris

Por Jorge Ferrer

De la mucha nostalgia que produjo el colapso del socialismo soviético, una de las más curiosas es la nostalgia prestada. No hay en ella el asiento de la experiencia en el mundo que latía del lado más sombrío del Muro de Berlín o el recuerdo de un lema coreado en una manifestación de Bucarest o Moscú. La nostalgia prestada, un fenómeno que se da en las nuevas generaciones de los países del Este de Europa, donde los milenials heredan la memoria de la infancia de sus padres, se ve también en espacios geográficos y políticos donde no se vivió la realidad de las llamadas “democracias populares”.

Y ocurre que a veces produce loables artefactos que indagan en el pasado. Es lo que sucede con este libro de Owen Hatherley (Southampton, 1981), cuyo combustible es precisamente esa nostalgia y un exhaustivo deambular por las ruinas de un mundo sin ideología, pero con edificios. Un libro que se mueve en varios registros y en casi todos con el aliento de una enorme autenticidad.

Paisajes del comunismo, que en la edición original llevaba el subtítulo de A History Through Buildings, es a la vez un libro de viajes, un manual y un tratado de arquitectura y urbanismo. También una invitación a tratar a las urbes del Este de Europa como una caja de herramientas mnemotécnica que sirvan lo mismo para pensar en la manera en que la utopía “marxista-leninista” construyó ciudades en las que acomodar y, a veces, martirizar a sus habitantes, que para enfrentarnos con la gestión del patrimonio de un mundo que un buen día pareció haber dejado de existir, salvo por la tenacidad de dos elementos distintos, pero igualmente amigos de perdurar: el hormigón y la memoria.

Hatherley, que es a un tiempo turista y académico, y a tiempo completo también simpatizante del mundo que narra, sigue un itinerario que no deja nada de lado. Su recorrido cabal comienza por las avenidas, las Magistrale, el espacio de las marchas y los desfiles, los de la épica militar convertida en ejercicio civil: la Kreschatik de Kiev, la Karl-Marx-Allee en Berlín o la calle Tverskáia de Moscú, donde Pushkin te ve marchar a la Plaza Roja. Después, desparrama su prosa por los microdistritos, los complejos de viviendas donde transcurría la vida socialista. Nowa Huta, la perversa extensión de Cracovia, donde se contrapuso la modernidad socialista a la elegancia gótica, o barrios como Poruba, a las afueras de Ostrava, o el distrito Avtozavod, en Nizhni Nóvgorod, diseñado por norteamericanos como si de una extensión de Detroit con sabor soviético se tratara.

Hatherley, por cierto, escribe este libro desde la periferia del sur de Varsovia, mirando por la ventana lo que teclea con inteligencia y una mirada sobre el proceso de construcción de la ciudad socialista que junta un buen manejo de las fuentes y unas dotes extraordinarias para la observación y la recuperación de la experiencia. Los condensadores sociales, espacios donde se fabricaba al hombre nuevo rodeado de una nueva sociabilidad -clubes, comedores colectivos, centros de ocio- son otro espacio crucial. Hatherley tampoco se olvida de los rascacielos o los memoriales, como no deja de lado la reconstrucción de las ciudades históricas que arquitectos y burócratas emprendieron tras el paso de la Segunda Guerra Mundial o en el Berlín reunificado y el resto de espacios urbanos poscomunistas, aplicando estrategias que recuerdan el adhocismo postmodernista.

Un lugar especial del libro, una suerte de opúsculo dentro de la obra, es la sección dedicada a los sistemas de transporte público y a su estandarte más célebre. “Cuando me dispuse por fin a escribir este libro”, anota Hatherley, “sabía que habría un capítulo en concreto por el que me acusarían de hacer apología”. Es este, donde el metro de Moscú es recorrido en sus salones y en la prosa con la pasión del turista y el candor del fanático.

Por ambiciosa que fuera la utopía, el nivel de la vida cotidiana necesitaba un topos, un lugar donde amar, comer y soñar con el huidizo porvenir. Avenidas, monumentos y casas de cultura servían para que el hombre del socialismo, también él, un solitario que se sabía indemne ante el poder del Estado, encontrara la alegría de la convivencia y la participación, esas palancas del entusiasmo. Hatherley, con su nostalgia prestada y un rigor cartográfico, ha hecho un favor impagable a la memoria de aquel mundo con tonos de gris habitado antaño por los soldaditos de la ilusión.

Paisajes del comunismo

Traducción de Noelia González. Capitán Swing. 704 páginas. 27 euros. Ebook: 11,99 euros. Puedes comprarlo aquí.

