Jorge Ferrer - 14/12/18
Categoría: Entrevistas , Letra impresa , Libros , Literatura , Memoria , Periodismo , Poscomunismo , Rusia , Traducciones | Etiquetas: Alexiévich , Bielorrusia , Literatura , Periodismo , Premios Nobel , Svetlana Akleksiévich
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El suplemento La esfera de papel del diario El Mundo trajo el pasado domingo la entrevista que Arcadi Espada y yo hicimos a Svetlana Aleksiévich en Berlín. De Aleksiévich traduje El fin del «homo sovieticus» (Acantilado, 2016) , que se publicó en español coincidiendo con la concesión del Premio Nobel a la autora bielorrusa. La entrevista está centrada en el método de trabajo de Svetlana, su manera de abordar la realidad y la ficción, la verdad y el patchwork. Su generosidad en las más de dos horas de entrevista fue extraordinaria. Hablamos de asuntos de los que no se había hablado antes con ella en una entrevista con esta profundidad, con este alcance.
Naturalmente, la entrevista publicada, aun cuando extensa, no recoge todo lo conversado aquella tarde en el apartamento del barrio de Stegliz, al suroeste de Berlín. Y pensé que los lectores de El Tono de la Voz merecen un Bonus track sobre lo ya publicado y que muchos de ellos leyeron.
Fui al encuentro de Svetlana también por un proyecto teatral en el que trabajo con la actriz Patricia Jacas a partir del monólogo que ella ha llevado al teatro con un personaje del mencionado libro de Aleksiévich, la ejecutiva Alisa (pp. 451-470): «De una soledad muy parecida a la felicidad». Es asunto ese que no recogimos Arcadi y yo en lo que publicamos y se me ocurre que a ustedes les gustará y ojalá ponga también la miel en los labios leer un par de respuestas adicionales donde Svetlana aborda aspectos técnicos de su trabajo en relación, precisamente, con la entrevista a Alisa, una Alisa de la que pronto volveremos a hablar.
La entrevista, tal como se publicó en El Mundo, en cuya portada apareció ese día, sigue ahora. El Bonus track va al final.
Svetlana Aleksiévich: «Matarme haría mucho ruido»
Arcadi Espada – Jorge Ferrer
Publicada en La Esfera de Papel, El Mundo, 9 de diciembre de 2018
Svetlana Aleksiévich está en Berlín. Ha venido al médico. Acaba de llegar al apartamento alquilado donde vivirá una temporada y le pone nerviosa no poder cumplir el rito ruso de recibir con un samovar de té humeante. Máxime teniendo en cuenta que los invitados han traído a la habitación bien caldeada la ráfaga de un frío de perros. Está escribiendo dos libros nuevos. Uno sobre el amor y el otro sobre la muerte. Teme más a lo primero.
¿Piensa publicarlos?
No, no.
¡¿Va a destruirlos?!
Ja, ja. No creo. Tenía un vecino en Minsk, un académico bastante célebre, con el que solía mantener charlas muy interesantes. Un día murió y fui testigo de cómo sus hijos sacaron toda su vida fuera de la casa, como si fuera basura: sus condecoraciones, sus títulos, toda su papelería, folios que probablemente formaran parte de sus diarios… Y entonces pensé qué lástima que no nos marchemos de este mundo llevándonoslo todo encima, sin dejar una sola huella.
El interés de ese libro que podría escribir y de nuestra conversación es saber dónde acaban los otros y dónde empieza Svetlana.
Puede… Pero preferiría que mis lectores no se preocuparan por mí. Yo estoy tan impactada por la vida, por todo lo que he sabido de ella…
A Kapuscinski lo acusaron de inventarse el personaje de un servidor de Haile Selassie que llevaba una gamuza para limpiar el pipí que se hacía su perrito sobre los embajadores que acudían a presentarle sus cartas credenciales.
Nunca he necesitado inventarme un sirviente como ese. Siempre he encontrado en la vida suficientes cosas extraordinarias. En Chernobyl, por ejemplo. Era pura metafísica lo que escuchabas decir allá. Recuerdo haberme encontrado a un soldado andando por una aldea junto a una campesina que llevaba detenida. La mujer cargaba con un canasto lleno de huevos. Les pregunto que a dónde van y me responden que a enterrar estos huevos. Cosas así. ¿Qué necesidad tengo yo del sirviente? Con ese soldado ya me basta.
¿No cree que en estos tiempos de fake news, de posverdad, y después, sobre todo, de la gran mentira del comunismo, la obligación de los escritores es la de trazar una línea muy drástica y muy firme entre lo que existe y lo que ha sido inventado?
El testigo es el héroe más interesante de la literatura. Por eso intento atrapar la vida, aunque soy consciente de que es imposible hacerlo hasta el final, porque toda persona que te cuenta algo está creando a medida que lo hace. Todo documento no es más que una versión. Este libro mío sobre la vejez… Hablas con alguien que te dice unas cosas tremendas sobre el amor, que estuvo a punto de perder la razón, al borde del suicidio. Y de repente -es una persona que ya pasa de los 80 años- te dice que, sin embargo, todo eso lo ve como a través de una espesa niebla, como si hubiera existido, pero un poco también como si no hubiera existido. Lo que les quiero decir es que el tiempo es algo tan enigmático. Y después hay que ver qué hace una con los detalles.
