Cuando Alejo Carpentier (1904-1980) se sentó a escribir La música en Cuba no escuchaba el pasado, pero tarareaba el futuro. No era aún el novelista mayúsculo que con libros como Los pasos perdidos y El reino de este mundo fabricaría prosa barroca a partir de la historia de América, del Orinoco a la revolución haitiana, y se convertiría en una de las figuras más conspicuas de la novelística latinoamericana que iba de camino al boom, su milla de oro impreso.
Lo cierto es que el cubano, que era también un poco ruso y francés, cuarterón de todos los censos de la sensibilidad, y repartido también entre la música, el periodismo y la novela, dio a luz con este libro al primer compendio de lo que la música cubana era y sería: un artefacto cultural deslumbrante, ritmo e industria, materia prima de exportación y cadencia. Una colección de los materiales primarios que convirtieron a Cuba, a todas las Cubas sucesivas, en una fiesta del ritmo.
El volumen le fue encargado en un viaje a México, donde apareció la primera edición en 1946. El propósito era contar la historia de la música hecha en Cuba, desde los orígenes de la colonización española hasta la madurez republicana, un momento en que los sones cubanos pugnaban por las salas de baile de Occidente. Nadie había emprendido esa aventura antes, más allá de tientos parciales que aquí se mencionan con desdén. Y mucho menos lo había hecho un investigador acucioso como lo era Carpentier, musicólogo de patio de butacas y redacción de periódico, cuya colección de artículos sobre música, que desparramó por diarios y revistas durante décadas, llevaría el más preciso de los títulos: Ese músico que llevo dentro.
Durante meses, Carpentier buscó en los archivos partituras y registros documentales de la música como espacio de la emoción y la identidad, y también de la construcción de una nación. El saldo tiene el peso y el brillo de un tesoro. Este viaje por la historia de la música en Cuba no omite una sola nota. Es sinfonía y ópera, es baile de salón y recorrido por los solares donde cantan los ñáñigos, bañando de sudor el cuero terso de los tambores.
Va desde Esteban Salas, el primer compositor cubano, hasta el prodigio que fue Julián Orbón, pasando por el Son de la Má Teodora y el nacionalismo de Manuel Saumell o el teatro bufo cubano, que fue la expresión criolla del teatro ligero español. Rastrea el surgimiento de una identidad cubana, ese “ritmo nuestro” que el crítico Buenaventura Pascual Ferrer detectó en la contradanza que se bailaba en Cuba en el alba del siglo XIX. Una cubanidad que encontrará momentos de singular concreción en Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla.
Se ocupa también el autor del danzón, “el baile nacional” hasta la tercera década del siglo XX. Y de los ritmos “más nuevos”. Hay que leer al adusto Carpentier previniendo de las fusiones falaces, “productos híbridos despojados de savia popular y autenticidad” entre los que nombra con los pelos de punta a la “rumba-Fox, el capricho afro, la conga-Fox o la rumba musulmana, que se escuchan por todas partes”.
Buena parte de la narración se ocupa de la tensión entre el folclore y el canon culto. «El músico del Nuevo Mundo acaba por liberarse del folclore…, hallando en su propia sensibilidad las razones de su idiosincrasia», escribe. La música en Cuba se hizo sobre la base de la música culta llevada a la isla por compañías europeas, pero sobre todo con el impacto crucial de los ritmos aportados por los africanos arrastrados al Caribe por la esclavitud. Tal vez en la decisiva manera en que Carpentier subraya la virtud de todos esos afluentes, los ritmos y cadencias que pusieron a bailar a un pueblo y a la humanidad con él, esté el mérito inmarcesible de esta indagación que ya es arqueología.
Cabe imaginar a Carpentier pasmado hoy ante la centralidad que el Caribe cubano, boricua y dominicano sigue representando para la música comercial con sus bases rítmicas y el Auto-Tune, con su poesía efímera y peleona, epicentro de una revolución nada silenciosa: la de Bad Bunny, la música urbana, el reguetón más procaz. Viendo a “la música de Cuba” habitar un mundo que vino después de Cuba.
La guerra es lo impensable. Niemyslimo! es la palabra que me repetía Liudmila Ulítskaya, la gran dama viva de la literatura rusa, cuando telefoneé a su apartamento del número 27 de la calle Krasnoarméiskaya en Moscú el tercer día después de que el Estado ruso atacara a Ucrania.
La guerra es también lo indecible: no hay palabras que sirvan para transmitir sobre la marcha, la marcha de los carros blindados, el horror de la guerra; o para acallar el ruido, el silbido tremendo de las bombas cayendo sobre Mariúpol.
