Las nukes en la guerra de Putin contra Ucrania: una entrevista

- 16/08/22
Categoría: En El Mundo, Entrevistas, Guerra de Rusia contra Ucrania, Uncategorized | Etiquetas: , , , , ,
Imprimir Imprimir


Esta entrevista a Vladímir Orlov, uno de los grandes expertos rusos en el control del armamento nuclear, fue publicada en El Mundo el 10 de junio de 2022.

La publicación original puede ser consultada aquí

Vladimir Orlov: “Hay un riesgo de guerra nuclear. Los niños de Europa y Rusia no pueden irse a la cama tranquilos”

Este experto ruso en el control de las armas nucleares analiza las posibilidades de su uso en el contexto actual europeo.

Director del ‘think tank’ ruso PIR-Center y profesor del Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú, Vladimir Orlov es uno de los mayores expertos rusos en el control de las armas nucleares.

Pregunta: Cuando aparece una pistola en una pieza de Chéjov, sabemos que acabará siendo disparada. ¿Pasará lo mismo con el arma nuclear que ha asomado a los labios de Vladimir Putin?

Respuesta: El arma nuclear ha asomado con cierta frecuencia en la escena internacional desde que fue creada y solo se la ha utilizado dos veces. En ambas ocasiones no ha sido Putin quien ha echado mano de ella, sino los Estados Unidos. A diferencia de la pistola de Chéjov que busca la atención del espectador, el arma nuclear ha conseguido asegurar la estabilidad en los momentos más difíciles de la historia reciente y, en particular, durante la Guerra Fría. Es un arma política, un arma de disuasión. No se necesitan armas nucleares en un conflicto regional.

P. No obstante, la doctrina rusa establece que se la podría utilizar si la existencia de Rusia estuviera amenazada.

R. Es moneda común que una guerra nuclear no tendrá vencedores. Sería un suicidio en masa. Y con independencia de la opinión que a usted le merezcan los líderes rusos, ha de saber que son actores racionales y sólo emplearán la fuerza y los medios que exija garantizar la seguridad de Rusia. No hay ninguna necesidad de utilizar el arma nuclear para ello. En todo caso, ese supuesto exige que el país se encuentre ante una situación existencial desesperada, y bajo una amenaza real de desaparición. Ahora mismo la Federación rusa existe y continuará haciéndolo estupendamente, de modo que puede enfrentar sus retos con herramientas convencionales.

P. Me recuerdo siendo un niño en el Moscú de principios de los ochenta, un momento muy intenso de la Guerra Fría, y asomándome al balcón a ver si ya se alzaba el hongo de una explosión nuclear sobre la ciudad. Hoy habrá niños en Europa y en Rusia sintiendo un miedo semejante…

R. Si le preocupan los niños europeos, ha de pensar que esos niños ya viven en países rodeados de armas nucleares, que no son rusas, sino norteamericanas. No las hay en España. Pero sí en Italia, Holanda, Bélgica o Alemania. Cada vez que les preguntamos a los norteamericanos qué hacen ahí esas armas, nos dicen que las tienen “por si acaso”. ¿Qué “acaso” es ese? En diciembre del año pasado, antes del comienzo de la operación especial en Ucrania, Rusia ofreció a los norteamericanos sacar sus armas nucleares de Europa. Se negaron.

P. ¡Pero admitirá que quienes esgrimían el “por si acaso” demostraron tener unas luces extraordinarias! Rusia se anexionó Crimea en el 2014 y ha desatado ahora una guerra contra Ucrania.

R. No puedo estar de acuerdo con eso. Sobre todo porque las cosas no cambiaron en 2014, sino en 1999, cuando la OTAN bombardeó a Yugoslavia en el corazón de Europa, creando Estados a su antojo. Es probable que el cinismo de los europeos que se sometieron entonces a los norteamericanos haya generado un cinismo especular en Moscú, que no ha querido poner la otra mejilla. Yo veo más bien los orígenes de esta situación en la reticencia de Europa a considerar a Rusia como un actor independiente y la pretensión de someter su voluntad. Ignorar los intereses de los demás acaba provocando consecuencias trágicas como las presentes.

P. ¿Cómo evalúa el riesgo de que se acaben usando armas nucleares en la guerra actual?

R. Es evidente que hay un riesgo no premeditado, pero un riesgo cierto de guerra nuclear. De modo que los niños en Europa y en Rusia no pueden irse a la cama tranquilos, no. Una mala comunicación, una interpretación errónea de las acciones de la parte contraria, puede conducir a la utilización accidental de armas nucleares. Hay un riesgo pequeño, pero un riesgo terrible.

P. ¿Qué podríamos hacer para rebajarlo ahora mismo?

R. Europa tiene que disminuir el número de armas nucleares que hay en el continente. Se podría establecer un corredor libre de armas nucleares que corra entre el mar Báltico y el mar Negro. Esa no será la solución definitiva del problema, pero ayudará a sosegar los ánimos. En Rusia somos muy sensibles a los rumores de que Polonia se dispone a alojar armamento nuclear en su territorio. Igual de sensibles estarán los polacos si Rusia emplaza armamento nuclear en Bielorrusia. Y ese es un escenario posible.

P. A veces tengo la impresión de que los líderes rusos de hoy no están a la altura de los líderes soviéticos del pasado. En Gromyko, el célebre “Mister Niet”, por ejemplo, se podía confiar, aun desde la discrepancia. En Lavrov o en Putin, no

R. Tendrá que pasar algún tiempo hasta que podamos evaluar la actuación de los líderes de hoy. Pero a mí me preocupa otra cosa, fíjese. No advierto una sola figura brillante en Europa. Un Giscard D’Estaing, por ejemplo: líderes capaces de asumir responsabilidades. Tengo la impresión de que en Europa gobiernan gestores. Usted no ve en Putin a una figura de envergadura, pero tal vez convengamos en que en Europa hay mucha mediocridad. A no ser que me quiera ilustrar ahora dándome nombres de líderes europeos con visión.