Con la literatura.
Se precisan detalles, detalles inesperados que conviertan, en efecto, el relato en literatura. Una mujer cuenta cómo enterró a su marido. Resultó que no podía calzarle las botas, no le entraban en los pies. Los tenía hinchados como barriles. Entonces la mujer se va a la iglesia y le dice al cura que sueña que el marido está descalzo en el cielo y le reprocha que lo hubiera enterrado así, desabrigado. Y el padre le dice: «Pues, mándale unas pantuflas al otro mundo». Y ella se acerca a un ataúd que hay por allí, que pertenece a otro difunto y sin que nadie se percate le mete un par de pantuflas dentro. Fíjense de dónde saco yo eso que llaman literatura. Con todo, en el libro sobre el amor en el que trabajo ahora probaré a incrustar más arte en el relato de los otros.
© Jorge Ferrer – El Tono de la Voz
¿Cómo sabe que toda la gente con la que habla le dice la verdad?
Es que hablamos de cosas que una no podría inventarse. Le pregunto a una mujer qué es lo más horrible de la guerra y ella me mira, se echa a reír y me pregunta si acaso me creo que morir es lo más horrible. «Lo más terrible de la guerra era pasarla vistiendo calzoncillos largos de hombre». Porque en la guerra llevaban de esos, hasta la rodilla. Cada vez que se veían desvestidas se echaban a llorar. Eso me dijo. ¿Acaso alguien puede inventarse algo así? Y me dijo: «¿Se imagina lo que es estar muerta y tan fea con esos calzoncillos? ¡Muerta y tan fea!».
Una verdad así no puede ser mentira, ¿no?
Yo tomo una temperatura del dolor y la verdad: son cosas que nadie podría inventarse. La verdad es siempre tan ligera y la mentira… Estos relatos que son tantos, si alguien dice algo que no es cierto… La temperatura del dolor expulsa a la mentira.
Tiene una hija. ¿A qué se dedica?
Da clases de alemán en un instituto. Y tengo una nieta de 13 años. Las dos viven en Minsk.
¿Y usted con quién vive?
Vivo sola.
¡Como escribe sobre el amor es legítimo preguntarle si está enamorada!
Humm. Creo que no.
¿Que no es legítimo?
Ja. No, creo que no estoy enamorada.
¿Y la muerte?
Solo recuerdo haber temido a la muerte cuando fui a la Guerra de Afganistán. En aquella época estaba muy enamorada y, francamente, no tenía el menor deseo de dejar este mundo.
¿Teme menos a la muerte que al amor?
Pues mire, puede que sí. El amor devasta. Hace que ya no seas dueña de ti misma. A partir de los 30 años todo el mundo le teme al amor. Lo quieren, pero lo temen.
Al llegar a su casa pensábamos en una de esas preguntas enfáticas: ¿cómo es que sigue viva?
Pienso que hay algo que los detiene. Matarme haría ahora mucho ruido. Pero la verdad es que yo nunca he pensado mucho en eso. Ni siquiera cuando tuve un juicio por el libro sobre la guerra de Afganistán y recibía llamadas del KGB. Entonces mi hija era pequeña y me decían que habían visto a la niña vestida de tal y tal manera. Encima, animaban a los veteranos de Afganistán, que eran chicos que ya se sabe cómo estaban de la cabeza. Mucha gente me decía que contratara a guardaespaldas, pero yo me negaba. Todo el tiempo estaban matando a gente que llevaba guardaespaldas; a ella y a sus guardaespaldas. Así que la vida hay que tomarla como viene.
Han matado a amigos suyos muy queridos.
Sí. Mucha gente ha arriesgado mucho más que yo.
Cuando le dieron el Premio Nobel, algunos escritores rusos negaron que usted formara parte de la literatura rusa. Aun escribiendo solo en esta lengua.
Durante 40 años he escrito la historia de una utopía. Recorrí toda la URSS para hacer mis libros, desde Tayikistán a Kirguisia, desde Ucrania a Rusia. La utopía solo hablaba en ruso. Yo no podía escribir esos libros en lengua bielorrusa. Resulta evidente para cualquiera que no sea un nacionalista perdido. Soy una escritora bielorrusa, pero trabajé sobre una época de la que solo podía escribir en ruso. Y, sin embargo, estoy a favor de nuestra cultura y de nuestra lengua bielorrusa, y quiero que siga siendo una nación independiente.
¿Cómo ve la relación entre lengua y nación?
Siempre digo que yo tengo tres moradas. Mi madre era ucraniana y mi padre bielorruso. Pero yo crecí y me eduqué en la cultura rusa.
Muchos nacionalistas dicen que la lengua es la identidad.
