El 7 de marzo de 2021, invitado por el Centro Ruso de la Universidad de Granada, conversé con Enrique Quero y Nina Kressova, director y coordinadora del Centro, respectivamente, acerca de mi carrera como traductor y mi visión del oficio, la literatura rusa que traducimos en España, la promoción de la literatura rusa contemporánea en España y algunos temas conexos.
Fue una charla estupenda, que comparto aquí para archivo.
“Los siberianos son gente que perdió el billete de vuelta y se quedó allá para siempre”
Por Jorge Ferrer
Andrei Filimonov (1969), novelista, poeta, periodista, es un tipo tan normal que no le hace caso al éxito deslumbrante de sus dos últimos libros: El renacuajo y los santos y Recetas para la creación del mundo. Nacido en Tomsk, en cuya universidad se graduó de filosofía, Andrei lo mismo bucea en el habla vernácula de Siberia —ese mito, ese mundo, esa maldición—, que se lanza, en su última novela, a narrar una saga familiar que atraviesa el siglo XX. No iba a privarme de charlar con él cuando supe que venía por primera vez a Barcelona. Hablamos largo y mucho. Aquí va la cosa acotada, destilada. Samogón se llama en ruso al aguardiente de alambique, al destilado más autónomo. ¡Aquí unos shots!
Me costará convencer a los lectores de Hypermedia Magazine de que esta entrevista con un escritor de Tomsk, en el corazón de Siberia, no será una experiencia fría. ¡Machaquemos el cliché enseguida! ¿Cómo son, en verdad, los siberianos?
Mi abuela nació cerca de Moscú y mi abuelo en Odesa, en la costa del mar Negro. ¿Qué se les perdió en Siberia, donde vivieron cincuenta años? Hasta su muerte, mi abuela no dejó nunca de repetir: “aquí en Siberia todo es distinto a como es en Rusia”. Cuando yo era un niño, me sorprendía mucho esa contraposición y no me percibía como un siberiano. Me parecía que la Unión Soviética era un único país, sin distinciones. Pero mi abuela sí que percibía las diferencias. Decía: “aquí en Siberia no saben guisar, se la pasan comiendo pelmeni todo el tiempo y no conocen más sazón que la sal y la pimienta”. O decía: “aquí en Siberia la gente no sabe hablar”.
Más adelante, cuando crecí, me tocó preguntarme quiénes eran los siberianos en verdad. Y no encontré una respuesta convincente. De manera que acudí a los libros de viaje, a los diarios y las cartas de los deportados a Siberia en tiempos del zar o del poder soviético, y comprendí entonces que desde su punto de vista los siberianos sí que somos singulares. Por ejemplo, los siberianos nunca han sido gente muy religiosa y a la iglesia siempre han ido poco. En cambio, eran muy amigos de las peleas callejeras a puñetazos los domingos, cuando los vecinos de dos calles distintas se enfrentaban cara a cara y boxeaban hasta que se les agotaban las fuerzas. En un diario de Siberia, encontré un suelto publicado en el siglo XIX que decía: “Esta semana ha habido puñetazos en Tomsk, como es habitual: se han pegado en la calle, se han pegado en las casas, se han pegado en los billares y se han pegado en los bares…”.
También merece destacarse el conservadurismo gastronómico de los siberianos: no les gusta llevarse alimentos extraños a la boca. Yo mismo, siendo un niño, rechazaba plátanos, piñas y demás manjares exóticos. Esa sencillez en el paladar es la que probablemente conduce a la simpleza con que abordan la vida, una vida que desconoce los matices tanto como la cocina siberiana desconoce las especias.
He ahí el por qué los personajes de mi primera novela, El renacuajo y los santos, vecinos de una aldea situada en los confines del mundo, hablan una lengua sencilla, pero rica y pródiga en imágenes, a la vez que tienen fe en los milagros, mientras se resisten bastante a creer que exista un mundo más allá de los límites de su aldea.