Y, sin embargo, los escritores rusos con los que he hablado estas últimas semanas me han manifestado su rabia o su vergüenza. Sus voces se alzan con toda la fiereza que permiten el abatimiento general y las leyes del Kremlin sobre el coro menguado de los que apoyan la guerra inicua o marean la perdiz con mezquina insolencia, como el cineasta Nikita Mijalkov o la narradora Tatiana Tolstáya, respectivamente.
Hay más voces en torno a la cultura rusa estas semanas. Y más acciones. Las de quienes miran la guerra desde la trinchera del despacho. La coincidencia de esta guerra y la fiesta perversa de la cultura de la cancelación ha sido el encuentro del hambre y las ganas de comer.
Engordados por la práctica de los boicots, un ejército de censores se ha arrojado sobre la cultura rusa. Su afán mutilador ha mordido lo mismo a Tarkovsky que a Dostoyevski o a Rimski-Korsakov. Películas sacadas de cartelera, simposios suspendidos, programas de conciertos repasados y heridos con el lápiz rojo de la exclusión. En definitiva, los soldaditos del Ejército Popular de nuestra burocracia han extendido a la cultura las sanciones que antes la política impuso a la dinámica comercial, la transferencia de tecnología o la actividad financiera del Estado ruso.
Voluntarios en la retaguardia de la retaguardia, comisarios, programadores y curadores se han metido en las trincheras a librar su propia guerra contra el Kremlin. A nadie debe sorprender que se estén pegando tiros en el pie.
Con su brutal desmesura y el desconcierto que provoca, la guerra ha convertido a Rusia en una isla. Putin ha convertido el archipiélago Gulag donde creció en una isla detestada.
“Del gas ruso podemos prescindir, porque lo supliremos a la larga con otro, pero lo que no encontraremos será otro Dostoyevski ni otro Gógol”
El Estado ruso, ensimismado y solipsista, se ha retirado de un mundo que desprecia: el Occidente de libertades y derechos cuyos vicios ya desde el siglo XIX eran vituperados por los eslavófilos que se oponían a los occidentalistas en uno de los grandes dilemas que los intelectuales y las élites rusas han alimentado desde entonces. Un dilema que el putinismo y sus ideólogos (el siniestro exministro de Cultura y hoy negociador Vladímir Medinski; el lunático y xenófobo Aleksandr Dúguin) han resuelto eligiendo el bando de la barbarie, que pudriéndolo todo, nos está arrastrando también a nosotros al pozo ciego de la cancelación.
No es buena idea que nos dejemos arrastrar a esa barbarie. Y no se trata de la obvia circunstancia de que el poeta Mandelstam no deba responder por los actos del policía Putin. Censurar la cultura rusa en Occidente se vuelve también contra el censor. La víctima de las sanciones pierde, pero pierde mucho más quien las impone. Una cosa es perder, por ejemplo, el calorcito que da el gas ruso. De ese podemos prescindir, porque lo suplimos a la larga con otro gas que dé igual lumbre. Lo que no encontraremos será otro Dostoyevski, otro Gógol. Nada habrá que sustituya el calor que da Moussorgsky, el crepitar de los leños en la prosa de Turguéniev o la agudeza deslumbrante de Daniil Jarms.
Privarnos, ¡privar!, de un fragmento de la cultura universal de tal profundidad y densidad nos empuja a un desamparo del que no saldremos indemnes. Da igual, creedme, si el Estado ruso hace propaganda con La infancia de Iván, la película de Andréi Tarkovsky, o si Vida y destino, la gran novela de Vasili Grossman, es, también, una loa al Ejército Rojo. Prescindir de una y otra nos hace a todos más pobres, más ignorantes, menos civilizados. Enfrentar la barbarie del Estado ruso con nuestra propia y entusiasta barbarie sancionadora es un disparate.
Hay otra razón para moderar el entusiasmo de los nuevos censores. Y es que existe aún otra cancelación de cultura rusa. Y el hecho de que esa otra esté ahí con el hacha en alto nos coloca ante el espejo de nuestra propia ceguera. Es la feroz cancelación que perpetra el régimen de Putin. La que ha provocado que decenas de artistas y escritores marchen al exilio, avergonzados por la guerra o amenazados por denunciarla. Son, por cierto, los mismos que llevan lustros enfrentándose a la vulgaridad neoimperial del putinismo. Poniendo el verso y la piel para enfrentarla.
Ahora, un siniestro capricho ha hecho que nosotros, los canceladores de rusos en Europa, seamos entonces cómplices de Vladímir Putin.
Es probable que, como me dijo el crítico de cine Antón Dolin, la cultura rusa deba callar y hacer una pausa ante la guerra: expiar su culpa. Pero ese gran debate que se le plantea a los intelectuales rusos, debemos acompañarlo nosotros en Europa con nuestro silencio y nuestra discreción.
