Jorge Ferrer - 07/05/11
Categoría: Urbanas | Etiquetas: Mimbres de la Voz
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Algunos lectores recordarán aquel post de hace poco menos de medio año dedicado a un pobre hombre «atrapado» en el exterior de un cajero automático. El de La Caixa en la calle Escorial con Fraternitat.
Pasamos por delante cada noche Bruno y yo. Y venimos de hacerlo.
Ahora había tres policías en la puerta y un cuarto junto a una de las dos patrullas, hablando por la radio.
Adentro, al fondo, el cadáver de un indigente.
Bruno se abalanzó sobre los policías no más verlos. Dócil ataque, claro, que a Bruno le gusta más la gente que lo que a Michael Jackson le gustaban los niños.
Dos de los policías se acuclillaron para jugar con el perro. Con el tercero, más circunspecto, quise asegurarme.
—Está muerto, ¿no? —le pregunté mirando al cuerpo tumbado sobre cartones entre dos cajeros de color amarillo pollito.
—Es cachorro, ¿no? —preguntó uno de los acuclillados, antes de que el otro me respondiera que sí, que el tipo era fiambre.
Me maravilló la geometría de la escena. No la geometría moral, que en esa los roles habría que asignarlos con otras mañas, porque todos se quieren hipotenusa. La mera geometría que reunía al cadáver, al perro, a los cuatro policías y a mí: ellos uniformados; yo en sandalias, con la camisa del mismo color que la tez del muerto, en la pendiente de una calle que a estas horas desanda gente sin rostro.
Tres árboles y el doble de minutos más allá, Bruno adoptó gimnástica postura de cagar. Me di la vuelta mientras extraía del bolsillo la bolsa de nylon perfumada con la que recoger las heces. A la espera del juez o la ambulancia o lo que llamen en tales circunstancias, y de espaldas al muerto, los policías —los cuatro ahora—, nos miraban. Y sonreían.
Sentí un súbito escalofrío al que Bruno no fue ajeno. No sé él, inocente, pero a mí se me ocurrió que inmersos en ciertos roles adjudicados por caprichosos —¿o debo decir «azarosos»?— trazos sobre la regla que dibuja el paisaje, o eres policía o eres fiambre.
Y corrimos ambos a echarnos aquí en casa. Él sobre la alfombra; yo, sobre estas teclas.
A buen resguardo ahora, Bruno es un simpático perrito y yo un tipo que junta palabras. Doce minutos después, ya se habrán llevado al muerto.
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Jorge Ferrer - 04/09/10
Categoría: Excepcionalidad, Transición | Etiquetas: Agua corriente, Mimbres de la Voz
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A mí me cuadra el retorno de Castro I, fíjense. ¿Quién ha visto que país que blasona de excepcional padezca transicioncita de nada? Lo nuestro, cubiches, a lo grande. ¡Qué caray!
La vuelta del infeliz protagonista de nuestro último medio siglo ofrece posibilidades inmensas a los cultores de la literatura fantástica.
Así, por ejemplo, para trilogía ligera con su algo de Tolkien y su buchito de Shakespeare. Cosa que leer en vuelos transoceánicos, digamos. Digo yo que vendería como churros.
Aquí ofrezco rápido esbozo para autores ociosos.
Un longevo hechicero dominó una isla por cincuenta años. Astuto y cruel, se iba deshaciendo de todos sus enemigos sin dificultad. ¡Magia negra de la buena! Y la guerra, fría. Ambicioso, sus apetencias de gloria lo llevaron a asociarse a un imperio, a enfrentarse a otro y a alentar levantamientos en tierras ―altas o bajas― vecinas o distantes. El tiempo o la espada se llevaban a otros emperadores, pero él permanecía a cargo de su aislado feudo, adorado por sus vasallos y odiado por unos pocos que huían despavoridos o marchaban desesperanzados a una lengua de tierra vecina.
Una sola idea animaba a los descontentos: algún día la Parca se llevaría al ya anciano dictador y con ello se abrirían los cielos y se derramarían frutos y mieles en irrefrenable cornucopia. No era idea infusa; era rumor emanado de oráculo del que nadie, sin embargo, tenía plena certeza.
Entretanto, la siniestra sombra de su hermano, un hombre a quien los vasallos tenían por corto de luces y disoluto, planea desde el principio sobre el destino del feudo, porque en él recaerá el gobierno omnímodo cuando la muerte haga su trabajo llevándose al mayor.