Andrei Filimonov (1969), novelista, poeta, periodista, es un tipo tan normal que no le hace caso al éxito deslumbrante de sus dos últimos libros: El renacuajo y los santos y Recetas para la creación del mundo.
Los siberianos no existen en realidad. Lo que hay es gente que perdió el billete de vuelta y se quedó en Siberia para siempre. Así son los siberianos, por describirlos en pocas palabras.
Alguna vez dijiste que todos los escritores que te interesaban en la infancia acababan publicados en el samizdat, el sistema alternativo de publicación de textos prohibidos por la censura soviética que circulaban de mano en mano. Eso hace pensar que tu gusto y el de los censores transcurrían por vías paralelas. ¿Cómo fue, Andrei, el camino que condujo al niño que fuiste, un niño crecido en una ciudad provincial de Siberia, a la creación literaria?
De joven, soñaba con ser solista de un grupo de rock. No sabía tocar ningún instrumento musical, pero suponía que eso no era un obstáculo. Porque pensaba que lo más importante eran los versos. Y me puse a escribir las letras de las canciones que tocaría un grupo de rock que solo existía en mi imaginación. Después, poco a poco, me fui encontrando con otros poetas y comprendí que leer versos delante del público no es en modo alguno diferente que cantarlos en un concierto de rock.
Mucho más tarde, desde Siberia, creaste el festival itinerante de poesía PliasNigde, cuyo nombre reúne la palabra francesa place, “lugar”, y la rusa нигде, “en ningún lugar”.
Un festival magnífico, sí, que se materializa de repente en una u otra ciudad y después, con la misma velocidad, se esfuma. En los últimos siete años PliasNigde se ha materializado en San Petersburgo y París, en Frankfurt y Berlín.
Has trabajado como periodista en un canal local de Tomsk. ¿Qué temas te interesaba tratar más? Por cierto, resulta bastante evidente que ese trato frecuente con la gente sencilla que habita la periferia de un antiguo imperio es la base sobre la que se yergue tu primera novela: El renacuajo y los santos.
Cuando trabajaba como reportero, me gustaba salir a hacer trabajo de campo, alejarme lo más posible de la civilización, ir allá donde acaban los caminos. En una ocasión, me fui en pleno invierno a una aldea habitada por los selkupí, que son una tribu aborigen que lleva viviendo en Siberia desde antes de la llegada de los rusos. Gente que vive de la pesca, se abriga con pieles de enormes lucios y todavía hoy se ufana de su independencia. Antes de emprender viaje, llamé por teléfono al principal de la aldea. Y me dijo: “¡Muy bien! Limpiaremos el camino cuando venga llegando”. En los inviernos de Siberia, si no limpias un camino, la nieve lo hace impracticable en dos o tres días. Y los aborígenes se aprovechan de ello para librarse de visitantes indeseados. Pero a mí me dejaron entrar y pasé una semana en una suerte de isla descolgada de la civilización. Es por momentos como esos que vale la pena dedicarse al periodismo.
Un día se produjo el momento crucial en que decides abandonar la práctica del periodismo y dedicarte a escribir novelas. Algo que no sucedió sin la participación de Putin, porque al canal de televisión donde trabajabas le retiraron la licencia y dejó de emitir. Por cierto, ¿qué tal vive un periodista en la Rusia de Putin?
Los periodistas en Rusia se pegan una vida padre. Sobre todo, los que trabajan para el canal Russia Today, RT, y cuentan lo estupendamente que se vive bajo Putin. Los demás periodistas, los que no se conforman con ese retrato de la realidad, todavía están en libertad. Y, en ocasiones, hasta consiguen encontrar trabajo, aunque lo desempeñen en calidad de “agentes enemigos”. Yo mismo, por ejemplo, colaboro con Radio Svoboda (servicio en lengua rusa de Radio Free Europe/Radio Liberty), considerada oficialmente un agente enemigo. Radio Svoboda tiene el proyecto Sibir-Realii para el que escribo. A los lectores de ese portal les interesa sobre todo el tema de la represión estalinista. Y como sabes, todos los represaliados acababan dando con sus huesos en Siberia. Por eso escribimos constantemente sobre el Gulag, el destierro y la deportación de pueblos enteros en los años de poder soviético.