P. Más bien me gustaría preguntarle algo a la luz de ese diagnóstico sobre los liderazgos, ¿lo da todo por perdido?

R. Depende qué consideremos que se pueda perder…

P. La paz en Europa, la ambición de un futuro compartido.

R. Tal vez la vida en sociedades futuras que hayan superado el marco actual de los Estados sea más interesante que esta. En los márgenes, las ruinas o el perímetro del ente que muera podría surgir algo apreciable. Eso sí, la seguridad europea hoy está en estado ruinoso. Y cuando pienso en cuánto viviremos entre estas ruinas, me viene a la mente la idea de mi buen amigo Dmitri Trener, hasta hace poco director del Centro Carnegie en Moscú, quien decía que la Crisis de los Misiles de 1961 había durado trece días y la que vivimos ahora durará trece años.

P. Comenzamos hablando del peligro de una guerra nuclear y ahora nos estamos paseando entre ruinas…

R. Pero no por las ruinas que dejaría una explosión nuclear, ciertamente. Nos ha de preocupar la construcción de la Casa común europea, las oportunidades que estamos dejando escapar para levantarla. Pienso en las ruinas de los acuerdos que alguna vez alcanzamos, en todo lo que ha quedado destruido y habrá que recomponer desde cero.

P. Ahora se está hablando mucho del uso de armas nucleares tácticas. ¿Qué opinión le merece eso?

R. Las guerras nucleares limitadas no existen. Pero cuando pienso en los riesgos de una guerra nuclear, le he de decir francamente que si alguna vez nos encontramos con una, es más probable que estalle en el sur de Asia o en otras regiones del planeta, porque el comportamiento responsable con el arma nuclear nunca va a abandonar a los líderes de Rusia y los Estados Unidos.

P. Que Ucrania se vea sometida a la agresión rusa, después de haber cedido las armas nucleares que heredó de la URSS, puede generar el deseo de adquirirlas. Hay una gran tentación ahí, ¿no le parece?

R. El régimen de la no proliferación está sufriendo una erosión importante desde hace años. Tenemos el ejemplo de Libia. Gadafi nunca se hizo con el arma nuclear, pero siempre coqueteó con la idea. Y ya se sabe cómo acabó. Tengo la convicción de que los norcoreanos impulsaron su programa nuclear al ver lo que la OTAN hizo con Gadafi. En cuanto a Ucrania, se trata de un país que jamás tuvo armas nucleares propias. Eran armas ubicadas en su territorio, pero de las que Ucrania no disponía.

P. Por si fuera poco, el desarrollo de nuevas armas promete ser un reto enorme para la seguridad futura.

R. El arma nuclear es un arma terrible del s. XX que se ha colado también en el s. XXI. Y, en efecto, ahora se están desarrollando nuevos tipos de armas que no están contempladas en ningún tratado. Quien consiga ser el primero en desarrollarlas y amenace al mundo con ellas, podrá estar conforme con la destrucción del arsenal nuclear. ¡Ya no lo necesitará!

© www.eltonodelavoz.com

Liudmila Ulítskaya, Premio Formentor: una entrevista

- 15/08/22
Categoría: En El Mundo, Entrevistas, Exilio, Guerra de Rusia contra Ucrania, Letra impresa, Libros, Literatura, Memoria, Periodismo, Poscomunismo, Rusia, Ucrania, Uncategorized | Etiquetas: , , , ,
Imprimir Imprimir


Liudmila Ulítskaya recibió el Premio Formentor 2022. La había entrevistado unos meses antes, cuando estalló la guerra del Estado ruso contra Ucrania. Aquella entrevista se puede leer aquí. El Premio, no obstante, requería y permitía una conversación distinta con una Ulítskaya, además, ya exiliada en Berlín.

La entrevista se publicó en el diario El Mundo el 2 de mayo de 2022. El original se puede consultar aquí.

 

Liudmila Ulítskaya: “Habría sido mejor que me hubiera muerto antes de la guerra”

 

La escritora rusa fue elegida Premio Formentor la semana pasada: un alivio en los meses oscuros que han seguido a la invasión de Ucrania y a su exilio en Berlín.

Liudmila Ulítskaya recibió la pasada semana la noticia del Premio Formentor en su recién estrenado exilio de Berlín. La gran escritora rusa ha novelado a personajes que pueblan un mundo habitado por figuras que vindican la historia grande y la más pequeña: la memoria de un siglo y sus añicos.

Pregunta: ¡Nada menos que el Premio Formentor! ¡Y eso en estos días tan complejos para usted y para la cultura rusa!

Respuesta: Estoy sorprendida; no me lo esperaba para nada. Es un gran honor formar parte de la lista de premiados del Formentor. Yo de estas cosas siempre me alegro tanto como me sorprenden. Me ha pillado en Berlín, en la extraña situación en la que nos hemos visto metidos muchos rusos ahora. Abandonamos nuestro país sin saber cuándo podremos volver.

P. Hablo con muchos lectores de literatura rusa y debo decirle que nadie despierta un entusiasmo tan unánime como usted, tanto en Rusia como aquí en España. ¿Cómo lo consigue?

R. El misterio es muy sencillo. Escribo dirigiéndome a mis amigos, a las personas que quiero, y, por lo visto, mis lectores lo perciben así.

P. Usted se ha movido en muchos registros y ha escrito sobre personajes muy distintos, como si todo le supiera a poco. En Sóniechka, por ejemplo, está la vida de una mujer solitaria, la historia de una de esas personas sin historia, como se suele decir…

R. Detrás de Sóniechka hay varias mujeres que se cruzaron en mi vida. Sóniechka no es una invención pura, digamos. Es el reflejo de mujeres concretas a las que pude observar, un tipo de persona que conocí y me despertó un interés enorme.

P. Algo que dista de ser una excepción en su obra, porque el protagonista de la novela, Daniel Stein, traductor, es también alguien a quien usted conoció…

R. Así es. Fue un hombre que viajaba de Tel Aviv a Minsk y vino a mi casa, donde pasó un día entero. Unas 10 personas acudieron a verlo allí esos días. Pasaron muchos años antes de que me atreviera a escribir ese libro. Tuve que esperar a que él muriera, porque no habría tenido el coraje de escribir ese libro y exponerme a su reacción.

P. Se trata de un gran libro acerca de la religión, de la búsqueda de Dios, del diálogo entre religiones. Cuestiones que a usted nunca la abandonan.

