Antón Dolin: “La cultura rusa tiene que encontrar la fuerza y la compasión para callar”

- 14/08/22
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Con el estallido de la guerra del Estado ruso contra Ucrania realicé varias entrevistas a escritores rusos que se publicaron en el diario El Mundo.

Esta es la que hice a Antón Dolin, crítico de cine.

Apareció publicada el 28 de marzo de 2022 y el original se puede consultar aquí.

Antón Dolin: “La cultura rusa tiene que encontrar la fuerza y la compasión para callar y hacer una pausa”

Una entrevista de Jorge Ferrer.

El pasado 4 de marzo Antón Dolin (Moscú, 1976), crítico de cine y ex director de la revista cinematográfica más importante de Rusia, abandonó su apartamento junto a su mujer, los dos hijos de ambos y el perro de la familia. Al salir cargados de maletas, se percataron de que la puerta había sido marcada con una ominosa señal de estos tiempos: la letra Z que identifica al Ejército Ruso que le hace la guerra a Ucrania. Después de un viaje en tren hasta Pskov y desde allá en autobús hasta la frontera de Estonia, la familia consiguió abandonar Rusia. Dolin es uno de los refugiados rusos que huyen de la Rusia de Vladimir Putin.

P. Usted ha optado por escapar de Rusia. ¿Se considera ahora un exiliado?

R. Prefiero no verme así. Para mí la palabra “exilio” ha estado siempre ligada a la tragedia, a la eterna nostalgia por la patria perdida. El exilio de Nabokov o de Gaito Gazdanov, la sensación de un dolor inextinguible. Vengo de una familia judía que vio emigrar a muchos en los años 80 y con cada partida vivíamos un drama, creyendo que nos separábamos para siempre. Pero hay una diferencia en términos históricos entre mi salida y la de un Bunin o un Nabokov. Ellos se sentían parte de un mundo anterior que se había hundido y desaparecía. Prefirieron ser añicos del viejo mundo, antes que integrar el nuevo mundo que nacía. Nuestra situación ahora es más bien opuesta: nos marchamos porque el mundo que habitábamos se ha vuelto insoportable y abrigamos la esperanza de que sea sustituido por un mundo nuevo al que podamos volver.

P. No quiero estropearle más el ánimo, pero he de decirle que la mayoría de los exiliados creemos que no lo somos para siempre y que acabaremos volviendo más pronto que tarde…

R. Creo que estamos asistiendo al principio del último acto de este drama, ya una tragedia, con el título de La Rusia de Putin. Lo que no sé es si estamos ante una obra de teatro isabelino que acabará con un montón de cadáveres en el escenario o si nos encontraremos con un final lleno de luz. Estamos todos encerrados en el patio de butacas formando parte de este espectáculo. Yo sé que quiero volver. Rusia es mi patria y no tengo otra. Siempre creí en la posibilidad de que acabara integrándose en Europa y en el mundo. Sobre todo en el aspecto cultural, que es en el que yo opero. He trabajado siempre para eso. Ahora todos esos esfuerzos, los míos y los de otros millones de personas, han acabado hechos pedazos. Y solo hay una elección rotunda: o una Rusia aislada del mundo o el mundo entero, un mundo en el que ya no está Rusia. Yo elijo lo segundo, porque mi Rusia es la de la cultura, la literatura, la lengua. Y quiero pensar que todo eso me lo he traído conmigo.

P. Al aislamiento de Rusia ayuda la ola de cancelación de su cultura a la que asistimos. Aquí en España hace unas semanas se suspendió una proyección de Solaris, de Andréi Tarkovsky. ¿Qué opinión le merece este asunto como intelectual ruso y hombre de cine? ¿Cómo miramos hoy el cine bélico soviético, por ejemplo?