“En la Unión Soviética no había órgano más importante que el hígado. Costaba horrores soportar la realidad circundante. Una realidad que solo tenía dos colores: el gris y el rojo”.
En los años treinta, en Siberia ocurrieron cosas increíbles. La URSS estableció los pasaportes en 1931. Y a partir de entonces la policía política comenzó a dar caza en las calles a gente que carecía de documentación y la deportaba a Siberia. Toda esa gente fue llevada a una isla en medio del río Ob y dejada allí a su suerte. No tenían qué comer, ni techo que los guareciera. Vagaban por la isla en busca de comida hasta que los más desesperados comenzaron a practicar el canibalismo. De las seis mil personas desembarcadas en la isla, apenas sobrevivieron unas dos mil. Y ese es solo uno de los múltiples ejemplos de los crímenes del régimen de Stalin.
En tu último libro, Recetas para la creación del mundo, escribes: “Pero yo no juzgo a nadie. Y no recomiendo a otros que lo hagan. ¡Prueben ustedes a nacer bajo Lenin, sobrevivir a Stalin y envejecer al son de los mugidos de Ilích-2! No le podemos exigir a toda una generación que se comportara como lo hizo el académico Sajarov”. ¿Cuál es tu visión del pasado soviético? Conoces lo que dijo Putin respecto a ese período de la historia de Rusia: “Quien no lamente la disolución de la URSS carece de corazón, pero quien pretenda restablecerla tal como era, lo que no tiene es seso”. Tú, Andrei, ¿cómo tienes los órganos?
En la Unión Soviética no había órgano más importante que el hígado, porque los soviéticos estaban obligados a beber mucho. Porque de lo contrario, estando sobrios, costaba horrores soportar la realidad circundante. Una realidad que solo tenía dos colores: el gris y el rojo. Edificios grises, gente vestida con ropas de color gris, el gris asfalto bajo los pies. Y todo ese paisaje salpicado por todos lados de pancartas rojas. Casi no había edificio de cuyos muros no colgara una pancarta con alguna frase de Lenin o Brezhnev. Imagínate ese panorama y también tú querrás ponerte a beber vodka hasta perder la consciencia.
Uno de los mejores libros rusos del siglo XX lo escribió Venedikt Yeroféyev y se titula Moscú-Petushki. Cuenta la historia de un hombre que despertó en Moscú con una resaca tremenda en el vestíbulo de una casa que no era la suya, y encaminó sus pasos a la estación de ferrocarril para visitar a su amada en el pequeño poblado de Petushki, a apenas hora y media de viaje en tren suburbano. Pero el protagonista de la historia consume tanto alcohol durante el trayecto que su viaje adquiere una dimensión épica, como el regreso de Odiseo a Ítaca. Evidentemente, Moscú-Petushki fue prohibido por la censura soviética, como tantos otros libros que ofrecían un retrato veraz de la vida cotidiana en la URSS.
Después de algunos años de “literatura de la perestroika”, últimamente se aprecia en la literatura rusa un enfoque distinto del pasado, un enfoque más sofisticado y más fructífero en términos de creación literaria. El convento, de Zajar Prilepin, o Zuleija abre los ojos, de Guzel Yájina, son dos buenos ejemplos de ello. Por otro lado, vemos en Rusia la restauración de monumentos a Stalin o cómo suben los índices de percepción de la personalidad de Stalin y el estalinismo, gestos que apuntan a una peligrosa desmemoria. Francamente, el hombre postsoviético me horroriza a veces…
El hombre postsoviético que habita la Rusia de hoy tuvo que sobrevivir al trauma de la demolición del mundo que conocía. Con la perestroika y después, tras la disolución de la URSS, aparecieron muchos libros, artículos de prensa y películas que describían la realidad soviética como una suerte de pesadilla total controlada por el KGB. Lo que los medios de comunicación estaban diciéndole a toda esa gente era que habían vivido su vida por gusto. Les dijeron que todo aquello en lo que habían creído era mentira. Y hubo mucha gente que se negó a aceptar ese retrato del pasado. Probablemente, eso explique la popularidad de Putin, que fue capaz de devolverles el mito de un gran país.
