Cuba: Liberar una isla menguante

- 14/08/22
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La columna “Liberar una isla menguante” de Jorge Ferrer fue publicada en el diario El Mundo el martes, 14 de diciembre de 2021.

El original puede leerse aquí.

Liberar una isla menguante

Por Jorge Ferrer

Hace unas semanas, mientras Cuba se abría hueco a codazos en el zumbido de la conversación digital con la convocatoria de una marcha de protesta que se prometía crucial, Netflix anunciaba su blockbuster navideño con una frase que parecía aludir a la difícil relación entre los deseos de quienes quieren dar por finiquitadas las décadas de poder revolucionario en la isla y la tozuda realidad de las cosas. Con traviesas pausas en medio, el anuncio de la película declaraba: «Basada en hechos reales… que no han ocurrido todavía».

La protesta convocada en Cuba el pasado 15 de noviembre en la estela del desborde de las calles que se produjo el 11 de julio fue abortada por un descomunal dispositivo policial y parapolicial. Su convocante, una plataforma que acumula sueños y denuncia pesadillas en Facebook, vio a su promotor tomar enseguida un avión a Madrid en una huida del país; una realidad tan irritante como enternecedora. Paralelamente, y como para probar aquello de que Dios aprieta, pero no ahoga, la disidencia se pudo felicitar tres días después por el Premio Grammy Latino para el tema Patria y vida, al que algunos le han concedido la estatura de himno de las protestas. Exactamente como se hizo en 1991, a rebufo de la caída del Muro de Berlín. La canción Nuestro día del sonero de Miami Willy Chirino, con su pegajoso estribillo «ya viene llegando», auguraba el derrumbe inminente de la dictadura de La Habana. Hace ya 30 años que el himno del optimista Chirino inflamó a los anticastristas. Como hace ya 16 que Fidel Castro abandonó el poder para encerrarse en el cuarto de baño de su residencia a garabatear reflexiones milenaristas y encontrar la muerte. Hay que contar con esos guarismos y cargar con ellos si queremos entender lo que Cuba es hoy y, sobre todo, lo que no será al son de himnos de fin de semana o volátiles líderes. Porque desconocer esa extenuante duración del régimen, aun después del hundimiento del mundo que le servía de sostén y la desaparición del líder carismático que lo fundó, confunde tanto a actores como a espectadores de esos «hechos reales» aún por venir.

No es un secreto para nadie que el campo de batalla en el que se libran las sucesivas escaramuzas por la libertad de Cuba es distinto hoy. Hay cuestiones que son ya moneda común, como que la contestación es liderada por una generación nacida en los 90 o los 2.000, que ya no tiene ataduras sentimentales o ideológicas con la revolución. O que el acceso a internet dota a la contestación de herramientas que sirven para comunicar y, por lo mismo, cohesionar a las fuerzas favorables al cambio. O, también, que la extensión del trabajo por cuenta propia y la porosidad de la frontera que separa La Habana de Miami, dos factores puestos en suspenso durante los casi dos años de pandemia global, regalaron a muchos cubanos una independencia económica del arbitrio totalizante del Estado de la que no se había gozado en la isla comunista jamás.

Pero hay también otras variables en juego. Para la generación de cubanos que buscan hacerle oposición hoy desde el periodismo, el arte o la calle, su adversario no es una revolución, sino una máquina autoritaria que tiene al país apartado del mundo. Y si alguna fuerza los mueve, más que la de vivir con dignidad y acariciar sueños asequibles, es la de romper la soledad que el régimen se ha impuesto, tan cómodo hoy en la solipsista exposición de sus agravios, como antes lo estuvo buscándole las cosquillas al mundo.

La Cuba castrista, en tanto que actor y símbolo, ha perdido su ambición. Una ambición que la mantuvo durante años en el vórtice del mundo. Aquellas ideas de antaño podían ser perniciosas o felices pero que tenían la virtud de ubicarse en el centro de la conversación pública internacional: la dinámica postcolonial o el acoso al Apartheid en Sudáfrica, el endeudamiento del mundo subdesarrollado o la posición de los países del Sur en el diferendo bipolar de la Guerra fría, por ejemplo. El atractivo de Cuba, entonces, radicaba en su vocación de participar de los debates globales. Incluso cuando el anciano déspota peroraba sobre el fin del mundo en sus reflexiones postreras, desechos de un iluminado senil, se apreciaba la vieja vocación de insertarse en los debates del porvenir, del cambio climático en adelante. Pero esos fueron los últimos estertores del dictador y de aquella Cuba.