R. En lo que respecta a la cancelación de la cultura rusa, por así decirlo, hay cuatro instancias distintas involucradas. Por cierto, el propio término “cancelación” requiere una explicación. Conviene aclarar si las cancelaciones son para siempre o por un tiempo concreto. Y quién establece esos plazos. En los diez años que llevamos ocupados con la cultura de la cancelación no hemos obtenido una respuesta clara a esta cuestión, y se trata de una muy importante. Y bien, hay cuatro categorías distintas interpeladas por estas cancelaciones. Primero, los rusos, a quienes la cancelación les provoca un dolor colosal, porque saben que nuestra cultura es lo más grande que hemos dado al mundo. Y cuando vemos que esa cultura se equipara a lo peor de Rusia -las ambiciones imperiales, el militarismo, la violencia- sentimos un gran dolor. Después están quienes más sufren esta guerra: los ucranianos. Para ellos hablar de cultura rusa ahora mismo, aún de la más refinada, equivale a poner un biombo que oculte la brutalidad de la agresión. Nos ven escondidos detrás de Pushkin y Chaikovski, mientras el ejército ruso bombardea Mariúpol. Y hay que admitir que en esa posición hay algo de razón, porque es difícil ignorar el dolor y el odio que los embarga. La tercera instancia es Europa. Ahí está España. Aquí hasta hace poco tiempo mucha gente ni siquiera distinguía entre Rusia y Ucrania, lo que halaga a muchos rusos a la vez que ofende a muchos ucranianos. Una parte de Europa se solidarizará con los ucranianos y su intransigencia, y la otra con el dolor de los rusos que defienden que Liev Tolstói no tiene que responder por el comportamiento de Putin. Y hay aún una cuarta instancia, el resto del mundo, incluidos los EEUU, donde escandaliza la actuación de Putin, pero la guerra no influye en su percepción de Tolstói, Chaikovsky o Kandinski.

P. ¿Usted dónde se sitúa?

R. El caso es que si a Hitler todo el mundo, incluso aquellos que no podrían mostrar a Alemania en un mapamundi, lo consideró como el Mal absoluto, Putin todavía no ha alcanzado ese status y no sabemos si lo alcanzará algún día. Yo tengo una posición diáfana: mientras dura la guerra, las expresiones de la cultura rusa que, aun siendo inocentes, puedan ocasionar dolor siquiera a una sola de las víctimas, deben cesar. La cultura rusa tiene que encontrar en sí misma la fuerza y la compasión para callar y hacer una pausa. Porque el problema del bailarín que deja de percibir sus honorarios, porque le han cancelado un mes el espectáculo, no es en modo alguno comparable al del bailarín que ha caído muerto en Ucrania bajo una bomba rusa. Y este es un caso real. Y si puedes salir al escenario del Teatro Bolshói con un cartel en memoria del bailarín asesinado, si tu actuación puede transformarse en un gesto de solidaridad y compasión, entonces tu arte tiene algún sentido. En caso contrario, ha perdido toda su dimensión humanista.

P. ¿Y qué hacemos con Tarkovsky…?

R. Oh, sí, ¡no nos olvidemos de Tarkovsky! El cine comunista y antibelicista soviético ha quedado muy tocado. Es un cine que sirvió siempre como justificación de los horrores perpetrados por el poder soviético. Y el propio Tarkovsky es un raro ejemplo de artista ruso y soviético integrado en el contexto cultural europeo, indisociable de él. De hecho, dos de sus siete películas fueron rodadas en Europa y guardan una relación muy tangencial con la cultura rusa. En todo caso, y sea cual sea el punto de vista de cada cual, resulta evidente que la cultura rusa necesita ser pensada de nuevo. Y ese reexamen debe abarcar a los clásicos y los contemporáneos. La pausa trabajará también en favor de ese reexamen. Ahora en Rusia el Estado está reprogramando en las salas de cine las películas de inspiración patriótica. Todas imbuidas de resentimiento, anhelos imperiales y glorificación nacional… Y los estudios Mosfilm, y su director Karen Shajnazárov, han apoyado la agresión rusa. Es la misma empresa que pone en circulación versiones restauradas de las películas de Tarkovsky como La infancia de Iván. Ahí ve cómo Tarkovsky también puede ser convertido en un arma de la propaganda.

P. Parece difícil construir un régimen como el de Vladimir Putin sin la participación de la cultura. ¿Qué posiciones ha adoptado el mundo de la cultura ante el asalto a las libertades y la guerra?

R. Putin jamás ha visto la cultura como una prioridad. No es como Stalin, que siempre estuvo muy atento a lo que se cocía en la esfera de la cultura. Por eso podía llamar a Borís Pasternak para decidir la suerte del poeta Ósip Mandelstam, o comunicarse con Mijaíl Bulgakov. Es inconcebible imaginar a Putin habitando esos escenarios. En lo que a la cultura se refiere, es un hombre preso de sus pasiones por el imperio. Disfruta la música patriótica de bandas como Liubé o el ballet. Por cierto, su bailarina predilecta es Svetlana Zajárova, quien apoyó personalmente la anexión de Crimea. En todo caso, es un hombre al que la cultura le trae sin cuidado así que no debemos exagerar el peso de la cultura en lo que está sucediendo hoy en Rusia. Con todo, el poder puede interesarse por la cultura, como Stalin, o desinteresarse de ella, como Putin, pero para el país en su conjunto la cultura es fundamental. Lo que vemos hoy es que un número ínfimo de personalidades de la cultura han manifestado su apoyo a la guerra. Literalmente, unos pocos, entre los que, por cierto, está el actor y director Nikita Mijalkov: fue uno de los primeros en manifestarse. La absoluta mayoría de personalidades de la cultura, yo diría que un 90%, están contra la guerra.