Yo me siento una mujer de dos culturas, al menos: la bielorrusa y la rusa. Cuando estoy en Rusia no me siento totalmente rusa. Los artistas somos personas complejas. Esa complejidad tiene que ver con el paisaje, con el temperamento, con las historias sentimentales que hemos vivido. Creo que hay cinco premios Nobel irlandeses y todos escriben en inglés. Y me parece que el último premiado es de origen japonés, pero también escribe en inglés.
¿Así cuál diría que es su lengua?
La bielorrusa es mi lengua materna, pero yo pienso en ruso y siempre he escrito en ruso.
Hay mucha literatura -malita- sobre la lengua como auténtica patria de un escritor.
Escribo en ruso, pero no puedo decir que sea rusa. Soy más bien una persona soviética. Yo pertenezco a ese tipo, un tipo humano que existió alguna vez.
¿Qué es un homo sovieticus desde el punto de vista de la literatura?
El hombre soviético es algo que ya se hundió en la historia. Ahoa todos se han disgregado y cada uno ha ido a encerrarse en su propia casa. Yo me dediqué a contar la historia de toda esa gente, de esa utopía, a partir de gente que conoció a Lenin, que conoció a Stalin y hasta los tiempos de Gorbachov y Putin. Aquella fue nuestra patria común y yo escribí su historia.
¿Podemos decir que la Unión Soviética fue un hermoso propósito moral y el comunismo su némesis infecta?
Yo no creo que en siglo XXI las sociedades deban organizarse como imperios. Los imperios ya eran algo caduco en el siglo XX.
Quizá la contrapartida es el nacionalismo: o la casa común o las habitaciones en las que cada uno vive por separado.
También es cierto. Los países no pueden estarse dividiendo hasta el infinito. Nosotros tenemos ese problema también ahora con la región de Brest que amenaza con separarse. Hay tendencias semejantes en Ucrania y en Polonia. Ese es un camino que no conduce a ninguna parte. Pero los imperios inmensos tampoco parecen muy viables.
El comunismo no fue capaz de crear una nueva fraternidad.
No, no, por supuesto. Aquí en Alemania hay mucho socialismo y eso se nota en la manera en que tratan a la gente, el sistema de protección social que tienen. En Francia, donde viví un tiempo, también. Pero en la URSS, no hubo socialismo jamás: solo soñábamos con él. Y todo acabó en un baño de sangre.
¿Qué tiene que hacer Europa con Rusia? ¿Protegerse de ella o integrarla en el sentido que decía De Gaulle, de hacer una Europa que se extienda desde el Atlántico hasta los Urales?
Europa debió haber prestado un gran apoyo a Rusia cuando la gobernaban Yeltsin o Gorbachov, para impedir que Putin llegara al poder con todo lo que eso ha traído después. Pero esa oportunidad se dejó escapar y Putin se ha convertido en el gran problema.
¿Continuará en Minsk?
He vivido en muchos sitios, pero he vuelto a casa porque es en casa donde quiero vivir. Podría quedarme aquí en Berlín, pero no. La literatura que cultivo necesita escuchar a diario a la gente, el rumor de sus conversaciones, sopesar sus palabras, porque el habla y la gente cambian constantemente. Lo dije en mi discurso del Nobel: si Flaubert era un hombre pluma, yo soy una mujer oreja.
(De contra):
Bonus track. Sigue un inédito de la entrevista a Svetlana Aleksiévich en Berlín. La explicación arriba.
Hemos visto el documental tan interesante que hizo Staffan Julén en el que se la puede ver a usted trabajando en el próximo libro sobre el amor y allí a esa ayudante suya que va mecanografiando las entrevistas… Liudmila, sí.
Nos gustaría saber si ese fue el mismo sistema que utilizó cuando trabajó en El fin del homo sovieticus, concretamente con Alisa. ¿Usted grabó la entrevista en una cinta? ¿Se transcribió después? ¿Guarda notas de aquel encuentro? ¿Cómo escribió ese relato?
No la grabé en una cinta, no. Ya en esa época yo utilizaba un pequeño dictáfono. Cuando me di cuenta de que la conversación iba a ser interesante, recuerdo que le pregunté a… ya ni me acuerdo cómo se llamaba… si no le importaba que pusiera en marcha el dictáfono. Ella aceptó. Habíamos empezado a discutir, porque yo me preguntaba cómo era posible que con los padres que había tenido, gente afín a la cultura de la disidencia, ella se hubiera apartado de la cultura desde una edad tan temprana. Tuvimos una gran discusión al respecto. Y ella me autorizó a grabarla, sí. Después la entrevista fue transcrita. Siempre he tenido a personas que me ayudan en ello, como la Liudmila que aparece en el documental de Staffan. Son miles de textos por transcribir…
¿Usted cree que conserve algo de aquella entrevista?
No, no creo. En aquella época no había un Staffan como ahora con esas ideas. No, seguro que no. Yo tuve cintas, pero, claro, era una cantidad inmensa de cintas. Habría que haberlas pasado después, haberlas transferido, porque los soportes cambiaron y después empezamos a grabar con los teléfonos. Pero nada de eso se hizo.
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