Siberia y sus mujeres vistas a lomos del Transiberiano

- 06/09/19
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Este reportaje fue publicado en la revista Fashion & Arts Magazine, edición del 25 de agosto de 2019.

 

 

Siberia, otro curioso nombre de la libertad

Por Jorge Ferrer

 

El tren coge carrerilla y se empina por una suave colina. El desnivel tiene las curvas del célebre prado de Windows, pero la hierba que brota tras el crudo invierno está renegrida. Hay un bosquecillo de abedules y alerces al fondo. Un par de tocones en medio sugieren que algún esteta necesitado de leña enderezó el conjunto. Tal vez una marta cebellina, trajinada ya la noche, esté buscando abrigo y reposo entre los árboles. Es seguro que el maquinista estará saludando a la luz total de los amaneceres de Siberia que saca de la tierra un brillo áureo.

Viajo en el Transiberiano envuelto en el humo del té y el rumor del pasaje. No es este mi primer viaje a Siberia, pero sí es un viaje peculiar. Dediqué unos meses de 2018 a traducir la novela Zuleijá abre los ojos de Guzel Yájina, que publicó Acantilado. Es la historia de una mujer deportada en los años del estalinismo, que recorre media Rusia en un tren que la conduce al destierro en una colonia de trabajo. Allí, contra todo pronóstico, encontrará por fin la emancipación, descubriéndose a sí misma como amante y como madre, como una mujer dueña de su destino. Sí, sí, ya sé que rompe nuestros esquemas mentales concebir que alguien fuera a emanciparse en uno de los islotes del archipiélago Gulag; a encontrar la serenidad en medio del horror de la deportación, el hambre y la muerte; el valor, allá donde el cautiverio y las privaciones convertían a los seres humanos en guiñapos, marionetas movidas por la historia.

Mi viaje a Siberia transcurre sobre un caballo legendario —el Transiberiano— y entre dos puntos esenciales de su geografía: los montes Urales y el lago Baikal. La joven Zuleijá cruzó los Urales y llegó hasta el Angará, el único río que nace en el pozo del mundo. Mi viaje es en dirección opuesta. Vuelo a Irkutsk desde España y desde allí hacer el viaje en tren hasta los Urales. No viajaré al par que Zuleijá. Lo hago en dirección contraria y mirándole los ojos, escuchándola hablar por las voces de las mujeres de Siberia, voces de ayer y, sobre todo, voces de hoy.

Llego a Irkutsk la noche en que se celebra una velada poética. Me había citado con dos poetisas: Yekaterina Boyarskij y Svetlana Mijéyeva. Nos sentamos a hablar después. De las mujeres y Siberia. Boyarskij desmonta enseguida todos los clichés: «Siberia es un lugar de libertad y eso tiene una significación muy especial si eres mujer aquí… Es una tierra inmensa, vacía y acogedora, que se parece a Australia: los aborígenes y los deportados viven juntos. Basta alejarse 50 kilómetros de cualquier ciudad para comenzar a sentir esa libertad con una fuerza indescriptible».

Le apunto a Mijéyeva que en los Relatos de Kolymá de Varlam Shalámov no aparece una mujer hasta después de un centenar de páginas y la que asoma es tomada por una prostituta y acaba asesinada por celos. «Probablemente las mujeres sean aquí especiales», me dice: «Más fuertes, más sabias, más sosegadas. La geografía y la naturaleza las obligaron a ser así. Sin embargo, el feminismo es para nosotras un fenómeno ajeno», apunta.

Siberia y sus mujeres. No puedes juntarlas ignorando a las compañeras de los decembristas, los jóvenes que se levantaron contra el régimen zarista en 1825 y, vencidos, fueron condenados a la deportación en Siberia. La renuncia de aquellas mujeres a sus vidas cómodas en San Petersburgo para viajar junto a sus maridos a padecer el ostracismo y las penurias del destierro ha corrido de generación en generación como un ejemplo de lealtad, amor y entrega. «Esa renuncia no parece un ejemplo muy apropiado en la educación de las niñas de hoy», les digo a Liubov y Antonina, investigadoras de un museo que es una suerte de epicentro del cultivo de la memoria de los decembristas. Responden al reto con gesto resuelto: «Ellas no siguieron a sus maridos de forma sumisa. El Emperador las autorizó a divorciarse y comenzar una nueva vida y ellas eligieron. Dos se divorciaron. Del resto, algunas permanecieron con sus hijos en la capital y otras vinieron aquí a Siberia siguiendo a los hombres que amaban».