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Alejo Carpentier: los orígenes de la música cubana

- 16/08/22
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Esta reseña del libro La música en Cuba, de Alejo Carpentier, se publicó en el suplemento La Lectura del diario El Mundo el 12 de julio de 2022.

Para acceder al original véase aquí.  

El pasado de una irrupción

Por Jorge Ferrer

 

Cuando Alejo Carpentier (1904-1980) se sentó a escribir La música en Cuba no escuchaba el pasado, pero tarareaba el futuro. No era aún el novelista mayúsculo que con libros como Los pasos perdidos y El reino de este mundo fabricaría prosa barroca a partir de la historia de América, del Orinoco a la revolución haitiana, y se convertiría en una de las figuras más conspicuas de la novelística latinoamericana que iba de camino al boom, su milla de oro impreso.

La música en Cuba

Puedes comprarlo aquí.

Lo cierto es que el cubano, que era también un poco ruso y francés, cuarterón de todos los censos de la sensibilidad, y repartido también entre la música, el periodismo y la novela, dio a luz con este libro al primer compendio de lo que la música cubana era y sería: un artefacto cultural deslumbrante, ritmo e industria, materia prima de exportación y cadencia. Una colección de los materiales primarios que convirtieron a Cuba, a todas las Cubas sucesivas, en una fiesta del ritmo.

El volumen le fue encargado en un viaje a México, donde apareció la primera edición en 1946. El propósito era contar la historia de la música hecha en Cuba, desde los orígenes de la colonización española hasta la madurez republicana, un momento en que los sones cubanos pugnaban por las salas de baile de Occidente. Nadie había emprendido esa aventura antes, más allá de tientos parciales que aquí se mencionan con desdén. Y mucho menos lo había hecho un investigador acucioso como lo era Carpentier, musicólogo de patio de butacas y redacción de periódico, cuya colección de artículos sobre música, que desparramó por diarios y revistas durante décadas, llevaría el más preciso de los títulos: Ese músico que llevo dentro.

Durante meses, Carpentier buscó en los archivos partituras y registros documentales de la música como espacio de la emoción y la identidad, y también de la construcción de una nación. El saldo tiene el peso y el brillo de un tesoro. Este viaje por la historia de la música en Cuba no omite una sola nota. Es sinfonía y ópera, es baile de salón y recorrido por los solares donde cantan los ñáñigos, bañando de sudor el cuero terso de los tambores.

Va desde Esteban Salas, el primer compositor cubano, hasta el prodigio que fue Julián Orbón, pasando por el Son de la Má Teodora y el nacionalismo de Manuel Saumell o el teatro bufo cubano, que fue la expresión criolla del teatro ligero español. Rastrea el surgimiento de una identidad cubana, ese “ritmo nuestro” que el crítico Buenaventura Pascual Ferrer detectó en la contradanza que se bailaba en Cuba en el alba del siglo XIX. Una cubanidad que encontrará momentos de singular concreción en Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla.

Se ocupa también el autor del danzón, “el baile nacional” hasta la tercera década del siglo XX. Y de los ritmos “más nuevos”. Hay que leer al adusto Carpentier previniendo de las fusiones falaces, “productos híbridos despojados de savia popular y autenticidad” entre los que nombra con los pelos de punta a la “rumba-Fox, el capricho afro, la conga-Fox o la rumba musulmana, que se escuchan por todas partes”.

Buena parte de la narración se ocupa de la tensión entre el folclore y el canon culto. «El músico del Nuevo Mundo acaba por liberarse del folclore…, hallando en su propia sensibilidad las razones de su idiosincrasia», escribe. La música en Cuba se hizo sobre la base de la música culta llevada a la isla por compañías europeas, pero sobre todo con el impacto crucial de los ritmos aportados por los africanos arrastrados al Caribe por la esclavitud. Tal vez en la decisiva manera en que Carpentier subraya la virtud de todos esos afluentes, los ritmos y cadencias que pusieron a bailar a un pueblo y a la humanidad con él, esté el mérito inmarcesible de esta indagación que ya es arqueología.

Cabe imaginar a Carpentier pasmado hoy ante la centralidad que el Caribe cubano, boricua y dominicano sigue representando para la música comercial con sus bases rítmicas y el Auto-Tune, con su poesía efímera y peleona, epicentro de una revolución nada silenciosa: la de Bad Bunny, la música urbana, el reguetón más procaz. Viendo a “la música de Cuba” habitar un mundo que vino después de Cuba.

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