Y hete aquí que un venturoso día la profecía parece cumplirse: llega la Parca y aparta al anciano sacerdote. Su hermano, el pobre y afásico gañán, se hace con las riendas del feudo en un movimiento que los vasallos descontentos estiman destinado a pronto fracaso. Avizoran la policromía de la cornucopia. La saliva se derrama abundante por sus belfos.
Pero, ay, Parca y Difunto entablan una encendida lucha. El tenebroso sacerdote se pelea a codazos en el Averno, conjuro va y conjuro viene. No hay quien lo arrastre al inframundo. Por fin, ofrece apuesta a la Parca: que jamás un Nubio se alzará con el título de emperador de los Rubios. Ríe la Parca y apuesta. Pierde. Y al perder, son dos sus opciones: o arrambla con todo y se lleva el mundo entero al Reino de las Tinieblas o devuelve al no menos tenebroso anciano a las palmas y cañas de su feudo.
Ganada la partida, el Difunto resucita y acude ante los delfines de su Acuario, los verdaderos depositarios del enigma de la Eternidad. A los pocos días reaparece por fin ante sus vasallos más jóvenes. Lo hace con las primeras luces del alba para anunciarles el pronto fin del mundo; ellos lo vitorean.

De contra:
Para la segunda entrega de la trilogía se podría contemplar el siguiente arranque:
Años más tarde el Resucitado oficiará el funeral de su disoluto hermano. «No era yo el Elegido», proclamará descubriendo por fin el arcano misterio guardado por los delfines.
«El Elegido era él», revelará señalando al achinado cadáver. Entonces una columna de fuego se alzará sobre el Mausoleo del Ka-ka-Hual. Será el inicio del fin del mundo.
Ya para entonces será un Rubio escapado del feudo del avieso sacerdote quien gobernará el Imperio vecino (apunte: inspirarse en Marco Rubio para este personaje…)
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Jorge Ferrer - 21/08/10
Categoría: Estío, Viajes | Etiquetas: Mimbres de la Voz
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En Tánger, hace unos diez años, nos disponíamos a regresar a España y mis dos acompañantes –españolas, aunque una de ellas de ascendencia marroquí– quisieron hacerlo con dibujos de henna en las manos. Los turistas, ya se sabe.
Habíamos pasado la tarde visitando a la familia de unos amigos de los padres de mi amiga marroquí y una de las muchachas de la casa era célebre en el barrio –un barrio muy humilde de Tánger, que creo se llamaba Al-Diwan, un dato que no tengo tiempo de verificar ahora–, por su arte en trazar filigranas de henna en las manos de las novias. Se lo pidieron y la muchacha, obsequiosa como casi todos en Marruecos, aceptó venir a la casa donde nos alojábamos y ejercer su oficio.
Era una joven de unos veinte años y de una belleza absolutamente celestial. Una belleza de esas que duelen cuando las admiras. Subimos a la casa, la marroquí preparó la henna y comenzó a dibujar las manos de mis amigas. Una artista en toda regla. Artista de un arte perecedero, qué lástima. De arte milenario, qué suerte.
Animado por llevarme también yo en el cuerpo una muestra de aquella maravilla, los turistas, ya se sabe, le pedí –mi amiga hispano-marroquí servía de traductora– que me dibujara algo en el brazo. «Eso es imposible», dijo la artista. Insistí durante la hora larga que trabajó sobre las muchachas. «Imposible», repetía. Pero se iba ablandando. Y yo aducía argumento tras argumento a favor de que me tatuara. No los recuerdo ahora. Seguramente eran disparatados, pero ingeniosos, algo a lo que ayudaban las Heineken que había comprado esa mañana en el mercado negro. Me vienen a la mente las risas; la recuerdo cediendo, cediendo y, al final, aceptando. Reticente, pero curiosa. Temerosa, pero excitada.
Me llegó el turno. Pasaron minutos antes de que la muchacha me tomara el brazo por fin. La tenía tan cerca que la olía por encima del ácido aroma de la henna.
Asió mi brazo, un estremecimiento la recorrió entera y se le aguaron los ojos.
«Qué pasa», pregunté.
«Dice que es la primera vez en su vida que toca la piel de un hombre que no sea de su familia», tradujo mi amiga.
Es lo que tiene encontrarse con la libertad después de años añorándola. Temor y temblor, y agua en los ojos, primero. Y después, a gozar. Quien pueda, claro.
Esta nota fue publicada en ETDLV el 04/08/2009. Reaparece ahora con motivo de un cambio de ritmo estival.
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