Con las decembristas y Zuleijá en mente, marcho a la mañana siguiente al lago Baikal. Quiero asomarme al nacimiento del Angará, el río donde la joven fue abandonada a merced del hambre, el frío y las fieras. Navegar por las aguas del Baikal de una transparencia inverosímil y pasear por sus orillas golpeadas por las suaves olas es una experiencia conmovedora, enaltecedora, única. Pero también allí bulle la vida moderna, la Rusia nueva junto a la Rusia de siempre. Una joven pareja de etnia buriatia se besa de pie junto al agua; una rubia que viste un chándal con incrustaciones de pedrería avanza tomando de la mano a un hombre tatuado como un Libro de horas, de estas últimas horas; unos chiquillos arrojan piedras planas al lago para verlas saltar una, dos, tres veces sobre el plato de agua.

Inspirado por la mística del lago, corro a la estación de ferrocarriles de Irkutsk a tomar el Transiberiano. A retomar el punto donde inicié este relato: la azafata Irina brindándome té, bollos y su historia. La de una mujer llegada a Siberia desde Kazajistán cuando la implosión de la URSS obligó a su familia a repatriarse. En un país con salarios escasos, un ejército de Irinas se ocupan de la vida en los coches del Transiberiano. Mujeres adustas y recias, que se buscan la vida para completar la paga exigua. Madres que no ven a sus hijos durante días, que viven alejadas de sus maridos y sus padres ancianos. En cada parada del Transiberiano se ve a este ejército de mujeres pulcramente uniformadas de pie ante las puerta de sus coches. También hay hombres, agentes de seguridad y maquinistas, pero unas y otros apenas se miran. Son soldados de una misma guerra pero con objetivos muy distintos. Los hombres parecen asegurarse de la estabilidad del marco; ellas lo llenan de contenido.

Es tarea difícil transmitir el delicioso hervor de la vida sobre el traqueteo de los trenes del Transiberiano al viajero acostumbrado a la velocidad del AVE y su silencio anestésico. El tiempo que no avanza y el tren que parece que tampoco. Afuera, todo son estampas que parecen salidas de Repin. Casitas y cobertizos; tierra quemada. Torres de alta tensión abriéndose camino a través del paisaje inmenso, conectando islotes de civilización unidos más por esos cables que por la inmensa geografía vacía, un plano enorme que nunca había con qué llenar, ni con minas, ni pozos de petróleo: ni siquiera con hombres y mujeres animados por un sueño, ese otro sueño que es la codicia, o reunidos por el horror totalitario de un Estado inclemente. Vida no hay apenas, sea humana o animal.

 

Bajo del tren en Novosibirsk, nel mezzo del cammin, porque me espera otra poeta. Yekaterina Guiléeva, una conversadora enérgica, me cuenta su lucha por preservar la memoria de Yanka Diaguileva, una cantante punk y estrella del underground siberiano, cuya casa el Ayuntamiento pretende echar abajo. Es una singular batalla por la memoria de las mujeres de Siberia la que se está librando allí, porque Yanka, a la que se ha comparado con Patti Smith, murió en 1991 en circunstancias que aún no han sido aclaradas y continúa siendo el emblema de una generación. Yekaterina me corrobora lo que ya anunciaron sus colegas de Irkutsk: «Siberia es un lugar excepcional, porque durante años aquí enviaban a todos los que incomodaban al poder. Y aquí se quedaban: capa a capa se fue acumulando lo mejor del país y eso aún se percibe en la cultura y la manera de ser».

 

Antes de seguir viaje, Nazar y Olesia, almas de Siberica y las dos personas que mejor enseñan en español este trozo del mundo, me llevan a comer a SibirSibir, un templo nuevo a la gastronomía siberiana. La mesa me sumió aún más hondo en mis cavilaciones sobre Siberia y sus mujeres. No sé si fueron los entremeses de pescado o los bollos rellenos de vísceras de liebre, pero cuando subí al Transiberiano para seguir viaje sentí un poso de angustia y un asomo de alegría, el chup chup de una creciente euforia. Le mandé un Whasap a una amiga en Moscú contándole mi estado: «Parece que ya comienzas a entender de qué se trata exactamente esto del alma rusa», respondió entre emoticonos con lágrimas de risa a chorros y bíceps contraídos.