R. Y también sobre la figura del traductor, aquel que traduce de una lengua a otra y, en el caso de Daniel, de la lengua humana a la divina y viceversa. Se trata de una función tremendamente importante. Es raro encontrar a personas con el don de la interpretación, la capacidad de transmitir textos que resultan cruciales para la suerte común de la Humanidad.

P. A los escritores se les suele preguntar por qué escriben. Ante la enormidad de su obra y la sordidez de estos tiempos prefiero preguntarle por qué escribe todavía…

R. Ah, pero si es que yo no escribo ya. Ya no escribo, de veras. Mis textos son cada vez más y más breves. Comencé escribiendo relatos, después escribí un buen número de novelas, antes de volver a los textos breves. Últimamente he estado escribiendo textos que no rebasan la media página. Ese camino hacia el laconismo probablemente acabe conmigo callada ya por fin.

P. Fuera de Rusia se suele pensar que el rol social del escritor en su país y la veneración que les profesan los lectores son enormes

R. Yo diría que ese prestigio ha terminado ya. El rol del escritor como profeta, como alguien cuyas ideas políticas o su estatura como artista importan a la sociedad, fue cosa del siglo XIX y principios del XX, del pasado.

P. Y después está el problema del cisma que ocurre a veces entre los escritores y el pueblo, como sucede ahora en Rusia con la guerra contra Ucrania…

R. Me cuesta mostrarme conforme con eso, porque debo admitir que yo, que he vivido en Moscú en medio de un ambiente muy determinado, de intelectuales y artistas, es probable que conozca muy mal al pueblo ruso. Apenas me relaciono con personas a las que pudiéramos adscribir a esa noción de pueblo. De hecho, ni siquiera sé si esas personas existen. La idea del pueblo ruso es un mito. Y ya es hora de que admitamos que hay mitos que no rebasan esa condición.

P. Fíjese, Liudmila, que en un rato de conversación ya le ha dado tiempo para matar al escritor como portavoz del pueblo y hasta al pueblo mismo. ¡Se nos está muriendo todo el mundo aquí!

R. Todo el mundo se muere, naturalmente, y sin la muerte no existiría la vida. Así que bendita sea la muerte. Todos los grandes poetas sabían que la muerte llena a la vida de contenido. La riqueza y el poder que ostenta la vida se debe a que es finita. Y dado que acabará, a la vida hay que saber capturarla, observarla y, cuando ello es posible, reflejarla. Ese es, esencialmente, el trabajo de todo artista.

P. Hay un libro suyo que opera muy bien en ese registro con la vida y con la tradición. Desafortunadamente, se trata de uno que aún no tenemos en español: La escalera de Yakov. En él dibuja la línea que une a una nieta con su abuelo. Es un gran libro sobre la memoria…

R. Habla de la memoria, sin duda alguna. Cuando hablo con mis lectores sobre este libro siempre les digo que cada persona ha de escribir su propio equivalente de La escalera de Yakov, porque ese es su deber para con sus antepasados y sus descendientes. Todos debemos dibujar esa línea y hacerlo conscientemente y con precisión para así transmitir la memoria de generación en generación. El antepasado más antiguo del que tengo noticia es mi tatarabuelo. Sirvió en el Ejército zarista durante la Guerra de Crimea. Suya es la primera fotografía familiar que conservo. Y el hecho de que la guardemos es tremendamente importante. Saber que esa persona existió. En aquella época, el servicio en el Ejército zarista era de 25 años. A mi tatarabuelo se lo llevaron siendo un niño de 13 años, sirvió otros 25 y después se casó y nacieron sus hijos, mis bisabuelos. Y así hasta mí.

P. Ese recuerdo nos devuelve a la guerra. La última vez que hablamos la llamé a su apartamento en Moscú cuando acababa de estallar la guerra. Han pasado dos meses y estamos atrapados en el pantano al que nos arrastró Putin.

R. El 24 de febrero de 2022 fui consciente de que se había trazado una raya que separaba mi vida pasada y lo que me quedara por vivir. Lo primero que me vino a la mente aquel día fue que habría sido mejor que me hubiera muerto antes de que llegara. Este tramo de vida está siendo increíblemente duro. Nos tuvimos que marchar de Rusia, porque no soy capaz de acomodar mi espíritu a la guerra. Y no la aceptaré jamás.

P. En estos días de cancelación de la cultura rusa en el mundo occidental, la premian.

R. Me emocionó mucho, sí, que mientras la política rusa resulta algo tóxico para el mundo entero, el jurado considerara dar el premio a una autora rusa. Es de veras sorprendente.

P. Tal vez sin quererlo, pero el premio también ha sido para la cultura rusa exiliada.

R. Me encuentro ahora en Berlín. Hace exactamente 100 años, en los años 20 del siglo pasado, Berlín estaba llena de emigrantes rusos que crearon una cultura extraordinaria, una cultura en el exilio. Y décadas después todo aquello retornó a Rusia e integró por derecho propio el tronco de la cultura rusa. Es difícil imaginar hoy el cuerpo de nuestra tradición sin Iván Bunin o Vladímir Nabokov o tantos otros autores obligados a marchar del país. De modo que de esta situación actual saldrán frutos muy jugosos. Será duro, sí, pero al arte le gustan los cataclismos, las conmociones sociales; la cultura responde bien a esos obstáculos.

P. ¿Ya se le ha pegado a la piel la etiqueta de emigrada y refugiada política?

R. Todavía me siento confundida. No acabo de asimilar esa condición. Tengo la esperanza de volver a mi país, aunque resulte imposible mientras esta guerra no pare.

  

© www.eltonodelavoz.com

Aleksandr Pushkin: una traducción de “La tempestad”

- 10/02/22
Categoría: Lecturas compartidas, Letra impresa, Libros, Literatura, Rusia, Traducciones, Uncategorized | Etiquetas: , ,
Imprimir Imprimir


 

 

Hace unos meses compartí aquí una traducción de un relato de Pushkin, “La señorita campesina”.

Comparto ahora un segundo cuento del gran autor ruso que traduje: La tempestad.

