La reseña del libro Paisajes del comunismo, de Owen Hatherley, se publicó en la revista La Lectura, suplemento del diario El Mundo, el 9 de mayo de 2022.
De la mucha nostalgia que produjo el colapso del socialismo soviético, una de las más curiosas es la nostalgia prestada. No hay en ella el asiento de la experiencia en el mundo que latía del lado más sombrío del Muro de Berlín o el recuerdo de un lema coreado en una manifestación de Bucarest o Moscú. La nostalgia prestada, un fenómeno que se da en las nuevas generaciones de los países del Este de Europa, donde los milenials heredan la memoria de la infancia de sus padres, se ve también en espacios geográficos y políticos donde no se vivió la realidad de las llamadas “democracias populares”.
Y ocurre que a veces produce loables artefactos que indagan en el pasado. Es lo que sucede con este libro de Owen Hatherley (Southampton, 1981), cuyo combustible es precisamente esa nostalgia y un exhaustivo deambular por las ruinas de un mundo sin ideología, pero con edificios. Un libro que se mueve en varios registros y en casi todos con el aliento de una enorme autenticidad.
Paisajes del comunismo, que en la edición original llevaba el subtítulo de A History Through Buildings, es a la vez un libro de viajes, un manual y un tratado de arquitectura y urbanismo. También una invitación a tratar a las urbes del Este de Europa como una caja de herramientas mnemotécnica que sirvan lo mismo para pensar en la manera en que la utopía “marxista-leninista” construyó ciudades en las que acomodar y, a veces, martirizar a sus habitantes, que para enfrentarnos con la gestión del patrimonio de un mundo que un buen día pareció haber dejado de existir, salvo por la tenacidad de dos elementos distintos, pero igualmente amigos de perdurar: el hormigón y la memoria.
Hatherley, que es a un tiempo turista y académico, y a tiempo completo también simpatizante del mundo que narra, sigue un itinerario que no deja nada de lado. Su recorrido cabal comienza por las avenidas, las Magistrale, el espacio de las marchas y los desfiles, los de la épica militar convertida en ejercicio civil: la Kreschatik de Kiev, la Karl-Marx-Allee en Berlín o la calle Tverskáia de Moscú, donde Pushkin te ve marchar a la Plaza Roja. Después, desparrama su prosa por los microdistritos, los complejos de viviendas donde transcurría la vida socialista. Nowa Huta, la perversa extensión de Cracovia, donde se contrapuso la modernidad socialista a la elegancia gótica, o barrios como Poruba, a las afueras de Ostrava, o el distrito Avtozavod, en Nizhni Nóvgorod, diseñado por norteamericanos como si de una extensión de Detroit con sabor soviético se tratara.
Hatherley, por cierto, escribe este libro desde la periferia del sur de Varsovia, mirando por la ventana lo que teclea con inteligencia y una mirada sobre el proceso de construcción de la ciudad socialista que junta un buen manejo de las fuentes y unas dotes extraordinarias para la observación y la recuperación de la experiencia. Los condensadores sociales, espacios donde se fabricaba al hombre nuevo rodeado de una nueva sociabilidad -clubes, comedores colectivos, centros de ocio- son otro espacio crucial. Hatherley tampoco se olvida de los rascacielos o los memoriales, como no deja de lado la reconstrucción de las ciudades históricas que arquitectos y burócratas emprendieron tras el paso de la Segunda Guerra Mundial o en el Berlín reunificado y el resto de espacios urbanos poscomunistas, aplicando estrategias que recuerdan el adhocismo postmodernista.
Hatherley comienza evocando a sus abuelos comunistas y lo termina pasmado ante el pabellón de la República Bolivariana de Venezuela en la Expo de Shanghái de 2010. En el arco que dibujan esos dos extremos se mueve un libro donde el sesgo es acariciado con mano suave, pero también sometido al esmeril de la crítica. Sobran el prólogo y Caracas. Admira la mirada sobre el pasado del Este
Un lugar especial del libro, una suerte de opúsculo dentro de la obra, es la sección dedicada a los sistemas de transporte público y a su estandarte más célebre. “Cuando me dispuse por fin a escribir este libro”, anota Hatherley, “sabía que habría un capítulo en concreto por el que me acusarían de hacer apología”. Es este, donde el metro de Moscú es recorrido en sus salones y en la prosa con la pasión del turista y el candor del fanático.