Debemos mostrar pudor y prudencia ante el esfuerzo de la cultura rusa que lucha por sacudirse de la presión y la manipulación del Kremlin. Porque el debate de fondo acerca de la responsabilidad de la cultura rusa en la construcción de los discursos que llevaron a la guerra corresponde a los rusos, no a nosotros. Son ellos, los herederos y los artífices de esa cultura, los que deben ocuparse de esa expiación y de esa regeneración.
No vale disculparnos con que se trataría de una censura provisional. La cultura rusa que purguemos hoy no volverá tan rápido como la estamos echando. Sobre todo, porque nadie sabe cuándo y cómo acabará esta guerra. Tampoco, entonces, cuándo el Estado ruso merecerá que le retiremos el traje de paria que su brutalidad le merece hoy.
“De entre las muchas maneras que hay de salir de una guerra perdiendo, la más estúpida de todas es ir a ella despreciando la cultura y el humanismo”
A la hora de volver, las empresas volverán antes; el capital tomará el camino de regreso a Rusia en cuanto vea provecho. Pero la cultura no. La cultura que apartamos de nosotros, los libros excluidos de los programas de estudio, la música que se deje de programar y grabar, el teatro apeado de los escenarios, permanecerán aún más tiempo proscritos, esclavos de la inercia de lo que no da réditos, pero puede dar problemas. Y reos también de la capacidad que tiene hoy cualquier colectivo hinchado de rabia, sea genuina o prestada, para prohibir un libro, un artista con una condena dictada a la luz de la antorcha y al son de la piqueta que no tiene fecha de remisión.
Me puedo imaginar a Vasili Grossman escribiendo sobre las ruinas humeantes de Stalingrado su crítica racional del estalinismo, su denuncia de la identificación entre el fascismo y el comunismo, esos dos monstruos que devoraron un siglo. A Dostoievski saliendo de la “Casa muerta” para dejarnos el testimonio brutal del cautiverio. A Chéjov escribiendo en Mélijovo textos que modificaron la manera en que la literatura ve a los hombres. A Anna Ajmátova en la fila de los familiares de los presos donde decidió escribir su Réquiem. A Isaac Bábel caminando hacia el cadalso estalinista…
A todos ellos los imagino ahora observando al torvo programador de una Filmoteca de Múnich o Sevilla, al ufano director de una sinfónica que afina sus violines en París o Nueva York, al editor miope que ansía destacar, al político temeroso del qué dirán, al curador que saca de exposiciones y catálogos las obras de los rusos, porque ahora no se llevan, e imagino la profunda decepción y el insondable desprecio que sentirían por ellos. Por nosotros.
Hay muchas maneras de salir de una guerra perdiendo. De hecho, no hay forma de salir indemne de una. Con todo, la más estúpida de todas es ir a la guerra despreciando la cultura, el humanismo, levantando muros contra el saber y la sensibilidad compartidos. A una guerra así, ya se ha entrado muerto.
*** Jorge Ferrer es periodista, escritor y traductor de autores como Vasili Grossman o Svetlana Aleksiévich.
Di con este video tomado por un turista ruso en un hotel de Varadero, Matanzas, hace unas semanas.
Es cosa notable esta, porque muestra un curioso passage cultural. (O llámenle transferencia si la antropología y sus palabras les dan picazón en las ingles o los sobacos.) El artista, cuyo nombre no consta aunque sí sus talentos, divierte a los turistas poscomunistas en isla que pasa por comunista, sin serlo. Y la gracia del caso, el susto, el fíjate-tú-qué-cosa, es que lo hace con una canción muy peculiar, porque es la más emblemática de un género muy ruso, el de las canciones que entusiasman a los presidiarios y los glorifican. A los reos comunes y también a los presos políticos: ‘Vladimirskii Tsentral’, o Prisión central de Vladimir. El nombre de ese penal, tal vez el más grande de Rusia, es un emblema del sistema carcelario desde los tiempos presoviéticos. La canción pertenece al clásico de la canción carcelaria rusa Mijail Krug (Михаил Круг). Aquí pueden verlo cantándola en inspirado clip en la propia cárcel.
¡Fíjense, pues, en qué cosa más poscomunista y postodo! Un cubano divierte a los turistas rusos que visitan Cuba con la memoria de sus cárceles. Y se la canta en Varadero, mojito a mojito. Y con entusiasmo nada proletario.
¡Gloria eterna a este anónimo héroe del raulismo!
De contra:
A modo de contexto, anoto que en 2013 visitaron la isla de Cuba 46,166 turistas rusos. En los primeros nueve meses de 2014 lo hicieron otros 30,989. En ese mismo período 27,000 viajaron a México y 118,000 a República Dominicana.