En la última década Cuba no es más que un pequeño país replegado en su abismal insignificancia, y el clamor de estos jóvenes intelectuales y artistas es el de la ambición por formar parte de los debates del mundo. Pugnan por ser parte de los reclamos de su tiempo. De ahí la en ocasiones pueril declamación de su condición de progresistas, una que denota el ánimo de apartarse de las generaciones anteriores de anticastristas, pero sobre todo las ganas de enrolarse en los pelotones de la rebelión global.

El déficit de legitimidad generado por la sustitución de la generación de los Castro por funcionarios y tecnócratas desprovistos de cualquier atractivo carismático o eficacia en la gestión de la pobreza socialista coloca a los opositores actuales ante un régimen que es a la vez más fácil de enfrentar y más difícil de batir. Lo primero, porque tiende a convocar cada vez menos condescendencia de la comunidad internacional y mucha más antipatía en las clases menesterosas de la sociedad cubana, que son todas menos la claque bendecida por las pistolas, las prebendas o los últimos jirones de la ilusión. Pero esa virtud tiene también su correlato drástico. Ahora, ensimismado y brutalizado, al régimen de Miguel Díaz-Canel ya no le importa comportarse con la obscena violencia que hemos visto a lo largo de este último año: la militarización de las calles, la cárcel, los arrestos domiciliarios sin juicio, el exilio forzoso de los actores incómodos…

En el mapa en el que se moverán la política y la economía cubanas en los próximos años, un barro discursivo agitado por un nervioso adhocismo con ecos del postcomunismo autoritario de Putin Lukashenko, se continuará librando la batalla de los cubanos contra la pesadilla castrista que ha sobrevivido a los Castro. Casi todo ha mutado ahí: el liderazgo, los actores de la rebelión, las generaciones que se enfrentan. Lo único que no parece haber cambiado es la rotunda renuencia del Estado a concebir un país donde quepan todos los cubanos. Su pertinaz vocación de represión y autobloqueo. Como si además de menguar la ambición de sus élites, la isla menguara también en territorio y, siendo cada vez más estrecha, no fuera capaz de acomodar en los predios de su silueta de playa y mangle a todos los que nacieron en ella.

Jorge Ferrer es escritor cubano.

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Vigilia de artistas por el Movimiento San Isidro: Barcelona, New York, Miami…

- 28/11/20
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Anoche desde Barcelona organizamos un encuentro con poetas, críticos, escritores y artistas cubanos en apoyo a los miembros del Movimiento San Isidro, cuyo desalojo, después de semanas de acoso, ha provocado una notable ola de indignación y movilización contra el régimen de La Habana.

Este fue nuestro encuentro, en el que leímos poemas y valoramos la situación, enviamos ánimo y nos solidarizamos, en un evento al que se sumaron desde Nueva York, Santiago de Chile, Miami, New Jersey, Los Ángeles, Madrid y Barcelona, Dean Luis Reyes y Wendy Guerra, Esther María Hernández y Néstor Díaz de Villegas, María Elena Blanco y Ernesto Hernández Busto, Ginés Górriz y Arsenio Rodríguez, Elina Vilá y Geandy Pavón, María Antonia Cabrera Arus, Leandro Feal y Camilo Venegas, Carolina Barrero y Alejandro Aguilar, Verónica Cervera y Pável Urquiza, Miguel Sirgado y yo mismo, Jorge Ferrer, entre otros.

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Luis Manuel Otero Alcántara y la «solución biológica»

- 10/03/20
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La «solución biológica» sólo era biológica*

Por Jorge Ferrer

 

Luis Manuel Otero Alcántara nació en 1987. Nació en El Cerro, un barrio de La Habana, Cuba. Un niño pobre en un país periférico con ínfulas. Treinta años después lo quieren meter en la cárcel, porque domesticar a un niño pobre prestándole un par de sueños y encaramándolo en el carril de la excepcionalidad es fácil, pero no resulta con todos. Los hay que no quieren vivir de sueños prestados y alimentan los propios. Los que no quieren vivir en un país excepcional, sino en un paisito normal, regular, un país menos cómodo que un sofá, pero más amable que un cuartel militar con patio al norte de un canal de agua, estrecho. Y los hay también, menos, que perseveran por cumplir sus propios sueños, los alimentan como quien le echa maíz a una gallina bonita y con ese gesto empujan, a sabiendas, los sueños de muchos.

 

Con Luis Manuel el régimen que impone el orden mediante la dialéctica del palo y la zanahoria no tuvo suerte. Tal vez porque las zanahorias y los palos se han ido confundiendo en una misma arma y una misma vianda de puré. El poscastrismo, ese paisaje digital de recargas y remesas que vinieron a sustituir a la base y la superestructura de los clásicos analógicos, ha traído consigo un desparrame que le resulta al poder cada vez más incómodo. Y por mucho que las zanahorias sean golosas, ¡sobre todo la que tiene de orondo penacho la fake news de la excepcionalidad!, los niños crecen cada vez más ausentes, desasidos del pasado y conectados con un presente global donde lo mismo te arregla la noche Spotify que PornHub, donde aquella enciclopedia Tesoro de la Juventud se llama «El Paquete» y el Parque Lenin lleva el nombre de un tipo que se parece más a Leonardo DiCaprio que a cualquier otra figurita de la épica de ayer.