Ambos textos fueron publicados por la barcelonesa editorial Alma. Allí publican unos libros ilustrados estupendos y admira que encarguen traducciones nuevas de los clásicos rusos para ellos. En el caso de estos cuentos de Pushkin que traduje, los incluyeron en sendas Antologías de relatos románticos. Una de amores “apasionados”. Otra, de amores “tormentosos”.

Mi traducción de “La tempestad” cupo en la segunda, cuya cubierta copio abajo.

Los libros de Alma están a la venta en librerías online y a pie de calle. El catálogo completo se puede consultar en el sitio de la editorial.  

 

La tempestad

Aleksandr Pushkin

 

Corren los caballos por las colinas,

Hollando la nieve honda…

Mientras una casa de Dios a la vera

Se alza solitaria.

……

De repente la ventisca se levanta

Caen los copos sin parar;

Y un cuervo negro de alas sibilantes,

Revolotea sobre los trineos.

¡Su pesado lamento anuncia pesar!

Y los caballos veloces

Escrutan la penumbra distante,

Erizadas las crines.

Zhukovski

 

A finales de 1811, en una época de grata memoria para nosotros, habitaba en su hacienda de Nienarádovo el bueno de Gavrila Gavrílovich R**. Célebre en toda la comarca por su hospitalidad y bonhomía, los vecinos no paraban de tomar el camino de su casa para comer, beber, jugar al Boston con su mujer a cinco kópeks la partida, y algunos también para echarle el ojo a María Gavrílovna, la hija de ambos, una joven pálida y esbelta que, a sus diecisiete años, muchos codiciaban para sí mismos o para sus hijos.

María Gavrílovna había sido educada en la lectura de novelas francesas y, por lo tanto, estaba enamorada. El objeto de su amor era un pobre alférez del ejército, que pasaba las vacaciones en su pueblo. Es de suyo evidente que el joven alimentaba una pasión pareja por la joven y que los padres de su amada, conscientes de las inclinaciones de ambos, le habían prohibido a su hija ponerlo en sus mientes siquiera, mientras que a él lo recibían con menos ceremonias que a un funcionario jubilado.

Los amantes de nuestra historia mantenían correspondencia y cada día se veían a solas en un bosque de pinos o junto a una vieja capilla. Allí se prometían amor eterno, se lamentaban de su suerte y daban rienda suelta a su imaginación. Escribiéndose y conversando de tal guisa fue natural que ambos llegaran a la siguiente conclusión: si no podemos respirar uno sin el otro y la voluntad de nuestros padres se interpone entre nosotros y nuestra felicidad, ¿acaso no haríamos mejor ignorándola? Como se comprenderá, esta feliz idea se le ocurrió primero al joven y cautivó enseguida a la romántica imaginación de María Gavrílovna.

Con la llegada del invierno, los encuentros se interrumpieron, pero la correspondencia se hizo aún más frecuente. En cada una de sus misivas, Vladimir Nikoláyevich le imploraba que se entregara a él para contraer matrimonio en secreto y después de ocultarse un tiempo se prostraran ante los padres de ella, quienes, naturalmente, se sentirían emocionados por la heroica fidelidad y la infelicidad de los amantes y exclamarían emocionados: «¡Venid a nuestros brazos, hijos!»

A María Gavrílovna no la abandonaban las dudas y muchos de los planes de fuga fueron desechados. Finalmente, se mostró de acuerdo con uno: el día señalado rechazaría la cena y se encerraría en su dormitorio con la excusa de una jaqueca. Más tarde, junto a su doncella, también consciente del plan, ambas debían salir al jardín por la puerta trasera, encontrar allí el trineo que las estaría aguardando, y salvar las cinco verstas que separaban Nienarádovo y la población de Zhádrino, donde se dirigiría a la iglesia en la que Vladimir ya las estaría esperando.

La víspera del día decisivo, María Gavrílovna no pegó ojo en toda la noche. Los preparativos la absorbieron. Ató la ropa interior y los vestidos, escribió una larga carta a una sentimental señorita que era su amiga y otra a sus padres. De ellos se despidió en los términos más conmovedores, disculpaba su comportamiento por la ingobernable fuerza de la pasión y concluía asegurándoles que no habría un momento más placentero en su vida que aquel en el que le fuera permitido prosternarse de nuevo ante ellos. Tras sellar ambas cartas con estampillas de Tula que representaban dos corazones ardientes y llevaban una digna leyenda, la joven se tumbó en la cama a poco de amanecer y se quedó adormecida. Pero entonces la asaltaron terribles ensoñaciones que la despertaban constantemente. En una de ellas, su padre la abordaba de repente cuando acababa de sentarse en el trineo que la conduciría al altar y la arrastraba por la nieve tirando con fuerza hasta arrojarla un oscuro sótano sin fondo por el que ella volaba cabeza abajo con el corazón encogido. En otra era su enamorado quien aparecía tumbado sobre la hierba, pálido y ensangrentado. A punto de exhalar su último suspiro, él le rogaba con voz penetrante que se casaran enseguida. Otros sueños igual de terribles e insensatos cruzaron su mente, uno tras otro. Por último se levantó, más pálida que de costumbre y con una jaqueca que no era nada fingida. Sus padres percibieron la inquietud que la embargaba. La tierna preocupación que ambos mostraron y las insistentes preguntas que hicieron —«¿Qué te sucede, Masha?»; «¿Acaso te has puesto enferma, hija?»— le desgarraron el corazón. Intentó tranquilizarlos, parecer alegre, pero no lo consiguió. Cayó la tarde. La idea de que era el último día del que se despedía acompañada de su familia le estrujó el corazón. Apenas se tenía en pie. Y se iba despidiendo en secreto de todos las seres y objetos que la rodeaban.