P. Es necesaria mucha valentía y convicción para manifestarse en ese sentido…

R. También está el pragmatismo. Todo el que apoye la guerra está limitando el auditorio al que podría llegar su obra. Es decir, que una posición meramente pragmática tiene que ser contraria a la guerra. Pensemos también que la mayor parte de la cultura que se produce hoy en Rusia depende de subsidios del Estado o, incluso si se alimenta de patrocinios privados, estos provienen de oligarcas que le son leales a Putin. Ello hace que la cultura rusa tenga una vergonzante dependencia del Estado. Y esa es la razón de que aun estando contra la guerra, sean muy pocos los artistas que se hayan manifestado abiertamente contra ella. La mayor parte de ellos se ha mantenido en una cierta zona de neutralidad. Una personalidad de la cultura de un país vecino llamó a que, a raíz del bombardeo ruso del teatro de Mariúpol, todos los teatros rusos suspendieran sus espectáculos ese día. Ni un solo teatro en Rusia se atrevió a hacerlo. ¡Ni uno solo! El mundo de la cultura ruso carece de la fuerza necesaria para oponerse al poder. Y en estos días, la ignorancia de que estamos en guerra y la manera en que la cultura continúa dedicada a lo suyo, como si no pasara nada, equivale a un gesto de apoyo tácito. Y esa es una de las razones por las que yo considero que los actos de cancelación de eventos de la cultura rusa en el mundo son más bien justos que injustos. Porque es necesario que la cultura rusa sea confrontada con su complicidad con el poder político. Una complicidad que no es absoluta, pero que está muy extendida.

P. ¿Cómo va a organizar su vida profesional y privada ahora? ¿Cómo será su recién estrenada vida de exiliado…?

R. He roto mi relación con la revista Isskustvo Kinó (El Arte del Cine) de cuya dirección me encargué a lo largo de estos últimos cinco años. En las condiciones actuales, la revista no puede funcionar como un medio de lucha contra la política militarista del país. Y yo no quiero tener en mis manos el destino de las personas que trabajan en la revista, colaboradores que perderían sus empleos o acabarían en la cárcel si yo decidiera empujarlos a una confrontación de ese tipo. De modo que he abandonado la dirección de la revista. Y planes… Todavía no he hecho planes. Prácticamente no duermo. Cada mañana salto de la cama a las cinco y me entrego a la búsqueda febril de noticias de Ucrania. En lo que respecta a la creación siento una especie de parálisis. No he escrito una sola reseña. Apenas he visto algunos documentales y ninguno de ellos me despertó el deseo de operar algún análisis de tipo estético, sino que más me movieron a preguntarme por cuestiones políticas y éticas que afectan al arte que estamos haciendo hoy. Pero sí, tendré que dar de comer a mi familia y ganarme el sustento. Alimento la fe en que la guerra acabe pronto y el régimen político de Rusia experimente un cambio. Puede que no desaparezca de un plumazo, pero estará obligado a someterse a determinados cambios y entraremos en un proceso lente y tremendamente largo de reflexión acerca de lo que hemos vivido y de expiación de los crímenes cometidos por el poder. Continuaré colaborando con el portal Meduza. Me enorgullezco de poder escribir para ese medio editado en lengua rusa en Letonia, que es el más leído de todos los que se hacen fuera de Rusia destinado al auditorio de ese país. También tendré que dar un nuevo giro al programa que hago en mi canal de YouTube. He grabado un programa sobre el festival de cine documental ArtDocFest, y acabamos de grabar otro con Serguéi Loznitsa, cuyas películas explican tanto de lo que estamos viviendo ahora. Además, ¡fíjese qué cosa!, tenía ya grabado un programa por el noventa aniversario de Andréi Tarkovsky y debo decirle con sinceridad que todavía no decido si debo emitirlo o no. ¿Qué le parece?

P. Antón, alguien escribió la letra Z sobre la puerta de su apartamento en Moscú, la letra Z que identifica la campaña militar del Estado ruso contra Ucrania. ¿Eso sucedió antes de que ustedes se marcharan, no es cierto?

R. La vimos en el instante en que salíamos del apartamento con las maletas para abandonar Rusia.

P. ¿Está todavía allí o le ha pedido a alguien que la borre?

R. No pedí nada a nadie, pero mis amigos acudieron a la mañana siguiente y la borraron.

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María Stepánova: “Putin y Rusia son dos cosas distintas”

- 14/08/22
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Con el estallido de la guerra del Estado ruso contra Ucrania realicé varias entrevistas a escritores rusos que se publicaron en el diario El Mundo.