Con su Make America Great Again, Trump no hace más que repetir la retórica propagandística que usa Putin. Lo cierto es que la gente no está cómoda con la realidad y se siente agradecida a quien le cuenta un cuento de hadas geopolítico sobre una gran potencia, un poderoso imperio que domina la tierra, el cielo y el cosmos.
Tanto El renacuajo y los santos como Recetas para la creación del mundo han concitado el interés de la crítica e integrado las short-lists de prestigiosos premios literarios. ¿A qué huele el éxito, Andrei?
Pues no sé qué responder a eso, la verdad. Hay un montón de desconocidos que de repente te elogian o te riñen, te llaman genio o te tildan de psicópata. Es fácil ceder a las emociones que todo ello provoca, de manera que huyo de ellas: no leo las reseñas de los críticos, porque tanto las elogiosas como las derogatorias inflan el ego del escritor. Y mientras más grande es ese ego, más duro resulta escribir.
De contra:
En la fotografía, tomada en el restaurante Rilke en agosto de 2018, Andrei Filimonov y Jorge Ferrer
Carlos Espinosa me ha entrevistado para Cubaencuentro sobre mi carrera como traductor de literatura rusa. La entrevista, que reproduzco aquí para archivo, apareció publicada el 11 de mayo de 2018 en Cubaencuentro.com
La capacidad de tornarse invisible
En esta entrevista, Jorge Ferrer habla acerca de su labor como traductor del ruso. Esta se plasma en 25 libros, entre los cuales, confiesa, hay una docena que se alegra enormemente haber trasladado al español
Carlos Espinosa Domínguez, Aranjuez | 11/05/2018 9:19 am
El lector ideal, afirma Alberto Manguel, es el traductor. Y lo argumenta expresando que “es capaz de disecar el texto, quitar la piel, cortar el hueso hasta la médula, seguir cada arteria y cada vena y luego dar vida a un nuevo ser viviente”. Es coincide con lo que sostiene Valery Larbaud, para quien traducir es “penetrar en la obra a un nivel más profundo de lo que podemos hacer con una simple lectura; significa poseerla más completamente, apropiárnosla en algunos sentidos. Ese es nuestro objetivo, plagiarios como somos todos en origen”.
A esas opiniones conviene agregar que traducir quiere decir llevar de un lugar a otro. Y eso es precisamente lo que desde hace años hace Jorge Ferrer (La Habana, 1967): ha traído a nuestro idioma una parte de la enorme riqueza de la literatura rusa. Esa labor lo ha convertido, junto con la española Marta Rebón, en el mejor traductor que actualmente se dedica a esa especialidad en España. Su actividad profesional le ha ganado un merecido prestigio y le ha reportado además varios reconocimientos. En 2014 obtuvo el premio La Literatura rusa en España, que otorga la Fundación Boris Yeltsin por su versión al castellano de El pasado y las ideas, las monumentales memorias de Alexander Herzen. Acerca de ese trabajo, Ricardo San Vicente, catedrático de literatura rusa de la Universidad de Barcelona, comentó que se trata de “una labor de exégesis y traducción digna de elogio”. Antes, en 2009 y 2012, Ferrer había obtenido sendas menciones en ese mismo premio por sus traducciones de Mijaíl Kuráyev (Ronda nocturna) y Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg (El libro negro). En 2014, formó parte de la lista de nominados al Premio Read Russia, que distingue las mejores traducciones de obras rusas a cualquier lengua.