 Llamaron a la cena. A María Gavrílovna el corazón parecía querer salírsele del pecho. Con voz temblorosa anunció que no le apetecía cenar y comenzó a despedirse de sus padres. Estos la besaron y, como era costumbre, le dieron la bendición. La joven apenas conseguía contener las lágrimas. De vuelta en su habitación, se dejó caer en una butaca ahogada por los sollozos. Su doncella la convenció de que se calmara y recobrara el ánimo. Todo estaba listo ya. En apenas media hora Masha abandonaría para siempre su casa paterna, su habitación, la vida apacible de las muchachas solteras… La tempestad azotaba el patio. El viento ululaba y los postigos temblaban y golpeaban. La joven se tomó la tormenta como una amenaza, un mal augurio. Muy pronto la casa quedó en calma con todos ya en la cama. Masha se envolvió en un chal, se puso un buen abrigo, tomó el neceser y salió por la puerta de atrás. La criada la seguía cargando sendos fardos. Salieron al jardín. La tempestad no amainaba. El viento la golpeaba de frente, como si empujara para detener a la joven delincuente. Avanzando a duras penas, las dos jóvenes alcanzaron el fondo del jardín. Un trineo las esperaba en el camino. Los caballos impacientes no se estaban quietos y el cochero de Vladimir se paseaba frente a las pértigas que sobresalían por delante del trineo para sosegarlos. Cuando hubo acomodado a la señorita y a su doncella junto a los bultos y el neceser que traían, tomó las riendas y los caballos echaron a correr. Tras encomendar a la joven al cuidado del destino y las mañas del cochero Terioshka, veamos qué tal le va a nuestro joven enamorado.

Vladimir se había pasado el día yendo de un lado a otro. En la mañana fue a ver al sacerdote de Zhádrino, a quien persuadió con esfuerzo. Después se fue a buscar testigos entre los hacendados de la región. El primero a quien acudió, el corneta retirado Dravin, de cuarenta años de edad, aceptó de buen grado. Aquella aventura, le aseguró, le haría recordar sus viejos tiempos haciendo travesuras en el cuerpo de húsares. Dravin convenció a Vladimir para que se quedara a comer con él y le aseguró que no le costaría nada encontrar a los otros dos testigos requeridos. Y en efecto, en cuanto hubieron acabado de comer se aparecieron el agrimensor Schmidt con sus bigotes y espuelas, y el hijo de un capitán del correccional, un joven de dieciséis años que acababa de ingresar en el cuerpo de ulanos. Ambos no sólo acogieron calurosamente la propuesta de Vladimir, sino que además le juraron estar dispuestos a dar sus vidas por él. Vladimir los abrazó dominado por la emoción y corrió a su casa a prepararse.

La noche había caído hacía ya rato, cuando Vladimir encomendó a su fiel Terioshka tomar el camino de Nienarádovo con su troika y llevando instrucciones minuciosas y precisas. Para sí mismo ordenó ensillar un pequeño trineo tirado por un solo penco y se puso en marcha sin más cochero que él mismo hacia Zhádrino, adonde María Gavrílovna llegaría unas dos horas más tarde. El camino lo conocía bien y no serían más de veinte minutos de viaje.

Pero apenas Vladimir salió a campo abierto, se levantó tal ventolera, que no alcanzaba a ver nada delante de sus narices. La nieve cegó el camino en un minuto. Todo desapareció cubierto por una penumbra espesa y amarillenta que sólo conseguían atravesar los blancos copos de nieve. El cielo y la tierra se fundieron en uno. Vladimir se vio de pronto en medio del campo y no conseguía retomar el camino. El caballo avanzaba al buen tuntún y lo mismo clavaba una pata en un montón de nieve, que se hundía en un hueco. El trineo no paraba de volcar. Vladimir se las veía y deseaba para mantener el rumbo. Pensó que aunque ya llevaba media hora de camino aún no había alcanzado la linde del bosque de Zhádrino. Pasaron otros diez minutos y el bosque continuaba sin aparecer. Vladimir avanzaba a través de un campo surcado por hondas zanjas. La tempestad no amainaba, ni se despejaba el cielo. El caballo dio señales de cansancio y su pasajero sudaba a mares, a pesar de que estaba metido en la nieve hasta la cintura.

Al fin comprendió que no había tomado la dirección correcta. Se detuvo un momento, analizó la situación, hizo memoria, calculó… y acabó convencido de que tenía que girar a la derecha. Así lo hizo. El caballo apenas se tenía en pie. Llevaban más de una hora de viaje. Zhádrino no podía estar lejos. Y, sin embargo, por mucho que avanzaban el campo no daba señales de tener fin. Todo eran montones de nieve y zanjas; el trineo volcaba una y otra vez y él tenía que enderezarlo para retomar la marcha. El tiempo pasaba y al joven lo fue invadiendo una gran inquietud.

Por fin aparecieron unas sombras a la derecha y Vladimir enfiló el trineo en esa dirección. Al acercarse constató que se trataba de un bosque. Dio gracias a Dios: ya iba por el buen camino. Avanzó bordeando la linde con la esperanza de rodear el bosque o alcanzar el camino que conocía. Detrás de la floresta estaba Zhádrino. No tardó en encontrar un camino y lo tomó para adentrarse en la penumbra creada por los árboles desnudados por el invierno. Aquí ya el viento no podía hacer de las suyas y el camino estaba limpio, el caballo se animó y Vladimir recuperó la calma.

Pero por mucho que avanzaba, Zhádrino no se dejaba ver: el bosque no parecía tener fin. Vladimir tuvo que reconocer que se había metido en un bosque desconocido. La desesperación se apoderó de él. Pegó al caballo con la fusta y la pobre bestia echó a correr al galope, primero, pero acabó aminorando la marcha y al cuarto de hora ya iba al paso, sorda a todos los esfuerzos del desventurado novio.

El bosque empezó a ralear poco a poco y Vladimir salió por fin a campo descubierto. No se veía Zhádrino. Ya sería medianoche. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Continuó camino ya sin ton ni son. La tempestad había amainado, el cielo se había despejado y delante de él se extendía una llanura cubierta por una mullida alfombra blanca. La noche era bastante clara. A lo lejos asomaba una minúscula aldea de cuatro o cinco casas. Hacia ella se dirigió Vladimir. Saltó del trineo al llegar a la primera de las casas y golpeó la ventana. Unos minutos después se levantó el postigo de madera y asomó la barba gris de un anciano. «¿Qué se te ofrece?», preguntó. «¿Está lejos Zhárino?» «¿Que si Zhádrino queda lejos?» «¡Sí, eso! ¿Queda lejos?» «¡Quia! A diez verstas, más o menos» Aquella respuesta hizo que Vladimir se tirara de los cabellos y se le helara el gesto como a un hombre acabado de condenar a muerte.