 

Es otro tiempo. Y el problema que tiene la Revolución con los Otero Alcántara es distinto que el que tenían con los artistas de los ochenta, los hijos de la Revolución. Con aquellos, con nosotros, la Revolución tenía un vínculo de parentesco. Pero los Otero Alcántara, de la Revolución ni siquiera son nietos. Han roto cualquier lazo familiar e incluso sentimental con ella. Para estos millennials la Revolución es el abuelo borracho y violador. El abuelo que solo les dejó ruinas en herencia. Un amigo cualquiera de Facebook en Hialeah les es más próximo que un abuelo en el CDR o la Asociación de combatientes. Más los desvela ganar un follower en Twitter, que perder al policía feo y bruto que los sigue por la acera de enfrente o pasa el rato con el codo hincado en el muro o la moto. La Revolución es para ellos una maquinaria extraña a la que solo le deben el wifi y los palos. Ambos dispensados en parques, que la Revolución fue siempre muy de plaza y muy de parque.

 

Otero Alcántara es una de esas supersticiones que los redactores perezosos o los biógrafos cursis llaman «un hombre hecho a sí mismo». ¡Qué jodido reto para una dictadura que opera con guion redactado por sus Eduardo del Llano de pelo cortado al uno! Vaya mala pata con que ese mulato salido de la miseria se bajara con el San Lázaro negro erguido en el Cerro, el Museo de la Disidencia y ese mural en el que los rostros del joven Castro y el Payá maduro forman parte de una misma serie cubana que inscribir en el pecho de una camiseta cualquiera. El castrismo lo podía fagocitar todo, ya fuera domesticándolo o empujándolo al exilio (cagar y tragar son momentos de una misma digestión de la diferencia). Pero parece que Luis Manuel Otero Alcántara raspa demasiado la glotis y el esfínter anal del poscastrismo, su trágalotodo y su mira-que-te-gusta-el-Dolphin Mall, mierdecilla.

 

Mira, allá en los noventa, nosotros cansados y vencidos, los que decían que sabían nos dijeron que lo de Cuba solo tenía una solución: la «solución biológica». Nos enjabonaron el lomo, convertida la Paideia en una Aletheia de tarjeta de embarque. «La “solución biológica” es la solución, amigos», nos aseguraron: «Morirán los Castro, ese Fidel que vibraba en las montañas se hará ceniza y polvo, y todo volverá a su benéfico flow con el Almendares lleno de sirenas antes jineteras y los delegados del Poder popular convertidos en munícipes de corbata, talco y buena dicción». La biología haría lo que la política no pudo. Solucionaría por fin lo que la guerra no alcanzó, ni vencieron la rabia, el hastío y la libreta de racionamiento.

 

Objeté entonces citando aquel delicioso dictum de Rafael Martínez Ortiz cuando Tomás Estrada Palma, fundándose la República, le aseguró que Cuba sería la Suiza de América. Y él le preguntó señalándole a la calle: «¿Y dónde están los suizos?» Pero nos aseguraron que no, nos animaron: la solución era la biológica. Y muerto el perro, se acaba la rabia y cosas así nos dijeron.

 

De aquello hace casi treinta años. Los mismos que cuenta Otero Alcántara, año arriba, año abajo. Y fíjate, sí, otra biología ha dado voces ahora. No ha dado de sí la biología que iba a convertir al dictador en cadáver, asunto felizmente verificado hace ya un lustro. La biología que clama ahora es la del cuerpo del artista que lo pone, lo arrastra, lo somete, lo impulsa, lo arriesga, lo tensa y lo ve encerrado en una celda. La biología de Luisma: su músculo, su nervio, su saliva y su orina. Ojalá que no también su sangre.

 

La única «solución biológica» que importa ahora es sacar ese cuerpo del abrazo del poscastrismo, de su saña punitiva y ejemplarizante. Hurtarlo a la venganza, la roña, el miedo de este tiempo que vino después, este tiempo de sobrevida que la historia, hoy un animalito clemente en tiempos de populismo, regaló al castrismo. Y ya después veremos cuán suizos somos y cuánto merecemos ser sujetos de una postiza Suiza cualquiera. Un país por cierto que, si lo llevamos a la escala de nuestra cubana, minúscula estatura, está lleno de Cerros.

 

Este texto fue escrito por encargo de Rialta Magazine y apareció primero en su web.




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