En el listado de títulos trasladados al español por Ferrer, figuran, aparte de los autores mencionados, Liudmila Petrushévskaya, Nikolai Leskov, Serguei Lukyanenko, Mijaíl Gorbachov, Iulia Latinina, Vasili Rózanov, así como los Premios Nobel Iván Bunin y Svetlana Aleksiévich. En esas traslaciones, Ferrer aplica cumplidamente la idea del lector ejemplar que sostienen Manguel y Larbaud. Su aguda penetración y su colaboración amorosa con los textos dan como resultado unas traducciones en las que consigue el gran mérito de borrar su presencia, de pasar inadvertido. Y sobre todo, al leerlas logran crear la ilusión de que estamos leyendo no una traducción, sino el original.
En las líneas que siguen, Ferrer se refiere a su trabajo como traductor, y responde al cuestionario que le envió este cronista, a través del correo electrónico.
¿Dónde aprendiste ruso? Y a propósito de ese idioma, ¿es tan difícil como parece?
Aprendí las primeras palabras de lengua rusa en el barrio de Los Quemados, en La Habana. Mi padre había sido nombrado para un puesto en Moscú y ante el inminente traslado de la familia trajeron a una preceptora que nos preparara a mamá, mi hermana y a mí para el passage. Esas primeras clases no sirvieron de mucho, como pude comprobar después. Ya en Rusia, entonces aún llamada Unión soviética, cursé el bachillerato e hice estudios universitarios. De la dificultad… Bueno, tanto la gramática como la fonética entrañan un reto importante para quien tiene el español como lengua materna. Pero el esfuerzo de aprenderlo se paga muy bien: el placer de leer en lengua original a Brodsky o a Ajmátova, a Bunin o a Chéjov merece todo el afán.
¿Cómo te iniciaste en la traducción literaria?
Antes de venir a España en 1994, traduje unas cartas de Dostoyevski para la revista literaria El Caimán Barbudo que finalmente no aparecieron publicadas. Años después, ya en Barcelona, después de más de un lustro trabajando como intérprete de ruso para los refugiados que huían del imperio soviético en descomposición, conseguí mis dos primeros encargos de traducción literaria. Una experiencia demoledora: ambos libros tampoco fueron publicados, si bien mis honorarios me fueron abonados debidamente. El primero, una novela de Vladimir Sorokin, por razones que ya no recuerdo; el segundo, un magnífico librito de Vasili Rózanov, porque la editorial quebró antes de que fuera a imprenta, ya revisadas las galeradas. ¡Imagínate mi decepción! Ya podía creer y decir que me dedicaba a la traducción literaria, pero mis traducciones permanecían inéditas.
De los libros que has traducido, ¿cuál o cuáles has disfrutado más traducir?
En los quince años que llevo dedicado a la traducción literaria han salido de mi mesa unos 25 libros. No es mucho, porque trabajo despacio y combino el trabajo de traducción con otros afanes. De esos libros, hay una docena que me alegra enormemente haber traducido. No parece una mala ratio.
Trabajar sobre cada uno de esos libros ha significado una experiencia singular, pero hay algunos que, por razones diversas, me han producido una satisfacción especial. El libro negro (Galaxia Gutenberg, 2011), la voluminosa compilación de los horrores perpetrados por el ejército del Tercer Reich en la Unión Soviética ocupada que hicieron Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg, es uno de ellos. El año que pasé trasegando ese horror día a día fue una experiencia demoledora. Téngase en cuenta que la traducción de cualquier libro, y particularmente los que son de índole histórica o están firmados por autores de una obra importante y ya traducida al español, requieren un trabajo monumental de documentación y lectura, una prolongada y profunda inmersión en el tema y el estilo, en el paisaje cultural e histórico y hasta en la propia vida del autor.