«¿Y tú de dónde vienes?», preguntó el anciano. Vladimir no tenía fuerzas para responder. «Escucha, viejo: ¿me prestas unos caballos que me lleven a Zhádrino?» «¿Qué caballos te voy a dejar yo a ti, hombre?», replicó el campesino. «¿Y alguien que me lleve? Pagaré lo que sea», dijo Vladimir. «Espera, que mandaré a mi hijo a que te lleve», zanjó el anciano bajando el postigo. Vladimir se quedó esperando, pero la impaciencia lo dominaba y enseguida volvió a golpear la ventana. Se levantó el postigo otra vez y asomó otra vez el anciano. «Y ahora ¿qué quieres?» «¿Qué pasa con tu hijo?» «Ya sale, se está calzando. ¿Te estás helando ahí fuera? Pasa y caliéntate», ofreció el campesino. «No, gracias, tú mándame pronto a tu hijo».

Chirriaron las puertas y apareció un joven que empuñaba un garrote. Sin decir palabra, echó a andar señalando dónde estaba el camino o buscándolo cuando se perdía bajo los montones de nieve. «¿Qué hora es?», le preguntó Vladimir. «Ya amanecerá pronto», le respondió el joven campesino. Vladimir no tuvo fuerzas para decir nada más.

Ya era de día y cantaban los gallos cuando arribaron a Zhádrino. La iglesia estaba cerrada a cal y canto. Vladimir pagó al joven campesino y dirigió sus pasos a la casa del sacerdote. Nada más entrar al patio se percató de que su troika no estaba allí. ¡Qué noticias aún le esperaban!

Mas volvamos con los buenos hacendados de Nienarádovo y veamos qué está sucediendo en su casa.

En esencia, nada.

Los viejos han abandonado sus aposentos y ya se encuentran en el salón. Gavrila Gavrílovich lleva el gorro de dormir y su chaquetón de paño. Praskovia Petrovna lleva chaqueta guateada. Cuando les sirven el samovar, Gavrila Gavrílovich manda a la criada a interesarse por María Gavrílovna y preguntarle qué tal durmió y cómo se encuentra. La chica, mordiendo las palabras, informó que la señorita había pasado mala noche, pero que ahora, ejem, se encontraba mejor y bajaría enseguida. Y, en efecto, la puerta se abrió y María Gavrílovna se acercó a saludar a su papaíto y su mamaíta.

—¿Qué tal va tu cabeza, Masha? —preguntó Gavrila Gavrílovich.

—Mejor, papaíto —contestó Masha.

—Diría que has tenido fiebre ayer, ¿no es cierto, hija? —intervino Praskovia Petrovna.

—Es posible, mamaíta —le respondió Masha.

El día transcurrió sin novedades, pero en la noche Masha se sintió indispuesta. Mandaron a buscar al médico, que llegó a media tarde y se encontró a la paciente delirando. Las fuertes fiebres tuvieron a la pobre enferma dos semanas con un pie en la tumba.

En la casa nadie conocía el intento de fuga de la víspera. Las cartas escritas antes de escapar ya habían sido quemadas. La criada no había dicho esta boca es mía, temerosa de la ira de los señores. El sacerdote, el corneta retirado, el agrimensor y el joven ulano mantuvieron un bajo perfil, como les convenía. El cochero Terioshka siempre había sabido mantener la boca bien cerrada, aun en estado de ebriedad. De ese modo, el secreto permaneció a salvo entre algo más de media docena de conjurados. Y, no obstante, la propia María Gavrílovna lo reveló en un momento de su angustioso delirio. Por suerte, lo hizo de tal forma que su madre, que no se apartaba del lecho de su hija ni un instante, nada alcanzó a comprender de las palabras inconexas, más allá de la idea de que su hija estaba perdidamente enamorada de Vladimir Nikoláyevich y que, con toda probabilidad, en ese amor radicaba la causa de su enfermedad. Establecido esto y después de pedir consejo a su marido y a algunos vecinos, acabaron decidiendo unánimemente que no había dudas de que el destino de María Gavrílovna estaba escrito, las cosas hay que aceptarlas como vienen y la pobreza no es un vicio, que no se vive con la riqueza, sino con la persona amada, etc. Los proverbios de tono moral suelen ser muy útiles en tales circunstancias, cuando somos incapaces de inventarnos mejores justificaciones.

Entretanto, la joven comenzó a recuperarse y a Vladimir hacía mucho que no se lo veía aparecer en casa de Gavrila Gavrílovich. Ya estaría bien escarmentado de los recibimientos que solían hacerle. Entonces se dispuso mandar a buscarlo anunciándole enseguida la feliz nueva: el consentimiento otorgado por los padres de la novia al matrimonio. ¡Pero cuál no sería la sorpresa de los hacendados de Nienarádovo cuando en respuesta a su invitación recibieron de él una carta que sólo un hombre privado de la razón podía haber escrito! En ella les anunciaba que jamás volvería a poner un pie en su casa, y les rogaba olvidarse de un desgraciado al que ya sólo le quedaba depositar alguna esperanza en la muerte. Unos días más tarde conocieron que Vladimir se había alistado en el ejército. Corría el año 1812.

A Masha, aún en proceso de restablecimiento, no se atrevieron a comunicarle lo ocurrido hasta pasado un buen tiempo. A partir de ese día, el nombre de Vladimir no apareció nunca más en sus labios. Y sólo unos meses más tarde, al toparse con sus particulares en un listado de heridos graves en la batalla de Borodinó, sufrió un desvanecimiento, que hizo que se temiera le volvieran las fiebres. Sin embargo, gracias a Dios el desmayo no tuvo consecuencias.

Otra fue desgracia que se abatió sobre ella. Su padre, Gavrila Gavrílovich, falleció legándole toda la hacienda. Una herencia que no le sirvió de consuelo, no obstante. Compartía con todo su corazón el dolor de la desventurada Praskovia Petrovna y juró no separarse de ella jamás. Ambas dejaron Nienarádovo, lugar que tantos malos recuerdos les traía, y se fueron a vivir a la comarca de ***.