La azafata asoma la cabeza por la puerta del compartimento, ofrece más té, la bebida laica de Siberia. La sagrada es el vodka, claro. Pienso en Zuleijá, la deportada por Stalin, en las mujeres de los decembristas que despreciaron la clemencia de Zar, en los cientos de miles de mujeres que han sufrido y sido felices en esta extensión de tierra, que han confrontado su suerte y forjado su destino en una Siberia que es campo de trabajo y campo a través, presidio y colmo de la libertad. Repaso uno a uno los libros de versos que me han regalado las dos Svetlanas y Yekaterina, sus voces distintas pero unidas por una misma tradición e idéntica verdad: la del paisaje sublime, la de una geografía indócil. Mujeres unidas por la convicción de que Siberia es libertad, la que cada cual se procura. Afuera, mientras bufa la locomotora y corren los carros, los montes Urales ya se anuncian en la brisa suave que baja por sus laderas.

Iberrusia Travel, en Barcelona, y Siberica, en Novosibirsk, dos agencias especializadas en viajes a Rusia y Siberia colaboraron con la organización de este viaje. También la línea aérea S7 Siberian Airlines.

 

De contra:

En la Fundación Yeltsin, Yekaterimburgo, montes Urales.

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“El Nuevo exilio cubano”: un reportaje de 1995

- 25/07/17
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Rescato de mis archivos este reportaje que escribí a cuatro manos en 1995 con mi amigo Ángel Tomás González, entonces corresponsal en La Habana de varios medios españoles.

La revista Cambio16 (16 de octubre de 1995, Nº 1245) nos publicó este retrato del exilio cubano en España que comenzaba a mutar en aquellos años. Cinco retratos, más bien. De cinco personas espléndidas.

Al que guste de los números le interesará saber que de los cinco entrevistados dos continúan viviendo hoy en Barcelona, otros dos se mudaron a Nueva York y un quinto vive a caballo entre Barcelona y Nueva York. Los autores permanecemos en nuestras bases 22 años después: Ángel Tomás en La Habana y yo aquí, acodado a la barra del bar.

 

 

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Un reportaje sobre el Astaná poscomunista ante la EXPO 2018

- 05/06/17
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Este reportaje apareció publicado por primera vez en Jot Down el 2 de junio. Puede consultarse allí siguiendo este enlace.

Para los lectores de El Tono de la Voz lo reproduzco aquí con un dudoso bonus: mis propias fotografías.

Centro comercial de Norman Foster, Astaná Foto: Jorge Ferrer

Centro comercial de Norman Foster, Astaná Foto: Jorge Ferrer

Un futuro espera allá en la estepa

Jorge Ferrer

 

El viajero abandona el aeropuerto de Astaná, donde lo recibieron guardias de fronteras tan amables que ellos mismos formularon las preguntas y dieron las mejores respuestas, atraviesa la ciudad inverosímil con grúas como zombies girando sobre sí mismas, pasa junto a los edificios de la EXPO 2017 y lo asalta una cierta incredulidad ante el extravagante paisaje al que ha llegado después de diez horas de viaje desde Madrid. Pero entonces un rótulo sobre los muros de un centro comercial, el último construido en la época soviética, acude en su ayuda. Sine Tempore, proclama. Un entusiasta rebranding convirtió las siglas olorosas a plan quinquenal con que se lo conocía antes, TsUM, en el anuncio de un mundo sin tiempo. La flamante capital del nuevo Kazajistán quiere saltarse todos los tiempos. No es extraño entonces que el lema de la EXPO 2017 que inaugurará el próximo 10 de junio sea «La energía del futuro».

Astaná, capital de Kazajistán desde diciembre de 1997, es una de las marcas más ambiciosas salidas del espacio postsoviético. Una ciudad de provincias ubicada en los confines de un imperio mudó como por arte de magia en la capital de un nuevo país. Encima, lo hizo con la pretensión de convertirse en el epicentro de Eurasia, esa leyenda de la geopolítica periférica. En lengua kazaja, Astaná significa precisamente capital, una correspondencia entre el nombre y la cosa que habría hecho las delicias de Ferdinand De Saussure. El traslado de la capital, que antes estuvo en Almaty, significó también la mudanza de los organismos del Estado y de miles de funcionarios y sus familias. Los kazajos suelen decir que la compleja operación buscaba acercar a los ciudadanos al gobierno, aunque basta echarle una ojeada al mapa de Kazajistán para constatar que el cambio no entraña accesibilidad alguna en términos geográficos. Como basta asomarse a las calles de Astaná para ser conscientes de que los vecinos de los confines del país no tienen nada que hacer en las flamantes avenidas sembradas de edificios de Norman Foster, lujosos gimnasios, restaurantes y salones de Spa o sofisticadas tiendas de decoración y showrooms de electrodomésticos de la casa Gaggenau. Al fin y al cabo, todas las disquisiciones sobre el motivo del cambio acaban con un guiño y un encogimiento de hombros que vienen a decir que la razón última, que es también la de todo lo que ha sucedido allá para bien o para mal durante el último cuarto de siglo, remite a un nombre propio, el del hombre que pasó del sillón de secretario general del partido comunista en tiempos soviéticos al de presidente del Kazajistán independiente: Nursultán Nazarbáyev.