Por ambiciosa que fuera la utopía, el nivel de la vida cotidiana necesitaba un topos, un lugar donde amar, comer y soñar con el huidizo porvenir. Avenidas, monumentos y casas de cultura servían para que el hombre del socialismo, también él, un solitario que se sabía indemne ante el poder del Estado, encontrara la alegría de la convivencia y la participación, esas palancas del entusiasmo. Hatherley, con su nostalgia prestada y un rigor cartográfico, ha hecho un favor impagable a la memoria de aquel mundo con tonos de gris habitado antaño por los soldaditos de la ilusión.
Cuando Alejo Carpentier (1904-1980) se sentó a escribir La música en Cuba no escuchaba el pasado, pero tarareaba el futuro. No era aún el novelista mayúsculo que con libros como Los pasos perdidos y El reino de este mundo fabricaría prosa barroca a partir de la historia de América, del Orinoco a la revolución haitiana, y se convertiría en una de las figuras más conspicuas de la novelística latinoamericana que iba de camino al boom, su milla de oro impreso.
Lo cierto es que el cubano, que era también un poco ruso y francés, cuarterón de todos los censos de la sensibilidad, y repartido también entre la música, el periodismo y la novela, dio a luz con este libro al primer compendio de lo que la música cubana era y sería: un artefacto cultural deslumbrante, ritmo e industria, materia prima de exportación y cadencia. Una colección de los materiales primarios que convirtieron a Cuba, a todas las Cubas sucesivas, en una fiesta del ritmo.
El volumen le fue encargado en un viaje a México, donde apareció la primera edición en 1946. El propósito era contar la historia de la música hecha en Cuba, desde los orígenes de la colonización española hasta la madurez republicana, un momento en que los sones cubanos pugnaban por las salas de baile de Occidente. Nadie había emprendido esa aventura antes, más allá de tientos parciales que aquí se mencionan con desdén. Y mucho menos lo había hecho un investigador acucioso como lo era Carpentier, musicólogo de patio de butacas y redacción de periódico, cuya colección de artículos sobre música, que desparramó por diarios y revistas durante décadas, llevaría el más preciso de los títulos: Ese músico que llevo dentro.
Durante meses, Carpentier buscó en los archivos partituras y registros documentales de la música como espacio de la emoción y la identidad, y también de la construcción de una nación. El saldo tiene el peso y el brillo de un tesoro. Este viaje por la historia de la música en Cuba no omite una sola nota. Es sinfonía y ópera, es baile de salón y recorrido por los solares donde cantan los ñáñigos, bañando de sudor el cuero terso de los tambores.
Va desde Esteban Salas, el primer compositor cubano, hasta el prodigio que fue Julián Orbón, pasando por el Son de la Má Teodora y el nacionalismo de Manuel Saumell o el teatro bufo cubano, que fue la expresión criolla del teatro ligero español. Rastrea el surgimiento de una identidad cubana, ese “ritmo nuestro” que el crítico Buenaventura Pascual Ferrer detectó en la contradanza que se bailaba en Cuba en el alba del siglo XIX. Una cubanidad que encontrará momentos de singular concreción en Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla.
Se ocupa también el autor del danzón, “el baile nacional” hasta la tercera década del siglo XX. Y de los ritmos “más nuevos”. Hay que leer al adusto Carpentier previniendo de las fusiones falaces, “productos híbridos despojados de savia popular y autenticidad” entre los que nombra con los pelos de punta a la “rumba-Fox, el capricho afro, la conga-Fox o la rumba musulmana, que se escuchan por todas partes”.
Buena parte de la narración se ocupa de la tensión entre el folclore y el canon culto. «El músico del Nuevo Mundo acaba por liberarse del folclore…, hallando en su propia sensibilidad las razones de su idiosincrasia», escribe. La música en Cuba se hizo sobre la base de la música culta llevada a la isla por compañías europeas, pero sobre todo con el impacto crucial de los ritmos aportados por los africanos arrastrados al Caribe por la esclavitud. Tal vez en la decisiva manera en que Carpentier subraya la virtud de todos esos afluentes, los ritmos y cadencias que pusieron a bailar a un pueblo y a la humanidad con él, esté el mérito inmarcesible de esta indagación que ya es arqueología.
Cabe imaginar a Carpentier pasmado hoy ante la centralidad que el Caribe cubano, boricua y dominicano sigue representando para la música comercial con sus bases rítmicas y el Auto-Tune, con su poesía efímera y peleona, epicentro de una revolución nada silenciosa: la de Bad Bunny, la música urbana, el reguetón más procaz. Viendo a “la música de Cuba” habitar un mundo que vino después de Cuba.