Esta es la que hice a María Stepánova, autora de En memoria de la memoria (Acantilado, 2022, tr. de Jorge Ferrer).

Apareció publicada el 6 de marzo de 2022 y el original se puede consultar aquí.

 

María Stepánova: “Putin y Rusia son cosas distintas, la culpa no puede recaer sobre nosotros”

Una entrevista de Jorge Ferrer.

María Stepánova (Moscú, 49 años) es autora del que muchos consideran el libro más importante publicado en Rusia en la última década: En memoria de la memoria. Este volumen, de próxima aparición en la editorial Acantilado, es una indagación en el pasado de su familia, la reconstrucción de un itinerario que atraviesa el siglo XX y expone, desde el archivo y los recuerdos privados, las vidas de quienes padecieron la saña de esos años o consiguieron sortearla.

La guerra desatada por el Kremlin contra Ucrania ha encontrado a María, que es también una notable poetisa, de vuelta en su apartamento de Moscú, después de meses recluida en la dacha desde donde dirigía el portal Colta.ru, uno de los sitios por los que se pasea lo más actual y rompedor de la cultura rusa. Stepánova conversa sobre la guerra de Ucrania, Vladimir Putin, los usos del pasado y lo que el conflicto bélico ha traído y dejará en Rusia.

P. La escritora Liudmila Ulítskaya me comentaba estos días lo abatida que se siente ante toda esta situación. ¿Cómo se siente usted?

R. Estoy desesperada, como supongo que lo estamos todos ahora. Es probable que esté viviendo los días más negros de toda mi vida. Ya no soy precisamente una mujer joven, pero no consigo recordar una angustia como esta. He vivido tiempos en los que he pasado miedo, he conocido la pobreza, me ha faltado confianza en mí misma y también en gobiernos que no elegimos democráticamente. No obstante, en todas esas situaciones, siempre tuve la sensación de que había un futuro por delante. Un futuro en el que algo acabaría cambiando, mutando. Pero la aventura desquiciada y criminal a la que estamos asistiendo estos días va dirigida contra dos países al mismo tiempo y, si bien es Ucrania la que la padece ahora, ya se atisba que Rusia no sufrirá menos, sino mucho más, porque esta guerra ha aniquilado cualquier posibilidad de un futuro para nosotros.

P. A la vista de la crisis actual, algunos hablan de una continuidad en la historia de Rusia. Sostienen que todo el pasado, incluido el soviético, condujo a Rusia a esta guerra. ¿Comparte esa idea fatalista?

R. No estoy nada conforme con ella. Se trata de un punto de vista que rezuma un racismo histórico, un racismo dirigido a sociedades enteras. Es una perspectiva que parte de la idea de que hay países y pueblos que siempre fracasan, porque están destinados a hacerlo. No puedo aceptar esa idea en modo alguno. Mire, si examinamos la historia universal tomando un poco de distancia, es decir, sin sujetarnos a los límites de la historia moderna con sus modelos y motivos recurrentes, si echamos la vista atrás mil o un par de miles de años, veremos desarrollos muy variados de los acontecimientos, veremos destinos y cristalizaciones diversos. Creo que la situación en la que nos encontramos ahora nos muestra otra cosa muy distinta en realidad. No se trata de que Rusia esté constituida de una manera que la obligue a reproducir un mismo guion monstruoso una y otra vez…

P. Tal vez se trate de un juego siniestro entre el pasado y el presente…

R. Putin y las personas que hoy gobiernan nuestro país, sin que las eligiéramos para ello, están llevando a cabo un monstruoso experimento histórico. Y no sólo experimentan con los habitantes de Rusia o de Ucrania, sino con todas las personas que viven en Europa y el mundo. Putin está empeñado en una suerte de juego con la Historia como inspiración. Es una suerte de reconstrucción con la que quiere ver qué sucede si en la Europa del siglo XXI se emprende una guerra real desarrollada de acuerdo a las concepciones y los métodos que estaban vigentes a principios del siglo XX. Por eso ha generado esta terrible situación en la que todos nos vemos confrontados de repente con las reglas de la guerra del año 1939 o el 1942, cuando ocupar y anexionarse un territorio extranjero era algo que podía hacerse sin demasiados dolores de cabeza. Cuando la guerra se hacía en medio de ciudades llenas de gente y las víctimas entre la población civil no escandalizaban demasiado, porque eso entraba en la lógica al uso. Eso es monstruoso. Es como si desde el fondo del pasado una mano se alargara hasta el presente y tirara de todos nosotros. ¡Y no sólo de Rusia! Esa mano tira de Rusia, de Ucrania y de toda Europa, y busca hundirlas en un pasado arcaico, remoto y viscoso, con el que nos obliga a trabar comunicación, a ser partícipes de sus intereses, y nos fuerza a parlamentar con él. Tal es la magnitud del delirio con el que nos hemos dado de bruces estos días.