Museo del primer presidente de la República de Kazajistán. Foto: Jorge Ferrer

Museo del primer presidente de la República de Kazajistán. Foto: Jorge Ferrer

El encargo de diseñar el plan urbanístico de la ciudad nueva recayó en el japonés Kisho Kurokawa, cuya visión filosófica de la arquitectura la concebía en clave de metabolismo y ecología. No obstante la elección —sin dudas un acierto—, en Astaná uno tiene la sensación de pasear por una ciudad sembrada de edificios calculados a vuelo de pájaro, en un paisaje digno de los arquitectos que el urbanista danés Jan Gehl llama arquitectos birdshit, es decir, los que proyectan desde la distancia y delante de una maqueta de la ciudad sobre la que dejan caer sus edificios como los pájaros sus deyecciones.

Invención genuinamente poscomunista, el «Dubai de la estepa», como se conoce también a Astaná, se coló en las salas de estar de medio mundo con la adquisición de un equipo ciclístico que corre todas las grandes carreras —el Astana Pro Team— y se acomodó en las habitaciones de hotel de todo el planeta con periódicos anuncios en cadenas como Euronews o CNN. La EXPO que se celebrará entre el 10 de junio y el 10 de septiembre próximos es otro anillo en la espiral de esa campaña permanente de promoción de un país al que no le faltan ambición y mucho menos dinero para ello, porque cuenta con las primeras reservas mundiales de cromo, las segundas de uranio y las décimas de oro. Todo ello en un territorio que hace de Kazajistán el noveno país más grande del mundo —más de cinco veces el territorio de España— con una población de apenas 18 millones de personas.

La EXPO 2017 se propone como un foro de alto nivel para imaginar la producción y el uso de las energías fósiles y alternativas en las próximas décadas. Confirmada la participación de 112 países y 18 organismos internacionales, España acude con un pabellón que costará cuatro millones de euros y mostrará las experiencias y el potencial empresarial del país en el campo de las energías renovables. Que Kazajistán, el décimo segundo exportador mundial de crudo, sea el promotor de un foro mundial sobre energías alternativas de esa envergadura muestra la voluntad de las elites kazajas de emular a Dubai y otros principados del Golfo que buscan diversificar sus economías basadas en la exportación de materias primas.

Edificio central del complejo de la EXPO2018, Astaná. Foto: Jorge Ferrer

Edificio central del complejo de la EXPO2018, Astaná. Foto: Jorge Ferrer

A escasas semanas del pistoletazo de salida de la EXPO 2017, los organizadores pasean al visitante en autobús y solo le permiten bajar a cierta distancia de los impresionantes edificios principales. Son 25 hectáreas de terreno en las que crecen los pabellones, el Palacio de Congresos de Astaná, complejos de apartamentos, un hotel y el centro comercial Mega Silk Way, ya abierto al público. En el epicentro se alza el pabellón del país anfitrión: un espectacular edificio de forma esférica —con sus cien metros de envergadura es el más grande de su tipo en el mundo— que albergará más adelante un Museo del futuro. Las obras, coordinadas por el estudio de arquitectura Adrian Smith + Gordon Gill Architecture, de Chicago, aún no están acabadas y la machacona insistencia en que todo está bajo control recuerda aquella anécdota que contaba Manfredi Nicoletti, el arquitecto italiano que construyó la Sala central de conciertos frente al Palacio presidencial de Astaná, de cómo Nazarbáyev solía bromear con él, durante la construcción, diciéndole que tenía bajo permanente control las obras y a sus ejecutores desde las ventanas de su despacho. Un nutrido ejército de obreros se afana a toda prisa y el viajero que los admira desde la altura del hotel Marriot evocará aquel verso de T. S. Eliot sobre otra «ciudad irreal»: «Veo muchedumbres vagando en círculos». Es de La tierra baldía, que parece una estupenda definición de la estepa.