Liudmila Ulítskaya recibió el Premio Formentor 2022. La había entrevistado unos meses antes, cuando estalló la guerra del Estado ruso contra Ucrania. Aquella entrevista se puede leer aquí. El Premio, no obstante, requería y permitía una conversación distinta con una Ulítskaya, además, ya exiliada en Berlín.
La entrevista se publicó en el diario El Mundo el 2 de mayo de 2022. El original se puede consultar aquí.
Liudmila Ulítskaya: “Habría sido mejor que me hubiera muerto antes de la guerra”
Por JORGE FERRER
Barcelona
La escritora rusa fue elegida Premio Formentor la semana pasada: un alivio en los meses oscuros que han seguido a la invasión de Ucrania y a su exilio en Berlín.
Liudmila Ulítskaya recibió la pasada semana la noticia del Premio Formentor en su recién estrenado exilio de Berlín. La gran escritora rusa ha novelado a personajes que pueblan un mundo habitado por figuras que vindican la historia grande y la más pequeña: la memoria de un siglo y sus añicos.
Pregunta: ¡Nada menos que el Premio Formentor! ¡Y eso en estos días tan complejos para usted y para la cultura rusa!
Respuesta: Estoy sorprendida; no me lo esperaba para nada. Es un gran honor formar parte de la lista de premiados del Formentor. Yo de estas cosas siempre me alegro tanto como me sorprenden. Me ha pillado en Berlín, en la extraña situación en la que nos hemos visto metidos muchos rusos ahora. Abandonamos nuestro país sin saber cuándo podremos volver.
P. Hablo con muchos lectores de literatura rusa y debo decirle que nadie despierta un entusiasmo tan unánime como usted, tanto en Rusia como aquí en España. ¿Cómo lo consigue?
R. El misterio es muy sencillo. Escribo dirigiéndome a mis amigos, a las personas que quiero, y, por lo visto, mis lectores lo perciben así.
P. Usted se ha movido en muchos registros y ha escrito sobre personajes muy distintos, como si todo le supiera a poco. En Sóniechka, por ejemplo, está la vida de una mujer solitaria, la historia de una de esas personas sin historia, como se suele decir…
R. Detrás de Sóniechka hay varias mujeres que se cruzaron en mi vida. Sóniechka no es una invención pura, digamos. Es el reflejo de mujeres concretas a las que pude observar, un tipo de persona que conocí y me despertó un interés enorme.
P. Algo que dista de ser una excepción en su obra, porque el protagonista de la novela, Daniel Stein, traductor, es también alguien a quien usted conoció…
R. Así es. Fue un hombre que viajaba de Tel Aviv a Minsk y vino a mi casa, donde pasó un día entero. Unas 10 personas acudieron a verlo allí esos días. Pasaron muchos años antes de que me atreviera a escribir ese libro. Tuve que esperar a que él muriera, porque no habría tenido el coraje de escribir ese libro y exponerme a su reacción.
P. Se trata de un gran libro acerca de la religión, de la búsqueda de Dios, del diálogo entre religiones. Cuestiones que a usted nunca la abandonan.
R. Y también sobre la figura del traductor, aquel que traduce de una lengua a otra y, en el caso de Daniel, de la lengua humana a la divina y viceversa. Se trata de una función tremendamente importante. Es raro encontrar a personas con el don de la interpretación, la capacidad de transmitir textos que resultan cruciales para la suerte común de la Humanidad.
P. A los escritores se les suele preguntar por qué escriben. Ante la enormidad de su obra y la sordidez de estos tiempos prefiero preguntarle por qué escribe todavía…
R. Ah, pero si es que yo no escribo ya. Ya no escribo, de veras. Mis textos son cada vez más y más breves. Comencé escribiendo relatos, después escribí un buen número de novelas, antes de volver a los textos breves. Últimamente he estado escribiendo textos que no rebasan la media página. Ese camino hacia el laconismo probablemente acabe conmigo callada ya por fin.
P. Fuera de Rusia se suele pensar que el rol social del escritor en su país y la veneración que les profesan los lectores son enormes
R. Yo diría que ese prestigio ha terminado ya. El rol del escritor como profeta, como alguien cuyas ideas políticas o su estatura como artista importan a la sociedad, fue cosa del siglo XIX y principios del XX, del pasado.