Por otra parte, hay pocos motivos de orgullo mayores para un traductor que traer a su lengua por primera vez a escritores excepcionales, escritores cuya obra venera. En mi obra como traductor hay dos autores así: Mijaíl Kuráyev y Vasili Rózanov. De Kuráyev, escritor petersburgués que vive y goza de muy buena salud, he publicado dos traducciones: Ronda nocturna (Acantilado, 2007) y Petia camino al reino de los cielos (Acantilado, 2008). Otros dos libros suyos, ya traducidos, esperan tomar el camino de la imprenta. El segundo es Vasili Rózanov, escritor, filósofo, pensador asistemático, atrabiliario y amigo del aforismo y la digresión, a quien me gusta considerar el único autor de la literatura clásica rusa que todavía no teníamos en español. ¿Recuerdas que te contaba antes que fracasó mi primer intento de publicarlo, debido a la quiebra de la editorial donde iba a aparecer? Bueno, pues ha sido solo en noviembre pasado que he visto por fin al primer Rózanov en español, primorosamente editado por Acantilado: El apocalipsis de nuestro tiempo (Acantilado, 2017). Un librito absolutamente crucial para entender la revolución rusa desde la óptica de los vencidos, como Kuráyev es un escritor clave para comprender el estalinismo y el mundo soviético, en general.
Al revisar la lista de las obras traducidas por ti, noto la ausencia de libros de poesía. ¿A qué se debe eso?
Aunque soy un lector regular de poesía, sobre todo la escrita en ruso y español, pero también en inglés y francés, no escribo poesía. Por ello tampoco la traduzco, más que muy ocasionalmente y por mera diversión. En mi hilo de Facebook, donde comparto mis lecturas y afanes diversos, publico la traducción de un poema muy de vez en cuando.
¿Cuál es el último libro que has traducido?
Una novela espléndida, que fue una sensación en Rusia cuando se publicó en 2015 y arrasó con los mejores premios literarios allá. Su título, Zuleija abre los ojos. Su autora es Guzel Yájina y la novela fue su desconcertante debut. Narra la historia de una joven tártara, musulmana, deportada a Siberia en los años del estalinismo. Una extraña historia de amor en los años del Gulag. Una mujer en medio del horror, creciéndose, accediendo a una realidad brutal y liberadora a la vez. Me perdonarás, y ojalá también lo hagan los lectores, pero no quiero contar más. Uno suele tener un apego especial a los trabajos más recientes —algo así como el “kilómetro sentimental” llevado al “folio sentimental”—, y más aún cuando acaba de darlos por terminados, pero en este caso no hay una emoción dictada por la inmediatez. ¡Es que es un libro de veras extraordinario! Uno de esos que uno agradecerá siempre haber tenido el privilegio de traducir. Aparecerá en Acantilado en los próximos meses.
¿Has sugerido a las editoriales algunos de los libros que has traducido?
La industria es un ecosistema complejo y los impulsos van en muchas direcciones. Están los editores, los agentes, los autores y los traductores. Y todos intentan llevar el agua a su molino. Los traductores, por nuestra naturaleza autónoma, es decir, externa a las empresas editoriales, proponemos libros y recibimos encargos que aceptamos de mayor o menor grado, o los rechazamos. Hay razones de toda índole para aceptar o rechazar y la económica no es la última. Sería pueril obviar que el negocio editorial es, precisamente, un negocio. O que el trabajo del traductor literario es, precisamente, un trabajo las más de las veces mal remunerado. Por otra parte, como sucede también a los autores, hay proyectos que se reciben por encargo y acaban proporcionando un placer aún mayor que otros nacidos de uno mismo. Comparto un par de ejemplos de mi propia carrera. Las traducciones de El pasado y las ideas, de Alexander Herzen (El Aleph editores, 2013), y de Una familia venida a menos, de Nikolái Leskov (El Aleph editores, 2010), me fueron encargadas por Mario Muchnik. Ambas constituyen dos de los momentos más importantes de mi carrera como traductor. Al primero de esos libros le debo el premio La literatura rusa en España, que me otorgó el Centro del presidente Borís Yeltsin en 2014. Otro tanto sucede con la traducción de El fin del homo sovieticus (Acantilado, 2015), el libro mayúsculo de Svetlana Aleksiévich, que me fue encargado por Jaume Vallcorba. Por cierto, trabajar con hombres como Mario o Vallcorba me ha servido para asistir al amor por los libros en su máxima expresión. No el amor por la literatura, que es expresión común entre la gente que uno frecuenta, sino precisamente el amor por los libros, un precioso objeto que contiene la expresión literaria sujeta entre siglos de oficio, como entre las dos tapas de una edición de lujo.