P. Se aprecia una gran grieta abierta entre, por una parte, el mundo de la cultura y la juventud, y, por otra, el ‘putinismo’ y el régimen del Kremlin. ¿Podríamos estar ante un punto de no retorno en la ruptura entre el poder y el pueblo en la Rusia poscomunista?

R. Me resulta difícil responder a eso. Y habría que ver qué le respondería a eso un joven ruso de 20 o 25 años. Tal vez le diría algo distinto de lo que me pasa a mí por la cabeza. Mire, yo tengo poca fe en que se produzca un cambio de régimen que parta desde el interior del sistema. Imagine una cárcel inmensa en la que los presos permanecen aterrorizados, apenas se les da de comer, están desarmados y hay celadores por todas partes y guardias armados hasta los dientes en las torres de vigilancia… Puede que sean 50 guardias para toda una cárcel, pero esos guardias tienen fusiles automáticos. Luego, a estos mismos presos se les pregunta el por qué no sacan a Putin del poder, se los acusa de ser sumisos, de ser incapaces de rebelarse contra los administradores de la prisión… ¡Eso es injusto!

P. Injusto y miope, ciertamente.

R. Hoy en Rusia hay miles de personas que salen a la calle a manifestarse. En manifestaciones no autorizadas, desde luego. Muchas son apaleadas, algunas acaban en las UCI, como le ha sucedido al politólogo Grigori Yudin. Estas personas son encerradas y condenadas a penas de prisión desproporcionadas. A algunas las han detenido por llevar un folio en el que no hay nada escrito, ¡por un folio en blanco! Hay hasta un chico de 16 años que acabó en la cárcel por señalar un objetivo inadecuado en un videojuego… ¡Esa es la locura que vivimos! Por lo tanto, juzgar a los rusos porque no han sabido unirse y avanzar hacia el Kremlin empuñando adoquines o blandiendo farolas yo creo que no es un sentimiento honesto, aunque pueda comprender que alguien lo albergue.

P. Ahí al lado tienen el caso de Bielorrusia…

R. En efecto. Ahí está la protesta increíblemente hermosa de Bielorrusia, una protesta que despertó una admiración enorme y que aún no se ha apagado del todo. Lo que sí ha hecho es llevar a mucha gente a la cárcel, mientras Lukashenko sigue gobernando. Y apoyando esta guerra ahora. Desafortunadamente, la resistencia a los regímenes autoritarios o totalitarios ha de ser ejercida por cauces muy distintos de los que se usan en los regímenes democráticos. Eso hay que tenerlo siempre presente para, así, evitar comparar magnitudes que son incomparables.

P. Hace unos días vimos a Putin negando el derecho de Ucrania a la existencia como país. Decir que Ucrania es una suerte de invención. ¡De Lenin, nada menos! ¿Qué opinión le merece ese relato del presidente de Rusia y el ‘putinismo’, que no sé si llamar ‘posthistórico’? ¿Qué le parece esa voluntad de reescribir la historia, esa manía de reacomodar los hechos al antojo del déspota?

R. Yo a ese tipo de relato preferiría llamarlo fantasmático, mejor que posthistórico. En el caso de Putin, se trata de la más elemental fantasía de un hombre que ha leído muchos de esos libritos de historia baratos y ha visto una y otra vez rollos y rollos de películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Ese discurso de Putin muestra que es reo de los hechos y las concepciones del pasado, alguien ajeno a las ideas del presente. Muestra que la reforma de las pensiones o la media de la esperanza de vida en Rusia, por ejemplo, le preocupan muchísimo menos que los hechos acaecidos en 1922 o 1940. Y eso, en mi opinión, denota una enfermedad. Hay algo raro ahí, y a la vez terrible, porque, fíjese que, de alguna manera, todos hemos asistido a lo largo de estos últimos 20 o 30 años a una revolución silenciosa, la del retorno triunfal del pasado. Un pasado que ha ido ocupando un lugar cada vez mayor en nuestras vidas. Y como sucede con cualquier otra idea saludable, con cualquier elemento que podamos erigir en parte del zeitgeist, esta revalorización del pasado puede tener también un reverso tremendamente negativo. A medida que el pasado se va convirtiendo en un elemento valioso de nuestra vida presente, adquiere un precio.