No faltaron pretendientes allá merodeando en torno a la graciosa y rica novia, pero ella jamás dio a ninguno el menor atisbo de esperanza. De tanto en tanto, su madre la animaba a dejarse cortejar. Pero cada vez María Gavrílovna negaba con la cabeza y se ensimismaba. Vladimir ya no vivía: había muerto en Moscú la víspera de la toma de la ciudad por los franceses. Masha alimentaba un recuerdo reverencial por su memoria y se dio a la tarea de conservar todo aquello que la ayudara a tenerlo presente. Los libros que alguna vez leyó, sus dibujos, notas y los versos que había copiado para ella. Entretanto, sus vecinos, asombrados de su entrega a la memoria de Vladimir esperaban con curiosidad al héroe que se alzaría un día con la victoria sobre la triste fidelidad que profesaba aquella virginal Artemisa.

Entretanto, la guerra había terminado gloriosamente y nuestros regimientos volvían del extranjero. La gente corría su encuentro. Se escuchaban las canciones que traían los vencedores: Vive Henri-Quatre, valses tiroleses y arias de la Joconde. Los oficiales, que habían marchado a la campaña siendo unos niños, volvían ya con las maneras viriles incorporadas en el campo de batalla y con las cruces al mérito colgadas en el pecho. Los soldados intercambiaban palabras en son de camaradería mezclando palabras francesas y alemanas. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Tiempos de gloria y júbilo! ¡Con qué fuerza latía el corazón de los rusos al escuchar la palabra «patria»! ¡Qué dulces eran las lágrimas que se derramaban en cada encuentro! ¡Cómo todos a una supimos juntar los sentimientos de orgullo nacional y amor al soberano! ¡Qué gran momento para él, por cierto!

Las mujeres, las mujeres rusas se comportaron de una manera única. Su frialdad habitual se esfumó como por ensalmo. Su júbilo resultaba de veras embriagador, cuando saludaban a los vencedores dándoles vivas y arrojaban sus cofias al aire.

¿Qué oficial de los que estuvieron allí entonces, no reconocerá que a las mujeres rusas debió su mejor condecoración, la más valiosa?

En aquellos tiempos espléndidos María Gavrílovna vivía con su madre en la provincia de *** y no presenció la manera en que en ambas capitales se saludó el regreso de las tropas. Pero tal vez el júbilo que se vivió en comarcas y aldeas fuera aún mayor. La llegada de cualquier oficial a esos lugares generaba un entusiasmo general y cualquier pretendiente vestido de frac palidecía a su lado.

Ya habíamos mencionado que, a pesar de la frialdad que mostraba, María Gavrílovna continuaba rodeada de pretendientes. Pero todos ellos debieron recular cuando apareció en su castillo un coronel de húsares herido, con la orden de San Jorge en el ojal y una interesante palidez, como solían expresarse las damas de entonces. El joven se apellidaba Burmín y tenía unos veintiséis años. Había venido a pasar las vacaciones en sus tierras, ubicadas cerca de la aldea de María Gavrílovna. Ella lo distinguía con su atención. Su habitual ensimismamiento desaparecía en presencia del joven. Nadie podría afirmar que coqueteaba con él, pero el poeta habría dicho: S’amor non è, che dunque?

Burmín era, efectivamente, un joven encantador. Poseía ese tipo de inteligencia que fascina a las mujeres. Hacía gala del raciocinio de la decencia, la capacidad de observación, un talante sin recelos y siempre tenía una sonrisa presta. A María Gavrílovna la trataba con sencillez y desapego, pero su mirada y su alma estaban atentas a cada cosa que ella decía o hacía. Burmín daba la impresión de ser un hombre de talante moderado y modesto, aunque las malas lenguas sostenían que en el pasado fue un caballerete de mucho cuidado. Ello, no obstante, no hacía mellas en la estima que por él tenía María Gavrílovna quien, como cualquier otra dama joven, sabía perdonar las travesuras que demostraban un carácter dotado de arrojo y fervor.

Pero había algo más (más que la ternura, que la conversación dilecta, más interesante que la palidez y que el brazo vendado) y era la manera en que el silencio del joven húsar alimentaba su curiosidad e imaginación. María Gavrílovna no podía no ser consciente de cuánto le gustaba. Y es probable que él, con su inteligencia y experiencia, hubiera percibido también que ella lo distinguía sobremanera: ¿cómo era posible que aún ella no lo hubiera visto arrojándose a sus pies y declarándole su amor? ¿Qué lo frenaba? ¿La timidez que suele acompañar a los amores genuinos, el orgullo o la coquetería de un seductor experimentado? Un enigma aquel que ella, tras meditarlo largamente, resolvió adjudicándoselo a la timidez, única explicación que concebía. Así, decidió dedicarle más atención aún para animarlo e incluso permitirse, cuando la situación lo admitiera, alguna muestra de cariño. María Gavrílovna anticipaba el desenlace más inesperado y esperaba con impaciencia el instante de la romántica declaración. Los misterios, cualquiera que sea su naturaleza, han tentado siempre los corazones femeninos.

Con el paso de los días, el despliegue de la estrategia de María Gavrílovna comenzó a acariciar el éxito. Al menos, Burmín fue dejándose envolver en un aire taciturno y sus ojos negros se posaban en María Gavrílovna con un nuevo fuego, de modo que parecía que el minuto decisivo no se haría esperar mucho más. Los vecinos ya hablaban del enlace matrimonial como de algo inevitable y la buena de Praskovia Petrovna se felicitaba de que su hija hubiera encontrado un novio digno por fin.

Un día la anciana estaba haciendo el solitario en el salón, cuando Burmín entró de repente y, sin más preámbulo, preguntó por María Gavrílovna. «Está en el jardín», le informó la anciana. Y lo animó: «Vaya con ella, que yo os espero aquí». Mientras Burmín avanzaba hacia el jardín, Praskovia Petrovna se santiguó y pensó que ojalá aquel fuera por fin el día tan anhelado.