Hay quienes sostienen que en realidad solo se pueden traducir con éxito aquellos libros que a uno le hubiera gustado escribir. Y que para que una traducción literaria sea inspirada, el traductor debe lograr identificarse con el autor, de modo que el espíritu de este pase a habitarlo. ¿Qué opinas al respecto?
Solo se pueden traducir con éxito (si por éxito entendemos excelencia y brillantez) los libros en los que se trabaja con todo el peso del oficio. Un traductor es un lector minucioso responsable de trasladar a otra lengua el libro que lee. Ha de saber leer y escribir con suficiencia. Ha de ser leal a su oficio: comprender cabalmente lo que lee y traducirlo con fidelidad compartida: la fidelidad que debe al autor y la que debe a los lectores. Y metido en ese juego de fidelidades, el traductor tiene que desaparecer. Su éxito, su excelencia, estriban en su capacidad para tornarse invisible. El lector solo ha de ver al autor. Y, si acaso, al editor que se lo ha traído y dejado a buen precio. Es viejo reclamo del gremio de traductores que nuestros nombres aparezcan en las cubiertas de los libros. Yo siempre digo que cambio mi nombre impreso por un euro más la «holandesa».
Hay salvedades, claro, cuando de la traducción se encarga un gran autor que buscará, en el acto de traducir, explotar las resonancias que tiene la obra traducida en la suya propia, dialogar con el autor. Nabokov traduciendo a Pushkin; Cabrera Infante, a Joyce; Poe, a Baudelaire. O aventuras deliciosas como la traducción del Ferdydurke de Gombrowicz por aquel Comité de traducción que comandaba el gran Virgilio Piñera. Pero el trabajo cotidiano del traductor, el mío, es el martillear afanoso del hombre invisible. No todos los ingenieros acaban pegando saltos en la Luna.
¿Crees que está debidamente reconocido el trabajo de los traductores en España y en el mundo hispano?
El pinkeriano que soy te dirá que es probable que sí. Con las editoriales, va según el editor con el que trabajes: su probidad, su elegancia, su respeto por el trabajo ajeno. Los plazos de entrega o las condiciones económicas de los contratos son términos que a veces se resuelven mejor o peor… La antigüedad y el prestigio suelen conceder alguna ventaja. Pero eso valdrá igual para los traductores y las enfermeras, los ujieres y los sacerdotes. Lo único que nos diferencia claramente a los cuatro es que el oficio de traductor desaparecerá muy pronto, va desapareciendo ya, asumido por máquinas cuya inteligencia artificial volcará de una lengua a otra las novelas y poemas del hoy y el mañana con la misma eficacia y ligereza con que un buen barman nos sirve una copa en la barra. Al barman se le escapan unas gotas a veces, como al bot traductor, al TransBot, se le podrá escapar un matiz. Pero nadie lo echará de menos. ¡También a los humanos se nos escapa a veces algún matiz! ¡Y se les escapa a los traductores! Y también, ay, se me escapan cosas a mí…
Finalmente, quiero preguntarte por tu propia obra. Desde 2001, año en que publicaste Minimal Bildung no has publicado nada más. ¿Es una parcela que has abandonado?
No la he abandonado en modo alguno, aunque crezca la hierba por sus esquinas y se aprecie un charco de agua estancada junto al pozo. Pero continúo labrando esa parcela, empujando el arado, tirando del carro, porque es parcela donde no hay más bestia de carga que uno mismo. Hace unos meses apareció una nueva edición de Minimal Bildung (Bokeh, 2016) y la Maximal Bildung en la que trabajo desde hace años deberá estar lista pronto. Antes, si no lo tuerce mi falta de ambición, aparecerá un libro que recoja estos últimos años de acarreo de la palabra en las redes, desde El Tono de la Voz en adelante.