P. Y queda sujeto al mercado, puede ser tasado…

R. De repente, el pasado puede ser vendido. Una taza de anticuario deja de costar, qué sé yo, 3.000 rublos y se remata por 20. La historia de la abuela de alguien, una historia que no valía un céntimo, de repente se convierte en un libro que inspira una película de Hollywood. Y la historia de un país puede ser reescrita y sometida a una nueva exposición de hechos, sin más. Ahí aparece toda una industria de la memoria. En ello no hay nada amoral a priori, pero ese proceso crea una cierta tendencia. Y cuando el pasado se convierte en un producto, en una mercancía, comienza a ser manoseado por gente nada honorable, gente funesta que también pretende sacar beneficio, amasar un capital con lo que en otros tiempos se vivió. Asoman los descendientes de los nazis, por ejemplo, o sus simpatizantes. Personas que creen que basta con reescribir el pasado para pasar a ocupar en él el lugar que más les apetece. Y me parece que los sucesos de estos últimos días son el testimonio del monstruoso triunfo de esa lógica. Porque esto ha sido un asalto salvaje al pasado. Discursos como el de Putin parecen decir a los ucranianos: «Ahora os vamos a explicar lo que sucedió en el pasado y, para conjurar cualquier duda sobre nuestro relato, os vamos a invadir con nuestras tropas».

P. La guerra ha traído una ruptura colosal entre Rusia y Europa. Una ruptura en todos los planos -el político, el económico…-, pero también en el de las ideas, en el diálogo entre los intelectuales rusos y europeos. ¿Cuánto tendremos que esperar para suturar esa herida?

R. Puede que no tenga mucho sentido pensar en eso ahora, con la guerra todavía en marcha. No sabemos cuándo acabará. Pero diré algo que me parece importante que consideremos. Estos días el mundo entero está poseído por una justa repugnancia ante tanto horror. Porque la manera en que actúa el Estado ruso es inadmisible. Sin embargo, es tarea de los intelectuales, y una tarea de enorme importancia, recordar a todo el mundo, a los lectores, al taxista que te lleva de un lado a otro, a quien sea, que Putin y Rusia son cosas distintas. Que Putin y los rusos no somos lo mismo. Porque de lo contrario todo el peso de la culpa sobre todo lo que está haciendo Putin, y el pago por ello, recaerá sobre las personas que a lo largo de estas últimas décadas se han opuesto como han podido a la lógica imperial de Putin. Y lo han hecho poniendo en riesgo sus vidas y bajo circunstancias muy alejadas de las ideales. Y no puede ser que ahora el peso general de la culpa repose sobre nosotros.

P. Como si se asumiera la vieja noción de la culpa colectiva…

R. Claro, y es que esa concepción de una culpa colectiva es una cosa que se las trae. Y operar con ella no es pertinente, tanto por su impertinencia general como porque de alguna manera lo que hace es liberar de culpa a quienes realmente inventaron el horror y lo pusieron en marcha. Ese concepto de una culpa diluida, la de los rusos o los alemanes, por ejemplo, reducidos a una abstracción… Eso de que la culpa les viene dada, porque ya se sabe cómo son unos y otros… Hay una lógica de corte nacionalista y hasta xenófoba en todo eso, en esa manera de pensar por medio de generalizaciones, sin aclarar quiénes son los culpables realmente. A fin de cuentas, es una manera de dar rienda suelta a sentimientos primarios que el miedo y la repugnancia despiertan en los testigos de acontecimientos históricos concretos. Y a mí me parece que hay que tener mucho cuidado con eso…

P. ¿Está siguiendo las noticias de estas jornadas sin apartarse de ellas ni un momento o consigue distraer la mente y el ánimo?

R. Estoy pendiente de las noticias todo el tiempo. Y también me repito sin cesar que tengo que parar y ocuparme en otra cosa, pero no lo consigo. Apenas duermo ni hago nada más que estar refrescando una y otra vez los hilos de noticias a ver qué traen de nuevo. No lo puedo evitar…

 

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Ucrania: territorio, utopías, tragedia

- 14/08/22
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La pieza “Ucrania, territorio de utopías marcadas por la tragedia”, de Jorge Ferrer, fue publicada en el suplemento La Lectura del diario El Mundo el 11 de febrero de 2022.

El original puede ser leído aquí.