Pero aun en la ciudad que solo quiere hablar del futuro, el pasado asoma como un zorro hambriento. Kazajistán se reivindica parte de la Ruta de la seda que unió durante siglos a Oriente y Occidente en una madeja de rutas comerciales que tuvieron un impacto fundamental en el vínculo cultural entre las civilizaciones. También la naturaleza nómada del pueblo kazajo hasta la llegada del poder soviético es motivo de exaltación. Las ubicuas gasolineras de NomadOil dan fe de ello. En clave bien distinta, el pasado más reciente, el pasado soviético, ha sido borrado con afán. En la moderna Astaná no hay un solo museo dedicado a los años en que Kazajistán fue una tierra por conquistar para los jóvenes llegados de toda la URSS o una cárcel al aire libre a la que enviar al destierro a pueblos enteros: chechenos, polacos, alemanes… Apenas un modesto monumento recuerda el islote del Archipiélago GULAG ubicado en Akmolá, como se llamaba la pequeña ciudad antes de convertirse en Astaná, un campo destinado a la reclusión de las esposas de aparatchiki y escritores caídos en desgracia. La madre de la bailarina Maya Plisétskaya y la viuda del novelista Borís Pilniak fueron apenas dos de ellas. Un espectacular salto en el tiempo conduce del Museo nacional, donde se glorifica el pasado remoto, al Museo del primer presidente de Kazajistán —es decir, el mismo que ocupa el cargo desde 1991. Los desiertos salones de la casona acogen los regalos recibidos por el presidente, el despacho donde dio inicio la historia moderna del país y los pintorescos esfuerzos por convertir a Nazarbáyev en una suerte de prócer cuyo linaje se remonta a los orígenes de los kazajos. Todo ello está custodiado por celosas damas que exigen al visitante contener la propensión natural de todo ciudadano llegado de lejos a enarcar las cejas o esbozar una sonrisa ante el retrato napoleónico del presidente que parece mirar a la pantalla de plasma desde la que pronuncia un discurso.

En Kazajistán nadie reirá el viejo chiste que aseguraba que el imperio soviético era un imperio a la inversa, porque no era la metrópoli la que esquilmaba a las colonias, sino estas las que saqueaban sin cesar las arcas del imperio. Aquí la percepción es distinta y la lista de agravios es larga. Las secuelas de las pruebas de armas nucleares en el polígono de Semipalátinsk —actualmente Semey, a 780 km al este de Astaná—, son uno de los más notables. Que el cosmódromo de Baikonur, epicentro de la conquista del espacio en los años de la URSS, permanezca en manos rusas tampoco parece generar mucha alegría.

Venir a una ciudad donde se está construyendo el futuro es una experiencia vigorizante. Dejarse caer por un lugar del mundo que vive embelesado en su propio nacimiento, que vive absorto en su propia invención. Y advertir los movimientos minúsculos, los pequeños detalles, los momentáneos colapsos de ese Matrix alucinante. Atravesando estos días Astaná, el viajero encuentra vallas que anuncian el complejo de lujo Barcelona, que se anuncia con una bailarina flamenquísima. Los bloques del Barcelona incluirán tres tipos de apartamentos que se comercializan bajo los nombres, vagamente catalanes, de Costa tropical, Costa del Marisme (sic) y Costa del Graf (sic). Graf es conde en ruso, como en alemán, con lo que el promotor kazajo ha convertido a la costa del Garraf en artículo de lujo con peso nobiliario. A la flamenca bailarina de las vallas le habrá hecho una gracia tremenda la operación.

De camino al aeropuerto, el viajero se despide mentalmente del centro comercial Sine Tempore y el taxista abandona por un instante su mutismo para avisarle, sin que se le preguntara, de la tristeza que le produce saber que lo van a echar abajo muy pronto. Lo acaba de anunciar el alcalde de Astaná, dice. Del pasado, ni la sombra. El Sine Tempore ya está en la lista de derribos. Es la hora de un tiempo nuevo. Y la EXPO 2017 es su altavoz más próximo.

PS. Un servidor en Astaná

Jóvenes kazajas, Astaná. Foto: Jorge Ferrer

Jóvenes kazajas, Astaná. Foto: Jorge Ferrer

 

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