Burmín encontró a María Gavrílovna bajo un sauce, junto al estanque. Llevaba un vestido blanco y tenía un libro en las manos, como la heroína de una novela. Después de las consabidas preguntas, la joven se abstuvo de animar la conversación con lo que multiplicó la incomodidad que ambos sentían y llevó la situación a un punto muerto del que sólo podía sacarla una declaración súbita y decidida. Y así fue. Consciente de lo penoso de su situación, Burmín le declaró que llevaba ya mucho tiempo esperando la ocasión de abrirle su corazón y le rogó un minuto de atención. María Gavrílovna cerró el libro y bajó los ojos en señal de asentimiento.

—Yo a usted la amo —dijo Burmín—. La amo con pasión…

María Gavrílovna se ruborizó y bajó aún más la cabeza. Él continuó:

—He sido imprudente al haberme entregado al dulce hábito de verla y escucharla a diario.

María Gavrílovna recordó la primera carta de St.-Preux.

—Ahora ya nada puedo hacer para escapar de mi destino: el recuerdo de usted, de vuestro dulce e incomparable semblante me perseguirá ya siempre como un tormento, a la vez que como un motivo de gozo. Y, sin embargo, aún tengo que cumplir un penoso deber y descubrirle un terrible secreto que pondrá entre los dos un obstáculo insalvable.

—Ese obstáculo ha estado ahí siempre —lo interrumpió con fuego María Gavrílovna—: ¡Yo nunca habría podido convertirme en su esposa!

—Sé muy bien que usted alguna vez ya amó —le dijo él en voz baja—, pero la muerte y tres años de duelo… ¡Dulce, querida María Gavrílovna! ¡No quiera privarme de un último consuelo: la idea de que usted habría aceptado hacerme feliz de no ser por… ¡Oh, calle, por Dios, calle! Usted me atormenta. Sí, tengo esa certeza. Siento que habríais sido mía, pero yo, la más desventurada de las criaturas… ¡estoy casado!

María Gavrílovna lo miró sorprendida.

—Estoy casado —continuó Burmín—, llevo ya cuatro años casado y no sé quién es mi mujer, ni dónde vive, ni siquiera si debo volver a verla algún día.

—Pero ¿qué dice? —exclamó María Gavrílovna—. ¡Qué cosa tan rara! Continúe. Ya le contaré yo después una… Pero continúe, se lo ruego.

—A principios de 1812 —contó Burmín— me encontraba viajando a toda prisa hacia Vilna, donde estaba acampado mi regimiento. En una ocasión llegué tarde en la noche a una casa de postas y al mandar que me prepararan enseguida los caballos, vi que se desencadenaba una furiosa tormenta de nieve. Tanto el responsable como los cocheros allí presentes me recomendaron esperar. Y aunque estaba dispuesto a seguir su consejo, una incomprensible inquietud se apoderó de mí. Tenía la sensación de que me empujaban. Entretanto, la tempestad no amainaba y, sin poder contenerme, ordené ponernos en marcha y me metí en el ojo de la tormenta. Al cochero se le ocurrió avanzar sobre el río helado, lo que debía ahorrarnos tres verstas. Pero como las orillas del río estaban completamente cegadas por la nieve, dejamos atrás el lugar por donde debíamos salirnos y tomar nuestro camino y al final acabamos en un paraje que nos era desconocido. Como la tempestad seguía azotándonos, al ver una luz encendida a lo lejos ordené que nos dirigiéramos allá. Llegamos a una aldea. La luz que había visto ardía en la iglesia. Tenía las puertas abiertas, había unos cuantos trineos afuera y se veía a algunas personas caminando por el atrio.

—¡Venga! ¡Venga! —gritaron algunas voces al vernos llegar.

Ordené al cochero que se aproximara.

—¿Dónde te habías metido? —me reprochó una voz—. La novia está al borde de un ataque de nervios. El pope no sabe qué hacer con ella. Estábamos a punto de marcharnos ya. Entra deprisa, corre.

Sin decir palabra, salté del trineo y entré en la iglesia alumbrada apenas por dos o tres velas. En un oscuro rincón, había una joven sentada en un banco. Otra muchacha le frotaba las sienes.

—Gracias a Dios que aparece —dijo la segunda—. ¡Por poco mata de angustia a la señorita!

El anciano sacerdote se acercó a preguntarme si me parecía bien comenzar la ceremonia.

—Sí, comience, padre, comience —le ordené distraídamente.

Levantaron a la joven. Me pareció de muy buen ver, por cierto… Con incomprensible e imperdonable frivolidad me situé a su lado ante el altar. El sacerdote tenía prisa. Tres hombres y la criada mantenían a la novia en pie y sólo tenían ojos para ella. Nos juraron en matrimonio.

—Besaros —nos mandaron.

Mi esposa volvió su pálido rostro hacia mí. Quise besarla… Pero al verme gritó:

—¡No es él, ay! ¡No es él! —y se desplomó sin conocimiento.

Los testigos me clavaron sus ojos asustados. Yo me di la vuelta y abandoné la iglesia sin obstáculo alguno, me subí de un salto al trineo y grité:

—¡En marcha!

—¡Dios mío! —intervino María Gavrílovna—. ¿Y nada sabe del destino de vuestra pobre esposa?

—Nada sé de ella —respondió Burmín—, ni conozco el nombre de la aldea donde contraje matrimonio. Tampoco recuerdo las señas de la casa de postas de la que salí para llegar allá. Frívolo como era entonces, concedí tan poca importancia a la criminal travesura que había hecho, que en cuanto nos alejamos de la iglesia me dormí y no desperté hasta la mañana siguiente, ya con tres casas de postas por medio. El criado que me servía entonces murió durante la campaña, de manera que no tengo esperanza alguna de encontrar a la mujer a la que gasté broma tan cruel, la misma que es vengada ahora con crueldad pareja.

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó María Gavrílovna tomándolo de la mano—. ¡Entonces fue usted! ¿Es que no me reconoce, acaso?

Burmín palideció… y se arrojó a sus pies…

Traducción de Jorge Ferrer

Traducido a partir de Obras de A. S. Pushkin en diez volúmenes. Moscú, GIJL, 1960, volumen 5.

© Editorial Alma y Jorge Ferrer. La reproducción de este texto sin autorización expresa de los titulares de los derechos está prohibida.

 

 

© www.eltonodelavoz.com