Ucrania, territorio de utopías

Por Jorge Ferrer

 

Nikolái Gógol, el autor de ‘Las almas muertas’, uno de los libros más traviesos de la literatura escrita en lengua rusa, tiene motivos para un ataque de celos. Nacido en 1809 en Ucrania, cerca de Poltava, su prosa vivísima, sus historias de una modernidad feroz o sus personajes alucinantes no forman parte de la cultura popular del siglo XXI, con su apetencia de ‘buzz’ y ‘streaming’. Sí lo hace, en cambio, el argumento parido la noche del 26 de abril de 1986 en otro rincón ucraniano, donde estalló el reactor nuclear de Chernóbil y la Ucrania soviética puso a Europa al borde de una catástrofe continental que parecía dispuesta a borrar, con sus nubes de isótopos y ceniza, las fronteras de antaño y amenazar incluso con deslindes futuros.

Fue ‘Chernobyl’, la serie de 2019 escrita por Craig Mazin y salida de un libro de Svetlana Aleksiévich, la que puso a Ucrania en la mirilla de la atención contemporánea. Ahora ha vuelto a encaramarse a los titulares con la amenaza de la guerra que le sopla en el cachete que da al Este. La trajo una catástrofe y la devuelve la anticipación de otra. Ucrania se nos pone en la lengua y el salón de estar sólo cuando el mundo amenaza acabarse. Es un país extremo. Un país en el límite, en el borde. Y sólo asoma, como la policía o las madres, cuando estamos a punto de matarnos.

Pero Ucrania es también un país enclavado entre dos mundos. De un lado Occidente y del otro la inmensa y quimérica Eurasia. Y es parte fundamental de ambos. A veces, según las fronteras se agitan como una culebra sobre la piel del continente en su centro y su flanco oriental, Ucrania parece más de un mundo que del otro. En ocasiones, ensimismada en busca de su propio rostro, como en los afanes identitarios del poeta Tarás Shevchenko y el folklore elevado a la tentación de un destino, parece que no fuera de nadie.

Es ese estar en medio, esa condición de bisagra, de articulación que lo mismo sirve para hincarse de rodillas ante los poderes que para abrirse paso a codazos en la historia, la que la ha marcado con su fatal condición de marca y parapeto. «Sobrevivir entre rusos y alemanes. Ésa es sin duda la predestinación de Europa Central. La consternación centroeuropea se columpia entre dos contingencias: que vienen los alemanes, que vienen los rusos», explica el escritor ucraniano Yuri Andrujóvich sobre esa permanente condición de huidizo animal a punto de ser cazado, que es propia también de Polonia, otra isla azotada por las mareas del poder y sus pretendientes.

Ucrania, una palabra que alude en su raíz a esa condición de margen y límite, a la tierra última, es también terreno de paso y tierra de partida de los que huyen de la maldición. Un país de nómadas, guerreros y emigrantes. Como en el desgarro de un bolero o una romanza zíngara, Ucrania lo es todo y no es nada. Y lo mismo se agita en las ciudades del Oeste -la Ucrania occidental que tiene tan mala prensa política como colosales asientos en la historia de la literatura y la sensibilidad de la Mitteleuropa-, que vibra, gime y se retuerce en su condición soviética y postsoviética. O supura por la herida abierta por la ocupación alemana y los 3,9 millones de muertos del Holodomor, el terrible exterminio por hambre que padeció en los peores años de la colonización soviética.

Encajada, por fin, en el territorio de tantas utopías, de esas expresiones acabadas y terminantes de las utopías que son los imperios -el otomano, el austrohúngaro, el soviético…- de Ucrania parece hablarse siempre en son de rememoración, siempre en clave de ay, siempre recordando «las nieves de ayer» con su rumor de pogromo o el ruido de los pasos hacia el barranco de Babi Yar, donde los nazis asesinaron a más de 100.000 personas con la preindustrial cirugía del horror.

Pero bueno es también reparar en que su nombre, Ucrania, recuerda menos a las utopías que a las ucronías. Además de haber sido un país con asiento poco firme en el mapa, Ucrania no ha conocido sosiego en el calendario. ¿De dónde viene y a dónde va? ¿Con qué alba llegó y en qué tarde se marcha? Tal vez solo Svetlana Aleksiévich le registró un porvenir, cuando estiró el título de ‘La plegaria de Chernóbil’, su libro rotundo sobre el dolor privado que siguió a la catástrofe, hasta contener el imposible asiento de una «crónica del futuro». En las voces que Aleksiévich recogió en torno a la estación nuclear vecina del hoy fantasmagórico Pripyat, que de repartir energía horrorosamente multiplicada se convirtió en el inmenso catafalco que ahora la sujeta, asoma también un mundo que se muestra con la insolencia del poeta díscolo o el ‘gopnik’ y la vergüenza del tonto del pueblo. Tan sólo la catástrofe, anticipando su existencia como país independiente en el fin de un mundo y un siglo, le parió a Ucrania un futuro. Parece difícil imaginar una condena mayor, una sentencia más cruel, una existencia más en permanente vilo.