P. Y después está el problema del cisma que ocurre a veces entre los escritores y el pueblo, como sucede ahora en Rusia con la guerra contra Ucrania…
R. Me cuesta mostrarme conforme con eso, porque debo admitir que yo, que he vivido en Moscú en medio de un ambiente muy determinado, de intelectuales y artistas, es probable que conozca muy mal al pueblo ruso. Apenas me relaciono con personas a las que pudiéramos adscribir a esa noción de pueblo. De hecho, ni siquiera sé si esas personas existen. La idea del pueblo ruso es un mito. Y ya es hora de que admitamos que hay mitos que no rebasan esa condición.
P. Fíjese, Liudmila, que en un rato de conversación ya le ha dado tiempo para matar al escritor como portavoz del pueblo y hasta al pueblo mismo. ¡Se nos está muriendo todo el mundo aquí!
R. Todo el mundo se muere, naturalmente, y sin la muerte no existiría la vida. Así que bendita sea la muerte. Todos los grandes poetas sabían que la muerte llena a la vida de contenido. La riqueza y el poder que ostenta la vida se debe a que es finita. Y dado que acabará, a la vida hay que saber capturarla, observarla y, cuando ello es posible, reflejarla. Ese es, esencialmente, el trabajo de todo artista.
P. Hay un libro suyo que opera muy bien en ese registro con la vida y con la tradición. Desafortunadamente, se trata de uno que aún no tenemos en español: La escalera de Yakov. En él dibuja la línea que une a una nieta con su abuelo. Es un gran libro sobre la memoria…
R. Habla de la memoria, sin duda alguna. Cuando hablo con mis lectores sobre este libro siempre les digo que cada persona ha de escribir su propio equivalente de La escalera de Yakov, porque ese es su deber para con sus antepasados y sus descendientes. Todos debemos dibujar esa línea y hacerlo conscientemente y con precisión para así transmitir la memoria de generación en generación. El antepasado más antiguo del que tengo noticia es mi tatarabuelo. Sirvió en el Ejército zarista durante la Guerra de Crimea. Suya es la primera fotografía familiar que conservo. Y el hecho de que la guardemos es tremendamente importante. Saber que esa persona existió. En aquella época, el servicio en el Ejército zarista era de 25 años. A mi tatarabuelo se lo llevaron siendo un niño de 13 años, sirvió otros 25 y después se casó y nacieron sus hijos, mis bisabuelos. Y así hasta mí.
P. Ese recuerdo nos devuelve a la guerra. La última vez que hablamos la llamé a su apartamento en Moscú cuando acababa de estallar la guerra. Han pasado dos meses y estamos atrapados en el pantano al que nos arrastró Putin.
R. El 24 de febrero de 2022 fui consciente de que se había trazado una raya que separaba mi vida pasada y lo que me quedara por vivir. Lo primero que me vino a la mente aquel día fue que habría sido mejor que me hubiera muerto antes de que llegara. Este tramo de vida está siendo increíblemente duro. Nos tuvimos que marchar de Rusia, porque no soy capaz de acomodar mi espíritu a la guerra. Y no la aceptaré jamás.
P. En estos días de cancelación de la cultura rusa en el mundo occidental, la premian.
R. Me emocionó mucho, sí, que mientras la política rusa resulta algo tóxico para el mundo entero, el jurado considerara dar el premio a una autora rusa. Es de veras sorprendente.
P. Tal vez sin quererlo, pero el premio también ha sido para la cultura rusa exiliada.
R. Me encuentro ahora en Berlín. Hace exactamente 100 años, en los años 20 del siglo pasado, Berlín estaba llena de emigrantes rusos que crearon una cultura extraordinaria, una cultura en el exilio. Y décadas después todo aquello retornó a Rusia e integró por derecho propio el tronco de la cultura rusa. Es difícil imaginar hoy el cuerpo de nuestra tradición sin Iván Bunin o Vladímir Nabokov o tantos otros autores obligados a marchar del país. De modo que de esta situación actual saldrán frutos muy jugosos. Será duro, sí, pero al arte le gustan los cataclismos, las conmociones sociales; la cultura responde bien a esos obstáculos.
P. ¿Ya se le ha pegado a la piel la etiqueta de emigrada y refugiada política?
R. Todavía me siento confundida. No acabo de asimilar esa condición. Tengo la esperanza de volver a mi país, aunque resulte imposible mientras esta guerra no pare.