Cuenta Yuri Andrujóvich, que es el escritor ucraniano contemporáneo que mejor ha sabido lidiar con tanta maldición, que en algún lugar cerca de Járkov hay una línea que separa dos cuencas, las de los mares Negro y Báltico. A ambos lados de esa raya los cauces de los ríos corren hacia una u otra masa de agua. A la manera de los eslavófilos y occidentalistas que partieron la clase letrada rusa en el siglo XIX, la tensión por ese doble arrastre marca también a la cultura y la sociedad ucranianas. Una cultura que vacila sobre un plano que se inclina hoy al Este, mañana al Oeste. Un «merodeo fatal a las puertas de Europa». Sin ser de ningún lugar, un personaje de Gregor von Rezzori, el gran escritor nacido en Chernivtsy, la capital de Bucovina que convirtió en un paisaje hiperreal, se reivindica a sí mismo como un «extranjero profesional». Por eso de Ucrania se habla como de un mundo que no existe o de un mundo que solo existirá después de la catástrofe. Sus rincones son descartes de los imperios. Añicos. Sombras. El propio Von Rezzori Bruno Schulz, un misterio de la literatura centroeuropea que vio la luz en Drohobych, o el errante Joseph Roth, todos escritores nacidos en un espacio geográfico dislocado, revuelto y ansioso por constituirse en sujeto de una identidad, fueron empujados por sus biografías y el tiempo histórico hacia la tradición y las lenguas de la literatura occidental. Nikolái GógolVasili Grossman o Mijaíl Bulgákov, por solo nombrar a tres colosos repartidos en el tiempo y la historia de las letras europeas, se volvieron en cambio a la lengua de Pushkin y al mundo ruso o soviético.

Todas esas Ucranias sucesivas y contiguas, atómicas y rebeldes, extranjeras y nacionalistas, coexisten en la tensión por una cultura del porvenir. Y no sólo una cultura literaria. Así, por ejemplo, la Ucrania esperpéntica que el fotógrafo Borís Mikhailov retrató en la serie ‘Historial clínico’ (1997-98), ese fresco de la sociedad roída por el poder soviético a la que el poscomunismo no conseguía sanar: los ‘bomzhi’ con sus cuerpos deformes, los alcohólicos, los genitales y las llagas supurantes expuestos a la lente a cambio de unas monedas, la fealdad de un mundo que intentaba encontrar su lugar en otro mundo, en cualquier mundo. Ahí cabe también, como una ‘performance’ sublime, la Ucrania del Maidán, con su aliento de rebelión posmoderna y mercado oriental. Y a ese porvenir hinchado de pretérito pertenece sobre todo ‘DAU’, el proyecto más alucinante de reedición cinematográfica del pasado soviético, que fue construido y filmado en la Járkov poscomunista. Con su ilusión y su violencia, su cientificismo y su tensión utópica, su miseria y su inhumanidad, su relato inclemente del Human Zoo del totalitarismo, ‘DAU’, como toda Ucrania, mira a un tiempo al pasado y al futuro. Y lo hace con el entumecimiento del terror y la insolencia de la revuelta. Por cierto, el artífice de ‘DAU’, Iliá Krzhanovski, es director artístico también del Memorial Babi Yar, el centro dedicado a la memoria del Holocausto que se ha construido a las afueras de Kiev.

Cuando pienso ahora en la capital de Ucrania me viene a la mente la urdimbre de las catacumbas del Monasterio de las Cuevas. Me veo bajando por unos escalones, los pies resbalando sobre un suelo mohoso, me embarga el olor a humedad. Escribo a la amiga con la que hice aquel viaje. Le pido detalles de su propia experiencia. «No recuerdo que visitáramos esas catacumbas», me dice Elina. Por un instante temo estar ante un recuerdo construido, como tantos otros que usurpan un sitio en mi memoria que no les pertenece, impostores cargados de argumentos verosímiles. ¿Serán el genio y la cifra de Ucrania, esa reunión de retales en el borde de los imperios y el almanaque, los que han fabricado esa experiencia tan vívida como puesta en duda?

Sinceramente, no lo sé. Pero sí que vale mucho la pena que sigamos mirando a dónde quiera que esté Ucrania cada vez que la busquemos en el mapa o el calendario.

Jorge Ferrer (La Habana, 1967) es escritor, periodista y traductor literario

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